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Magisterio de Gregorio XVI

De la usura

[Declaraciones acerca de una Respuesta de Pío VIII]

A. A las dudas del obispo de Viviers [Francia]:

1. "Si el juicio predicho del Santísimo Pontífice ha de ser entendido tal como suenan sus palabras, y separadamente del título de la ley del príncipe, del que hablan los Emmos. Cardenales en estas respuestas, de modo que sólo se trate del préstamo hecho a los negociantes".

2. "Si el título de la ley del príncipe, de que hablan los Eminentísimos Cardenales, hay que entenderlo de modo que baste que la ley del principe declare ser lícito a cada uno convenir sobre el lucro por el solo préstamo hecho, como se hace en el código civil de los franceses, sin que diga conceder derecho a percibir tal lucro".

La Congregación del Santo Oficio respondió el día 31 de agosto de 1831:

Provisto en los decretos del miércoles, día 18 de agosto de 1830, y dénse los decretos.

B. A la duda del obispo de Nicea:

"Si los penitentes que percibieron con dudosa o mala fe un lucro moderado del préstamo por el solo título de la ley, pueden ser absueltos sacramentalmente, sin imponérseles carga alguna de restitución, con tal de que sinceramente se arrepientan del pecado cometido por la dudosa o mala fe, y estén dispuestos a acatar con filial obediencia los mandatos de la Santa Sede".

La Congregación del Santo Oficio respondió el 17 de enero de 1838:

Afirmativamente, con tal de que estén dispuestos a acatar los mandatos de la Santa Sede.

Del indiferentismo

(contra Felicidad de Lamennais)

[De la Encíclica Mirari vos arbitramur, de 16 de agosto de 1832]

Tocamos ahora otra causa ubérrima de males, por los que deploramos la presente aflicción de la Iglesia, a saber: el indiferentismo, es decir, aquella perversa opinión que, por engaño de hombres malvados, se ha propagado por todas partes, de que la eterna salvación del alma puede conseguirse con cualquier profesión de fe, con tal que las costumbres se ajusten a la norma de lo recto y de lo honesto... Y de esta de todo punto pestífera fuente del indiferentismo, mana aquella sentencia absurda y errónea, o más bien, aquel delirio de que la libertad de conciencia ha de ser afirmada y reivindicada para cada uno.

A este pestilentísimo error le prepara el camino aquella plena e ilimitada libertad de opinión, que para ruina de lo sagrado y de lo civil está ampliamente invadiendo, afirmando a cada paso algunos con sumo descaro que de ella dimana algún provecho a la religión. Pero "¿qué muerte peor para el alma que la libertad del error?", decía San Agustín (Epist. 1661) y es así que roto todo freno con que los hombres se contienen en las sendas de la verdad, como ya de suyo la naturaleza de ellos se precipita, inclinada como está hacia el mal, realmente decimos que se abre el pozo del abismo [Apoc. 9, 3], del que vio Juan que subía una humareda con que se oscureció el sol, al salir de él langostas sobre la vastedad de la tierra...

Tampoco pudiéramos augurar más fausto suceso tanto para la religión como para la autoridad civil de los deseos de aquellos que quieren a todo trance la separación de la Iglesia y del Estado y que se rompa la mutua concordia del poder y el sacerdocio. Consta, en efecto, que es sobremanera temida por los amadores de la más descarada libertad aquella concordia que siempre fue fausta y saludable a lo sagrado y a lo civil...

Abrazando en primer lugar con paterno afecto a los que han aplicado su mente sobre todo a las disciplinas sagradas y a las cuestiones filosóficas, exhortadlos y haced que no se desvíen imprudentemente, fiados en las fuerzas de su solo ingenio, de las sendas de la verdad al camino de los impíos. Acuérdense que Dios es el guía de la sabiduría y enmendador de los sabios [cf. Sap. 7, 15], y que es imposible que sin Dios aprendamos a Dios, quien por el Verbo enseña a los hombres a conocer a Dios, Propio es de hombre soberbio o, más bien, insensato, pesar por balanzas humanas los misterios de la fe, que superan todo sentido [Phil. 4, 7], y confiarlos a la consideración de nuestra mente, que, por condición de ]a humana naturaleza, es débil y enferma.

De las falsas doctrinas de Felicidad de Lamennais

[De la Encíclica Singulari nos affecerant gaudio a los obispos de Francia, de 25 de junio de 1834]

Por lo demás, es mucho de deplorar a dónde van a parar los delirios de la razón humana, apenas alguien se entrega a las novedades y, contra el aviso del Apóstol, se empeña en saber más de lo que conviene saber [cf. Rom. 12, 3] y, confiando demasiado en sí mismo, se imagina que debe buscarse la verdad fuera de la Iglesia Católica, en la que se halla sin la más leve mancha de error, y que por esto se llama y es columna y sostén de la verdad [1 Tim. 3, 15]. Pero bien comprenderéis, Venerables Hermanos, que Nos hablamos aquí también de aquel falaz sistema de filosofía, ciertamente reprobable, no ha mucho introducido, en el que por temerario y desenfrenado afán de novedades, no se busca la verdad donde ciertamente se halla, y, desdeñadas las santas y apostólicas tradiciones, se adoptan otras doctrinas vanas, fútiles, inciertas y no aprobadas por la Iglesia, en las que hombres vanísimos equivocadamente piensan que se apoya y sustenta la verdad misma.

Condenación de las obras de Jorge Hermes

[Del Breve Dum acerbissimas, de 26 de septiembre de 1835]

Para aumentar las angustias que día y noche nos oprimen por ello [por las persecuciones de la Iglesia], añádese otro hecho calamitosísimo y sobremanera deplorable y es que, entre aquellos que luchan a favor de la religión con la publicación de obras, hay algunos que se atreven a introducirse simuladamente, los cuales igualmente quieren parecer y hacen ostentación de que combaten por la misma, a fin de que, sostenida la apariencia de religión, pero despreciada la verdad, más fácilmente puedan seducir y pervertir a los incautos por medio de la filosofía, es decir, por medio de sus vanas fantasías filosóficas, y de la vacía falacia [Col. 2, 8}, y por ahí engañar a los pueblos y con más confianza tender las manos en ayuda de los enemigos que a cara descubierta la persiguen. Por lo cual, apenas nos fueron conocidas las impías e insidiosas maquinaciones de algunos de esos escritores, no tardamos en denunciar, por medio de nuestras Encíclicas y otras Letras apostólicas, sus astutos y depravados intentos, ni en condenar sus errores y poner de manifiesto sus perniciosos engaños, por los que pretenden con extrema astucia derrocar desde sus cimientos la constitución divina de la Iglesia, la disciplina eclesiástica y hasta el mismo orden civil, en su totalidad. Y, ciertamente, por un hecho tristísimo se ha comprobado que, quitándose por fin la máscara de la simulación, han levantado ya en alto la bandera de rebelión contra toda potestad constituída por Dios.

Mas no tenemos esa sola causa gravísima de llanto. Pues aparte de los que, con escándalo de todos los católicos, se entregaron a los rebeldes, para colmo de nuestras amarguras, vemos que se meten también en el estudio teológico quienes por el afán v el ardor de la novedad, aprendiendo siempre y sin llegar jamás al conocimiento de la verdad [2 Tim. 3, 7], son maestros del error, porque no fueron discípulos de la verdad. Y es así que ellos inficionan con peregrinas y reprobables doctrinas los sagrados estudios y no dudan en profanar el público magisterio, si alguno desempeñan en las escuelas y academias, y en fin, es patente que adulteran el mismo depósito sacratísimo de la fe que se jactan de defender. Ahora bien, entre tales maestros del error, por la fama constante y casi común extendida por Alemania, hay que contar a Jorge Hermes, como quiera que, desviándose audazmente del real camino que la tradición universal y los Santos Padres abrieron en la exposición y defensa de las verdades de la fe, es más, despreciándolo y condenándolo con soberbia, inventa una tenebrosa vía hacia todo género de errores en la duda positiva, como base de toda disquisición teológica, y en el principio, por él establecido, de que la razón es la norma principal y medio único por el que pueda el hombre alcanzar el conocimiento de las verdades sobrenaturales...

Así, pues, mandamos que estos libros fueran entregados a teólogos peritísimos en la lengua alemana para que fueran diligentísimamente examinados en todas sus partes... Por fin (los Emmos. Cardenales Inquisidores), considerando con todo empeño, como la gravedad del asunto pedía, todos y cada uno de sus puntos... juzgaron que el autor se desvanece en sus pensamientos [Rom. 1, 21], y que teje en dichas obras muchas sentencias absurdas, ajenas a la doctrina de la Iglesia Católica; señaladamente, acerca de la naturaleza de la fe y la regla de creer; acerca de la Sagrada Escritura, de la tradición, la revelación y el magisterio de la Iglesia; acerca de los motivos de credibilidad, de los argumentos con que suele establecerse y confirmarse la existencia de Dios, de la esencia de Dios mismo, de su santidad, justicia, libertad y finalidad en las obras que los teólogos llaman ad extra, así como acerca de la necesidad de la gracia, de la distribución de ésta y de los dones, la retribución de los premios y la inflicción de las penas; acerca del estado de los primeros padres, el pecado original y las fuerzas del hombre caído; y determinaron que dichos libros debían ser prohibidos y condenados por contener doctrinas y proposiciones respectivamente falsas, temerarias, capciosas, inducentes al escepticismo y al indiferentismo, erróneas, escandalosas, injuriosas para las escuelas católicas, subversivas de la fe divina, que saben a herejía y otras veces fueron condenadas por la Iglesia.

Nos, pues..., a tenor de las presentes, condenamos y reprobamos los libros predichos, dondequiera y en cualquier idioma, o en cualquier edición o versión hasta ahora impresos o que en adelante, lo que Dios no permita, hayan de imprimirse, y mandamos que sean puestos en el índice de libros prohibidos.

De la fe y la razón

(contra Luis Eug. Bautain)

[Tesis firmadas por Bautain, por mandato de su obispo, el 8 de septiembre de 1840]

1. El razonamiento puede probar con certeza la existencia de Dios y la infinitud de sus perfecciones. La fe, don del cielo, es posterior a la revelación; de ahí que no puede ser alegada contra un ateo para probar la existencia de Dios [cf. 1650].

2. La divinidad de la religión mosaica se prueba con certeza por la tradición oral y escrita de la sinagoga y del cristianismo.

3. La prueba tomada de los milagros de Jesucristo, sensible e impresionante para los testigos oculares, no ha perdido su fuerza y su fulgor para las generaciones siguientes. Esta prueba la hallamos con toda certeza en la autenticidad del Nuevo Testamento, en la tradición oral y escrita de todos los cristianos. Por esta doble tradición debemos demostrar la revelación a aquellos que la rechazan o que, sin admitirla todavía, la buscan.

4. No tenemos derecho a exigir de un incrédulo que admita la resurrección de nuestro divino Salvador, antes de haberle propuesto argumentos ciertos; y estos argumentos se deducen de la misma tradición por razonamiento.

5. En cuanto a estas varias cuestiones, la razón precede a la fe y debe conducirnos a ella [cf. 1651].

6. Aunque la razón quedó debilitada y oscurecida por el pecado original, quedó sin embargo en ella bastante claridad y fuerza para conducirnos con certeza al conocimiento de la existencia de Dios y de la revelación hecha a los judíos por Moisés y a los cristianos por nuestro adorable Hombre-Dios.

De la materia de la extremaunción

[Del Decreto del Santo Oficio bajo Paulo V, de 13 de enero de 1611, y Gregorio XVI, de 14 de septiembre de 1842]

1. La proposición: "Que el sacramento de la extremaunción puede válidamente ser administrado con óleo no consagrado con la bendición episcopal", el S. Oficio declaró el 13 de enero de 1611 que es temeraria y próxima a error.

2. Igualmente, sobre la duda: "Si en caso de necesidad puede el párroco para la validez del sacramento de la extremaunción usar de óleo bendecido por él mismo", el S. Oficio, con fecha 14 de septiembre de 1842 respondió negativamente, conforme a la forma del Decreto de la feria quinta [jueves] delante del SS. el día 18 de enero de 1611, resolución que Gregorio XVI aprobó el mismo día.

De las versiones de la Sagrada Escritura

[De la Encíclica Inter praecipuas, de 16 de mayo de 1844]

... Cosa averiguada es para vosotros que ya desde la edad primera del nombre cristiano, fue traza propia de los herejes, repudiada la palabra divina recibida y la autoridad de la Iglesia, interpolar por su propia mano las Escrituras o pervertir la interpretación de su sentido. Y no ignoráis, finalmente, cuánta diligencia y sabiduría son menester para trasladar fielmente a otra lengua las palabras del Señor; de suerte que nada por ello resulta más fácil que el que en esas versiones, multiplicadas por medio de las sociedades bíblicas, se mezclen gravísimos errores por inadvertencia o mala fe de tantos intérpretes; errores, por cierto, que la misma multitud y variedad de aquellas versiones oculta durante largo tiempo para perdición de muchos. Poco o nada, en absoluto, sin embargo, les importa a tales sociedades bíblicas que los hombres que han de leer aquellas Biblias interpretadas en lengua vulgar caigan en estos o aquellos errores, con tal de que poco a poco se acostumbren a reivindicar para sí mismos el libre juicio sobre el sentido de las Escrituras, a despreciar las tradiciones divinas que tomadas de la doctrina de los Padres, son guardadas en la Iglesia Católica y a repudiar en fin el magisterio mismo de la Iglesia.

A este fin, esos mismos socios bíblicos no cesan de calumniar a la Iglesia y a esta Santa Sede de Pedro, como si de muchos siglos acá estuviera empeñada en alejar al pueblo fiel del conocimiento de las Sagradas Escrituras; siendo así que existen muchísimos y clarísimos documentos del singular empeño que aun en los mismos tiempos modernos han mostrado los Sumos Pontífices y, siguiendo su guía, los demás prelados católicos porque los pueblos católicos fueran más intensamente instruídos en la palabra de Dios, ora escrita, ora legada por tradición...

En las reglas que fueron escritas por los Padres designados por el Concilio Tridentino, aprobadas por Pío IV y puestas al frente del índice de los libros prohibidos, se lee por sanción general que no se permita la lectura de la Biblia publicada en lengua vulgar más que a aquellos para quienes se juzgue ha de servir para acrecentamiento de la fe y piedad. A esta misma regla, estrechada más adelante con nueva cautela a causa de los obstinados engaños de los herejes, se añadió finalmente por autoridad de Benedicto XIV la declaración de que se tuviera en adelante por permitida la lectura de aquellas versiones vulgares que hubieran sido aprobadas por la Sede Apostólica o publicadas con notas tomadas de los Santos Padres de la Iglesia o de varones doctos y católicos... Todas las antedichas sociedades bíblicas, ya de antiguo reprobadas por nuestros antecesores, las condenamos nuevamente por autoridad apostólica...

Por tanto, sepan todos que se harán reos de gravísimo crimen delante de Dios y de la Iglesia todos aquellos que osaren dar su nombre a alguna de dichas sociedades o prestarles su trabajo o de modo cualquiera favorecerlas.

Ahora en...

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