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Magisterio de Julio III

Continuación del Concilio de Trento

SESION XIII (11 de octubre de 1551)

Decreto sobre la Eucaristía

El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, reunido legítimamente en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legados y nuncios de la Santa Sede Apostólica, si bien, no sin peculiar dirección y gobierno del Espíritu Santo, se juntó con el fin de exponer la verdadera y antigua doctrina sobre la fe y los sacramentos y poner remedio a todas las herejías y a otros gravísimos males que ahora agitan a la Iglesia de Dios y la escinden en muchas y varias partes; ya desde el principio tuvo por uno de sus principales deseos arrancar de raíz la cizaña de los execrables errores y cismas que el hombre enemigo sembró [Mt. 13, 25 ss] en estos calamitosos tiempos nuestros por encima de la doctrina de la fe, y el uso y culto de la sacrosanta Eucaristía, la que por otra parte dejó nuestro Salvador en su Iglesia como símbolo de su unidad y caridad, con la que quiso que todos los cristianos estuvieran entre sí unidos y estrechados. Así, pues, el mismo sacrosanto Concilio, al enseñar la sana y sincera doctrina acerca de este venerable y divino sacramento de la Eucaristía que siempre mantuvo y hasta el fin de los siglos conservará la Iglesia Católica, enseñada por el mismo Jesucristo Señor nuestro y amaestrada por el Espíritu Santo que día a día le inspira toda verdad [Ioh. 14, 26], prohibe a todos los fieles de Cristo que no sean en adelante osados a creer, enseñar o predicar acerca de la Eucaristía de modo distinto de como en el presente decreto está explicado y definido.

Cap. 1. De la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el santísimo sacramento de la Eucaristía

Primeramente enseña el santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa, que en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente [Can. 1] nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles. Porque no son cosas que repugnen entre si que el mismo Salvador nuestro esté siempre sentado a la diestra de Dios Padre, según su modo natural de existir, y que en muchos otros lugares esté para nosotros sacramentalmente presente en su sustancia, por aquel modo de existencia, que si bien apenas podemos expresarla con palabras, por el pensamiento, ilustrado por la fe, podemos alcanzar ser posible a Dios y debemos constantísimamente creerlo. En efecto, así todos nuestros antepasados, cuantos fueron en la verdadera Iglesia de Cristo que disertaron acerca de este santísimo sacramento, muy abiertamente profesaron que nuestro Redentor instituyó este tan admirable sacramento en la última Cena, cuando, después de la bendición del pan y del vino, con expresas y claras palabras atestiguó que daba a sus Apóstoles su propio cuerpo y su propia sangre. Estas palabras, conmemoradas por los santos Evangelistas [Mt. 26, 26 ss; Mc. 14, 22 ss; Lc. 22, 19 s] y repetidas luego por San Pablo [1 Cor. 11, 23 ss], como quiera que ostentan aquella propia y clarísima significación, según la cual han sido entendidas por los Padres, es infamia verdaderamente indignísima que algunos hombres pendencieros y perversos las desvíen a tropos ficticios e imaginarios, por los que se niega la verdad de la carne y sangre de Cristo, contra el universal sentir de la Iglesia, que, como columna y sostén de la verdad [1 Tim. 3, 15], detesto por satánicas estas invenciones excogitadas por hombres impíos, a la par que reconocía siempre con gratitud y recuerdo este excelentísimo beneficio de Cristo.

Cap. 2. Razón de la institución de este santísimo sacramento

Así, pues, nuestro Salvador, cuando estaba para salir de este mundo al Padre, instituyó este sacramento en el que vino como a derramar las riquezas de su divino amor hacia los hombres, componiendo un memorial de sus maravillas [Ps. 110, 4], y mando que al recibirlo, hiciéramos memoria de Él [1 Cor. 11, 24] y anunciáramos su muerte hasta que Él mismo venga a juzgar al mundo [1 Cor. 11, 25]. Ahora bien, quiso que este sacramento se tomara como espiritual alimento de las almas [Mt. 26, 26]) por el que se alimenten y fortalezcan [Can. 5] los que viven de la vida de Aquel que dijo: El que me come a mí, también él vivirá por mí [Ioh. 6, 58], y como antídoto por el que seamos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados mortales. Quiso también que fuera prenda de nuestra futura gloria y perpetua felicidad, y juntamente símbolo de aquel solo cuerpo, del que es Él mismo la cabeza [1 Cor. 11, 3; Eph. 5, 23] y con el que quiso que nosotros estuviéramos, como miembros, unidos por la más estrecha conexión de la fe, la esperanza y la caridad, a fin de que todos dijéramos una misma cosa y no hubiera entre nosotros escisiones [cf. 1 Cor. 1, 10].

Cap. 3. De la excelencia de la santísima Eucaristía sobre los demás sacramentos

Tiene, cierto, la santísima Eucaristía de común con los demás sacramentos "ser símbolo de una cosa sagrada y forma visible de la gracia invisible; mas se halla en ella algo de excelente y singular, a saber: que los demás sacramentos entonces tienen por vez primera virtud de santificar, cuando se hace uso de ellos; pero en la Eucaristía, antes de todo uso, está el autor mismo de la santidad [Can. 4]. Todavía, en efecto, no habían los Apóstoles recibido la Eucaristía de mano del Señor [Mt. 26, 26; Mc. 14, 22], cuando Él, sin embargo, afirmó ser verdaderamente su cuerpo lo que les ofrecía; y esta fue siempre la fe de la Iglesia de Dios: que inmediatamente después de la consagración está el verdadero cuerpo de Nuestro Señor y su verdadera sangre juntamente con su alma y divinidad bajo la apariencia del pan y del vino; ciertamente el cuerpo, bajo la apariencia del pan, y la sangre, bajo la apariencia del vino en virtud de las palabras; pero el cuerpo mismo bajo la apariencia del vino y la sangre bajo la apariencia del pan y el alma bajo ambas, en virtud de aquella natural conexión y concomitancia por la que se unen entre sí las partes de Cristo Señor que resucitó de entre los muertos para no morir más [Rom. 6, 6]; la divinidad, en fin, a causa de aquella su maravillosa unión hipostática con el alma y con el cuerpo [Can. 1 y 3]. Por lo cual es de toda verdad que lo mismo se contiene bajo una de las dos especies que bajo ambas especies. Porque Cristo, todo e íntegro, está bajo la especie del pan y bajo cualquier parte de la misma especie, y todo igualmente está bajo la especie de vino y bajo las partes de ella [Can. 3].

Cap. 4. De la Transustanciación

Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia de pan [Mt. 26, 26 ss; Mc. 14, 22 ss; Lc. 22, 19 s; 1 Cor. 11, 24 ss]; de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión y ahora nuevamente lo declara en este santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia Católica [Can. 2].

Cap. 5. Del culto y veneración que debe tributarse a este santísimo sacramento

No queda, pues, ningún lugar a duda de que, conforme a la costumbre recibida de siempre en la Iglesia Católica, todos los fieles de Cristo en su veneración a este santísimo sacramento deben tributarle aquel culto de latría que se debe al verdadero Dios [Can. 6]. Porque no es razón para que se le deba adorar menos, el hecho de que fue por Cristo Señor instituído para ser recibido [Mt. 26, 26 ss]. Porque aquel mismo Dios creemos que está en él presente, a quien al introducirle el Padre eterno en el orbe de la tierra dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios [Hebr 1, 6; según Ps. 96, 7]; a quien los Magos, postrándose le adoraron [cf. Mt. 2, 11], a quien, en fin, la Escritura atestigua [cf. Mt. 28, 17] que le adoraron los Apóstoles en Galilea. Declara además el santo Concilio que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos. Justísima cosa es, en efecto, que haya estatuídos algunos días sagrados en que los cristianos todos, por singular y extraordinaria muestra, atestigüen su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de su muerte. Y así ciertamente convino que la verdad victoriosa celebrara su triunfo sobre la mentira y la herejía, a fin de que sus enemigos, puestos a la vista de tanto esplendor y entre tanta alegría de la Iglesia universal, o se consuman debilitados y quebrantados, o cubiertos de vergüenza y confundidos se arrepientan un día.

Cap. 6. Que se ha de reservar el santísimo sacramento de la Eucaristía y llevarlo a los enfermos

La costumbre de reservar en el sagrario la santa Eucaristía es tan antigua que la conoció ya el siglo del Concilio de Nicea. Además, que la misma Sagrada Eucaristía sea llevada a los enfermos, y sea diligentemente conservada en las Iglesias para este uso, aparte ser cosa que dice con la suma equidad y razón, se halla también mandado en muchos Concilios y ha sido guardado por vetustísima costumbre de la Iglesia Católica. Por lo cual este santo Concilio establece que se mantenga absolutamente esta saludable y necesaria costumbre [Can. 7].

Cap. 7. De la preparación que debe llevarse, para recibir dignamente la santa Eucaristía

Si no es decente que nadie se acerque a función alguna sagrada, sino santamente; ciertamente, cuanto más averiguada está para el varón cristiano la santidad y divinidad de este celestial sacramento, con tanta más diligencia debe evitar acercarse a recibirlo sin grande reverencia y santidad [Can. 11], señaladamente leyendo en el Apóstol aquellas tremendas palabras: El que come y bebe indignamente, come y bebe su propio juicio, al no discernir el cuerpo del Señor [1 Col. 11, 28]. Por lo cual, al que quiere comulgar hay que traerle a la memoria el precepto suyo: Mas pruébese a sí mismo el hombre [1 Cor. 11, 28]. Ahora bien, la costumbre de la Iglesia declara ser necesaria aquella prueba por la que nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental. Lo cual este santo Concilio decretó que perpetuamente debe guardarse aun por parte de aquellos sacerdotes a quienes incumbe celebrar por obligación, a condición de que no les falte facilidad de confesor. Y si, por urgir la necesidad, el sacerdote celebrare sin previa confesión, confiésese cuanto antes [v. 1138 s].

Cap. 8. Del uso de este admirable Sacramento

En cuanto al uso, empero, recta y sabiamente distinguieron nuestros Padres tres modos de recibir este santo sacramento. En efecto, enseñaron que algunos sólo lo reciben sacramentalmente, como los pecadores; otros, sólo espiritualmente, a saber, aquellos que comiendo con el deseo aquel celeste Pan eucarístico experimentan su fruto y provecho por la fe viva, que obra por la caridad [Gal. 5, 6]; los terceros, en fin, sacramental a par que espiritualmente [Can. 8]; y éstos son los que de tal modo se prueban y preparan, que se acercan a esta divina mesa vestidos de la vestidura nupcial [Mt. 22, 11 ss]. Ahora bien, en la recepción sacramental fue siempre costumbre en la Iglesia de Dios, que los laicos tomen la comunión de manos de los sacerdotes y que los sacerdotes celebrantes se comulguen a sí mismos [Can. 10]; costumbre, que, por venir de la tradición apostólica, con todo derecho y razón debe ser mantenida.

Y, finalmente, con paternal afecto amonesta el santo Concilio, exhorta, ruega y suplica, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios [Luc. 1, 78] que todos y cada uno de los que llevan el nombre cristiano convengan y concuerden ya por fin una vez en este "signo de unidad, en este vínculo de la caridad"; en este símbolo de concordia, y, acordándose de tan grande majestad y de tan eximio amor de Jesucristo nuestro Señor que entregó su propia vida por precio de nuestra salud y nos dio su carne para comer [Ioh. 6, 48 ss], crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y de su sangre con tal constancia y firmeza de fe, con tal devoción de alma, con tal piedad y culto, que puedan recibir frecuentemente aquel pan sobresustancial [Mt. 6, 11] y ése sea para ellos vida de su alma y salud perpetua de su mente, con cuya fuerza confortados [3 Rg. 19, 18], puedan llegar desde el camino de esta mísera peregrinación a la patria celestial, para comer sin velo alguno el mismo pan de los ángeles [Ps. 77, 25] que ahora comen bajo los velos sagrados.

Mas porque no basta decir la verdad, si no se descubren y refutan los errores; plugo al santo Concilio añadir los siguientes cánones, a fin de que todos, reconocida ya la doctrina católica, entiendan también qué herejías deben ser por ellos precavidas y evitadas.

Cánones sobre el santísimo sacramento de la Eucaristía

Can. 1. Si alguno negare que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende. Cristo entero; sino que dijere que sólo está en él como en señal y figura o por su eficacia, sea anatema [cf. 874 y 876].

Can. 2. Si alguno dijere que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía permanece la sustancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y negare aquella maravillosa y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre, permaneciendo sólo las especies de pan y vino; conversión que la Iglesia Católica aptísimamente llama transustanciación, sea anatema [cf. 877].

Can. 3. Si alguno negare que en el venerable sacramento de la Eucaristía se contiene Cristo entero bajo cada una de las especies y bajo cada una de las partes de cualquiera de las especies hecha la separación, sea anatema [cf. 876].

Can. 4. Si alguno dijere que, acabada la consagración, no está el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacramento de la Eucaristía, sino sólo en el uso, al ser recibido, pero no antes o después, y que en las hostias o partículas consagradas que sobran o se reservan después de la comunión, no permanece el verdadero cuerpo del Señor, sea anatema [cf. 876].

Can. 5. Si alguno dijere o que el fruto principal de la santísima Eucaristía es la remisión de los pecados o que de ella no provienen otros efectos, sea anatema [cf. 875].

Can. 6. Si alguno dijere que en el santísimo sacramento de la Eucaristía no se debe adorar con culto de latría, aun externo, a Cristo, Hijo de Dios unigénito, y que por tanto no se le debe venerar con peculiar celebración de fiesta ni llevándosele solemnemente en procesión, según laudable y universal rito y costumbre de la santa Iglesia, o que no debe ser públicamente expuesto para ser adorado, y que sus adoradores son idólatras, sea anatema [cf. 878].

Can. 7. Si alguno dijere que no es lícito reservar la Sagrada Eucaristía en el sagrario, sino que debe ser necesariamente distribuída a los asistentes inmediatamente después de la consagración; o que no es lícito llevarla honoríficamente a los enfermos, sea anatema [cf. 879].

Can. 8. Si alguno dijere que Cristo, ofrecido en la Eucaristía, sólo espiritualmente es comido, y no también sacramental y realmente, sea anatema [cf. 881].

Can. 9. Si alguno negare que todos y cada uno de los fieles de Cristo, de ambos sexos, al llegar a los años de discreción, están obligados a comulgar todos los años, por lo menos en Pascua, según el precepto de la santa madre Iglesia, sea anatema [cf. 487].

Can. 10. Si alguno dijere que no es lícito al sacerdote celebrante comulgarse a si mismo, sea anatema [cf. 881].

Can. 11. Si alguno dijere que la sola fe es preparación suficiente para recibir el sacramento de la santísima Eucaristía, sea anatema. Y para que tan grande sacramento no sea recibido indignamente y, por ende, para muerte y condenación, el mismo santo Concilio establece y declara que aquellos a quienes grave la conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se consideren, deben necesariamente hacer previa confesión sacramental, habida facilidad de confesar. Mas si alguno pretendiere enseñar, predicar o pertinazmente afirmar, o también públicamente disputando defender lo contrario, por el mismo hecho quede excomulgado [cf. 880].

SESION XIV (25 de noviembre de 1551)

Doctrina sobre el sacramento de la penitencia

El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legado y nuncios de la Santa Sede Apostólica: Si bien en el decreto sobre la justificación [v. 807 y 839], a causa del parentesco de las materias, hubo de interponerse por cierta necesaria razón más de una declaración acerca del sacramento de la penitencia; tan grande, sin embargo, es la muchedumbre de los diversos errores acerca de él en esta nuestra edad, que no ha de traer poca utilidad pública proponer una más exacta y más plena definición acerca del mismo, en la que, puestos patentes y arrancados con auxilio del Espíritu Santo todos los errores, quede clara y luminosa la verdad católica. Y ésta es la que este santo Concilio propone ahora para ser perpetuamente guardada por todos los cristianos.

Cap. 1. De la necesidad e institución del sacramento de la penitencia

Si en los regenerados todos se diera tal gratitud para con Dios, que guardaran constantemente la justicia recibida en el bautismo por beneficio y gracia suya, no hubiera sido necesario instituir otro sacramento distinto del mismo bautismo para la remisión de los pecados [Can 2]. Mas como Dios, que es rico en misericordia [Eph, 2, 4], sabe bien de qué barro hemos sido hechos [Ps. 102, 14], procuró también un remedio de vida para aquellos que después del bautismo se hubiesen entregado a la servidumbre del pecado y al poder del demonio, a saber, el sacramento de la penitencia [Can. 1], por el que se aplica a los caídos después del bautismo el beneficio de la muerte de Cristo. En todo tiempo, la penitencia para alcanzar la gracia y la justicia fue ciertamente necesaria a todos los hombres que se hubieran manchado con algún pecado mortal, aun a aquellos que hubieran pedido ser lavados por el sacramento del bautismo, a fin de que, rechazada y enmendada la perversidad, detestaran tamaña ofensa de Dios con odio del pecado y dolor de su alma De ahí que diga el Profeta: Convertíos y haced penitencia de todas vuestras iniquidades, y la iniquidad no se convertirá en ruina para vosotros [Ez. 18, 30]. Y el Señor dijo también: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis de la misma manera [Luc. 18, 3]. Y el príncipe de los Apóstoles Pedro, encareciendo la penitencia a los pecadores que iban a ser iniciados por el bautismo, decía: Haced penitencia, y bautícese cada uno de vosotros [Act. 2, 38]. Ahora bien, ni antes del advenimiento de Cristo era sacramento la penitencia, ni después de su advenimiento lo es para nadie antes del bautismo. El Señor, empero, entonces principalmente instituyó el sacramento de la penitencia, cuando, resucitado de entre los muertos, insufló en sus discípulos diciendo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados, y a quienes se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 22 s]. Por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados, para reconciliar a los fieles caídos después del bautismo [Can. 3], y con grande razón la Iglesia Católica reprobó y consideró como herejes a los novacianos, que antaño negaban pertinazmente el poder de perdonar los pecados. Por ello, este santo Concilio, aprobando v recibiendo como muy verdadero este sentido de aquellas palabras del Señor, condena las imaginarias interpretaciones de aquellos que, contra la institución de este sacramento, falsamente las desvían hacia la potestad de predicar la palabra de Dios y de anunciar el Evangelio de Cristo.

Cap. 2. De la diferencia entre el sacramento del bautismo y el de la penitencia

Por lo demás, por muchas razones se ve que este sacramento se diferencia del bautismo [Can. 2]. Porque, aparte de que la materia y la forma, que constituyen la esencia del sacramento, están a larguísima distancia; consta ciertamente que el ministro del bautismo no tiene que ser juez, como quiera que la Iglesia en nadie ejerce juicio, que no haya antes entrado en ella misma por la puerta del bautismo. Porque ¿qué se me da a mí dice el Apóstol de juzgar a los que están fuera? [1 Cor. 5, 12]. Otra cosa es de los domésticos de la fe, a los que Cristo Señor, por el lavatorio del bautismo, los hizo una vez miembros de su cuerpo [1 Cor. 12, 13]. Porque éstos, si después se contaminaren con algún pecado, no quiso qué fueran lavados con la repetición del bautismo, como quiera que por ninguna razón sea ello lícito en la Iglesia Católica, sino que se presentaran como reos antes este tribunal, para que pudieran librarse de sus pecados por sentencia de los sacerdotes, no una vez, sino cuantas veces acudieran a él arrepentidos de los pecados cometidos; uno es además el fruto del bautismo, y otro el de la penitencia. Por el bautismo, en efecto, al revestirnos de Cristo [Gal. 3, 27], nos hacemos en Él una criatura totalmente nueva, consiguiendo plena y entera remisión de todos nuestros pecados; mas por el sacramento de la penitencia no podemos en manera alguna llegar a esta renovación e integridad sin grandes llantos y trabajos de nuestra parte, por exigirlo así la divina justicia, de suerte que con razón fue definida la penitencia por los santos Padres como "cierto bautismo trabajoso". Ahora bien, para los caídos después del bautismo, es este sacramento de la penitencia tan necesario, como el mismo bautismo para los aún no regenerados [Can. 6].

Cap. 3. De las partes y fruto de esta penitencia

Enseña además el santo Concilio que la forma del sacramento de la penitencia, en que está principalmente puesta su virtud, consiste en aquellas palabras del ministro: Yo te absuelvo, etc., a las que ciertamente se añaden laudablemente por costumbre de la santa Iglesia algunas preces, que no afectan en manera alguna a la esencia de la forma misma ni son necesarias para la administración del sacramento mismo. Y son cuasi materia de este sacramento, los actos del mismo penitente, a saber, la contrición, confesión y satisfacción [Can. 4]; actos que en cuanto por institución de Dios se requieren en el penitente para la integridad del sacramento y la plena y perfecta remisión de los pecados, por esta razón se dicen partes de la penitencia. Y a la verdad, la realidad y efecto de este sacramento, por lo que toca a su virtud y eficacia, es la reconciliación con Dios, a la que algunas veces, en los varones piadosos y los que con devoción reciben este sacramento, suele seguirse la paz y serenidad de la conciencia con vehemente consolación del espíritu. Y al enseñar esto el santo Concilio acerca de las partes y efecto de este sacramento, juntamente condena las sentencias de aquellos que porfían que las partes de la penitencia son los terrores que agitan la conciencia, y la fe [Can. 4].

Cap. 4. De la contrición

La contrición, que ocupa el primer lugar entre los mencionados actos del penitente, es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante. Ahora bien, este movimiento de contrición fue en todo tiempo necesario para impetrar el perdón de los pecados, y en el hombre caído después del bautismo, sólo prepara para la remisión de los pecados si va junto con la confianza en la divina misericordia y con el deseo de cumplir todo lo demás que se requiere para recibir debidamente este sacramento. Declara, pues, el santo Concilio que esta contrición no sólo contiene en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja, conforme a aquello: Arrojad de vosotros todas vuestras iniquidades, en que habéis prevaricado y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo [Ez. 18, 31]. Y cierto, quien considerare aquellos clamores de los santos: Contra ti solo he pecado, y delante de ti solo he hecho el mal [Ps. 50, 6]; trabajé en mi gemido; lavaré todas las noches mi lecho [Ps. 6, 7]; repasaré ante ti todos mis años en la amargura de mi alma [Is. 38, 15], y otros a este tenor, fácilmente entenderá que brotaron de un vehemente aborrecimiento de la vida pasada y de muy grande detestación de los pecados.

Enseña además el santo Concilio que, aun cuando alguna vez acontezca que esta contrición sea perfecta por la caridad y reconcilie el hombre con Dios antes de que de hecho se reciba este sacramento; no debe, sin embargo, atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin el deseo del sacramento, que en ella se incluye. Y declara también que aquella contrición imperfecta [Can. 5], que se llama atrición, porque comúnmente se concibe por la consideración de la fealdad del pecado y temor del infierno y sus penas, si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre hipócrita y más pecador, sino que es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, que todavía no inhabita, sino que mueve solamente, y con cuya ayuda se prepara el penitente el camino para la justicia. Y aunque sin el sacramento de la penitencia no pueda por sí misma llevar al pecador a la justificación; sin embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el sacramento de la penitencia. Con este temor, en efecto, provechosamente sacudidos los ninivitas ante la predicación de Jonás, llena de terrores, hicieron penitencia y alcanzaron misericordia del Señor [cf. Ion. 3]. Por eso, falsamente calumnian algunos a los escritores católicos como si enseñaran que el sacramento de la penitencia produce la gracia sin el buen movimiento de los que lo reciben, cosa que jamás enseñó ni sintió la Iglesia de Dios. Y enseñan también falsamente que la contrición es violenta y forzada y no libre y voluntaria [Can. 5].

Cap. 5. De la confesión

De la institución del sacramento de la penitencia ya explicada, entendió siempre la Iglesia universal que fue también instituída por el Señor la confesión íntegra de los pecados [Iac. 5, 16; 1 Ioh. 1, 9; Lc. 17, 14], y que es por derecho divino necesaria a todos los caídos después del bautismo [Can. 7], porque nuestro Señor Jesucristo, estando para subir de la tierra a los cielos, dejó por vicarios suyos [Mt. 16, 19; 18, 18; Ioh. 20, 23] a los sacerdotes, como presidentes y jueces, ante quienes se acusen todos los pecados mortales en que hubieren caído los fieles de Cristo, y quienes por la potestad de las llaves, pronuncien la sentencia de remisión o retención de los pecados.

Consta, en efecto, que los sacerdotes no hubieran podido ejercer este juicio sin conocer la causa, ni guardar la equidad en la imposición de las penas, si los fieles declararan sus pecados sólo en general y no en especie y uno por uno. De aquí se colige que es necesario que los penitentes refieran en la confesión todos los pecados mortales de que tienen conciencia después de diligente examen de si mismos, aun cuando sean los más ocultos y cometidos solamente contra los dos últimos preceptos del decálogo [Ex. 29, 17; Mt. 5, 28], los cuales a veces hieren más gravemente al alma y son más peligrosos que los que se cometen abiertamente. Porque los veniales, por los que no somos excluídos de la gracia de Dios y en los que con más frecuencia nos deslizamos, aun cuando, recta y provechosamente y lejos de toda presunción, puedan decirse en la confesión [Can. 7], como lo demuestra la practica de los hombres piadosos; pueden, sin embargo, callarse sin culpa y ser por otros medios expiados. Mas, como todos los pecados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres hijos de ira [Eph. 2, 3] y enemigos de Dios, es indispensable pedir también de todos perdón a Dios con clara y verecunda confesión. Así, pues, al esforzarse los fieles por confesar todos los pecados que les vienen a la memoria, sin duda alguna todos los exponen a la divina misericordia, para que les sean perdonados [Can. 7]. Mas los que de otro modo obran y se retienen a sabiendas algunos, nada ponen delante a la divina bondad para que les sea remitido por ministerio del sacerdote. "Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora". Colígese además que deben también explicarse en la confesión aquellas circunstancias que mudan la especie del pecado [Can. 7], como quiera que sin ellas ni los penitentes expondrían integramente sus pecados ni estarían éstos patentes a los jueces, y seria imposible que pudieran juzgar rectamente de la gravedad de los crímenes e imponer por ellos a los penitentes la pena que conviene. De ahí que es ajeno a la razón enseñar que estas circunstancias fueron excogitadas por hombres ociosos, o que sólo hay obligación de confesar una circunstancia, a saber, la de haber pecado contra un hermano.

Mas también es impío decir que es imposible la confesión que así se manda hacer, o llamarla carnicería de las conciencias; consta, en efecto, que ninguna otra cosa se exige de los penitentes en la Iglesia, sino que, después que cada uno se hubiera diligentemente examinado y hubiere explorado todos los senos y escondrijos de su conciencia, confiese aquellos pecados con que se acuerde haber mortalmente ofendido a su Dios y Señor; mas los restantes pecados, que, con diligente reflexión, no se le ocurren, se entiende que están incluídos de modo general en la misma confesión, y por ellos decimos fielmente con el Profeta: De mis pecados ocultos limpiame, Señor [Ps. 18, 13]. Ahora bien, la dificultad misma de semejante confesión y la vergüenza de descubrir los pecados, pudiera ciertamente parecer grave, si no estuviera aliviada por tantas y tan grandes ventajas y consuelos que con toda certeza se confieren por la absolución a todos los que dignamente se acercan a este sacramento.

Por lo demás, en cuanto al modo de confesarse secretamente con solo el sacerdote, si bien Cristo no vedó que pueda alguno confesar públicamente sus delitos en venganza de sus culpas y propia humillación, ora para ejemplo de los demás, ora para edificación de la Iglesia ofendida; sin embargo, no está eso mandado por precepto divino ni sería bastante prudente que por ley humana alguna se mandara que los delitos, mayormente los secretos, hayan de ser por pública confesión manifestados [Can. 6]. De aquí que habiendo sido siempre recomendada por aquellos santísimos y antiquísimos Padres, con grande y unánime sentir, la confesión secreta sacramental de que usó desde el principio la santa Iglesia y ahora también usa, manifiestamente se rechaza la vana calumnia de aquellos que no tienen rubor de enseñar sea ella ajena al mandamiento divino y un invento humano y que tuvo su principio en los Padres congregados en el Concilio de Letrán [Can. 8]. Porque no estableció la Iglesia por el Concilio de Letrán que los fieles se confesaran, cosa que entendía ser necesaria e instituída por derecho divino, sino que el precepto de la confesión había de cumplirse por todos y cada uno por lo menos una vez al año, al llegar a la edad de la discreción. De ahí que ya en toda la Iglesia, con grande fruto de las almas, se observa la saludable costumbre de confesarse en el sagrado y señaladamente aceptable tiempo de cuaresma; costumbre que este santo Concilio particularmente aprueba y abraza como piadosa y que debe con razón ser mantenida [Can. 8 ¡ v. 437 s].

Cap. 6. Del ministro de este sacramento y de la absolución

Acerca del ministro de este sacramento declara el santo Concilio que son falsas y totalmente ajenas a la verdad del Evangelio todas aquellas doctrinas que perniciosamente extienden el ministerio de las llaves a otros que a los obispos y sacerdotes [Can. 10], por pensar que las palabras del Señor: Cuanto atareis sobre la tierra, será también atado en el cielo, y cuanto desatareis sobre la tierra será también, desatado en el cielo [Mt. 18, 18], y: A los que perdonareis los pecados, les son perdonados, y a los que se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 23], de tal modo fueron dichas indiferente y promiscuamente para todos los fieles de Cristo contra la institución de este sacramento, que cualquiera tiene poder de remitir los pecados, los públicos por medio de la corrección, si el corregido da su aquiescencia; los secretos, por espontánea confesión hecha a cualquiera. Enseña también, que aun los sacerdotes que están en pecado mortal, ejercen como ministros de Cristo la función de remitir los pecados por la virtud del Espíritu Santo, conferida en la ordenación, y que sienten equivocadamente quienes pretenden que en los malos sacerdotes no se da esta potestad. Mas, aun cuando la absolución del sacerdote es dispensación de ajeno beneficio, no es, sin embargo, solamente el mero ministerio de anunciar el Evangelio o de declarar que los pecados están perdonados; sino a modo de acto judicial, por el que él mismo, como juez, pronuncia la sentencia (Can. 9]. Y, por tanto, no debe el penitente hasta tal punto lisonjearse de su propia fe que, aun cuando no tuviere contrición alguna, o falte al sacerdote intención de obrar seriamente y de absolverle verdaderamente; piense, sin embargo, que por su sola fe está verdaderamente y delante de Dios absuelto. Porque ni la fe sin la penitencia otorgaría remisión alguna de los pecados, ni otra cosa sería sino negligentísimo de su salvación quien, sabiendo que el sacerdote le absuelve en broma, no buscara diligentemente otro que obrara en serio.

Cap. 7. De la reserva de casos

Como quiera, pues, que la naturaleza y razón del juicio reclama que la sentencia sólo se dé sobre los súbditos, la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión y este Concilio confirma ser cosa muy verdadera que no debe ser de ningún valor la absolución que da el sacerdote sobre quien no tenga jurisdicción ordinaria o subdelegada. Ahora bien, a nuestros Padres santísimos pareció ser cosa que interesa en gran manera a la disciplina del pueblo cristiano, que determinados crímenes, particularmente atroces y graves, fueran absueltos no por cualesquiera, sino sólo por los sumos sacerdotes. De ahí que los Pontífices Máximos, de acuerdo con la suprema potestad que les ha sido confiada en la Iglesia universal, con razón pudieron reservar a su juicio particular algunas causas de crímenes más graves. Ni debiera tampoco dudarse, siendo así que todo lo que es de Dios es ordenado, que esto mismo es lícito a los obispos, a cada uno en su diócesis, para edificación, no para destrucción [2 Cor. 13, 10], según la autoridad que sobre sus súbditos les ha sido confiada por encima de los demás sacerdotes inferiores, particularmente acerca de aquellos pecados, a los que va aneja censura de excomunión. Ahora bien, está en armonía con la divina autoridad que esta reserva de pecados, no sólo tenga fuerza en el fuero externo, sino también delante de Dios [Can. 11]. Muy piadosamente, sin embargo, a fin de que nadie perezca por esta ocasión, se guardó siempre en la Iglesia de Dios que ninguna reserva exista en el artículo de la muerte, y, por tanto, todos los sacerdotes pueden absolver a cualesquiera penitentes de cualesquiera pecados y censuras. Fuera de ese artículo, los sacerdotes, como nada pueden en los casos reservados, esfuércense sólo en persuadir a los penitentes a que acudan por el beneficio de la absolución a los jueces superiores y legítimos.

Cap. 8. De la necesidad y fruto de la satisfacción

Finalmente, acerca de la satisfacción que, al modo que en todo tiempo fue encarecida por nuestros Padres al pueblo cristiano, así es ella particularmente combatida en nuestros días, so capa de piedad, por aquellos que tienen apariencia de piedad, pero han negado la virtud de ella [2 Tim. 3, 5], el Concilio declara ser absolutamente falso y ajeno a la palabra de Dios que el Señor jamás perdona la culpa sin perdonar también toda la pena [Can. 12 y 15]. Porque se hallan en las Divinas Letras claros e ilustres ejemplos [cf. Gen, 3, 16 ss; Num. 12, 14 s; 20, 11 s; 2 Reg. 12, 13 s, etc.], por los que, aparte la divina tradición, de la manera más evidente se refuta victoriosamente este error. A la verdad, aun la razón de la divina justicia parece exigir que de un modo sean por Él recibidos a la gracia los que antes del bautismo delinquieron por ignorancia; y de otro, los que una vez liberados de la servidumbre del demonio y del pecado y después de recibir el don del Espíritu Santo, no temieron violar a sabiendas el templo de Dios [1 Cor. 3, 17] y contristar al Espíritu Santo [Eph. 4, 30]. Y dice por otra parte con la divina clemencia que no se nos perdonen los pecados sin algún género de satisfacción, de suerte que, venida la ocasión [Rom. 7, 8], teniendo por ligeros los pecados, como injuriando y deshonrando al Espíritu Santo [Hebr. 10, 29], nos deslicemos a otros más graves, atesorándonos ira para el día de la ira [Rom. 2, 5; Iac. 5, 3]. Porque no hay duda que estas penas satisfactorias retraen en gran manera del pecado y sujetan como un freno y hacen a los penitentes más cautos y vigilantes para adelante; remedian también las reliquias de los pecados y quitan con las contrarias acciones de las virtudes los malos hábitos contraídos con el mal vivir. Ni realmente se tuvo jamás en la Santa Iglesia de Dios por más seguro camino para apartar el castigo inminente del Señor, que el frecuentar los hombres con verdadero dolor de su alma estas mismas obras de penitencia [Mt. 3, 28; 4, 17; 11, 21, etc.]. Añádase a esto que al padecer en satisfacción por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que por ellos satisfizo [Rom. 5, 10; 1 Ioh. 2, 1 s] y de quien viene toda nuestra suficiencia [2 Cor. 3, 5], por donde tenemos también una prenda certísima de que, si juntamente con Él padecemos, juntamente también seremos glorificados [cf Rom. 8, 17]. A la verdad, tampoco es esta satisfacción que pagamos por nuestros pecados, de tal suerte nuestra, que no sea por medio de Cristo Jesús; porque quienes, por nosotros mismos, nada podemos, todo lo podemos con la ayuda de Aquel que nos conforta [cf. Phil. 4, 13]. Así no tiene el hombre de qué gloriarse; sino que toda nuestra gloria está en Cristo [cf. 1 Cor. 1, 31; 2 Cor. 2,17; Gal. 6, 14], en el que vivimos, en el que nos movemos [cf. Act. 17, 28], en el que satisfacemos, haciendo frutos dignos de penitencia [cf. Lc. 3, 8], que de Él tienen su fuerza, por Él son ofrecidos al Padre, y por medio de Él son por el Padre aceptados [Can. 13 s].

Deben, pues, los sacerdotes del Señor, en cuanto su espíritu y prudencia se lo sugiera, según la calidad de las culpas y la posibilidad de los penitentes, imponer convenientes y saludables penitencias, no sea que, cerrando los ojos a los pecados y obrando con demasiada indulgencia con los penitentes, se hagan partícipes de los pecados ajenos [cf. 1 Tim. 5, 22], al imponer ciertas ligerísimas obras por gravísimos delitos. Y tengan ante sus ojos que la satisfacción que impongan, no sea sólo para guarda de la nueva vida y medicina de la enfermedad, sino también en venganza y castigo de los pecados pasados; porque es cosa que hasta los antiguos Padres creen y enseñan, que las llaves de los sacerdotes no fueron concedidas sólo para desatar, sino para atar también [cf. Mt. 16, 19; 18, 18; Ioh. 20, 23; Can. 15]. Y por ello no pensaron que el sacramento de la penitencia es el fuero de la ira o de los castigos; como ningún católico sintió jamás que por estas satisfacciones nuestras quede oscurecida o en parte alguna disminuída la virtud del merecimiento y satisfacción de nuestro Señor Jesucristo; al querer así entenderlo los innovadores, de tal suerte enseñan que la mejor penitencia es la nueva vida, que suprimen toda la fuerza de la satisfacción y su práctica [Can. 13].

Can. 9. De las obras de satisfacción

Enseña además [el santo Concilio] que es tan grande la largueza de la munificencia divina, que podemos satisfacer ante Dios Padre por medio de Jesucristo, no sólo con las penas espontáneamente tomadas por nosotros para vengar el pecado o por las impuestas al arbitrio del sacerdote según la medida de la culpa, sino también (lo que es máxima prueba de su amor) por los azotes temporales que Dios nos inflige, y nosotros pacientemente sufrimos [Can. 13].

Doctrina sobre el sacramento de la extremaunción

Mas ha parecido al santo Concilio añadir a la precedente doctrina acerca [del sacramento] de la penitencia lo que sigue sobre el sacramento de la extremaunción, que ha sido estimado por los Padres como consumativo no sólo de la penitencia, sino también de toda la vida cristiana que debe ser perpetua penitencia. En primer lugar, pues, acerca de su institución declara y enseña que nuestro clementísimo Redentor que quiso que sus siervos estuvieran en cualquier tiempo provistos de saludables remedios contra todos los tiros de todos sus enemigos; al modo que en los otros sacramentos preparó máximos auxilios con que los cristianos pudieran conservarse, durante su vida, íntegros contra todo grave mal del espíritu; así por el sacramento de la extremaunción, fortaleció el fin de la vida como de una firmísima fortaleza [can. 1]. Porque, si bien nuestro adversario, durante toda la vida busca y capta ocasiones, para poder de un modo u otro devorar nuestras almas [cf. 1 Petr. 5, 8]; ningún tiempo hay, sin embargo, en que con más vehemencia intensifique toda la fuerza de su astucia para perdernos totalmente, y derribarnos, si pudiera, de la confianza en la divina misericordia, como al ver que es inminente el término de la vida.

Cap. 1. De la institución del sacramento de la extremaunción

Ahora bien, esta sagrada unción de los enfermos fue instituída como verdadero y propio sacramento del Nuevo Testamento por Cristo Nuestro Señor, insinuado ciertamente en Marcos [Mc. 6, 13] y recomendado y promulgado a los fieles por Santiago Apóstol y hermano del Señor [can. 1]. ¿Está dice alguno enfermo entre vosotros? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo y le aliviará el Señor; y si estuviere en pecados, se le perdonarán [Iac. 5, 14 s]. Por estas palabras, la Iglesia, tal como aprendió por tradición apostólica de mano en mano transmitida, enseña la materia, la forma, el ministro propio y el efecto de este saludable sacramento. Entendió, en efecto, la Iglesia que la materia es el óleo bendecido por el obispo; porque la unción representa de la manera más apta la gracia del Espíritu Santo, por la que invisiblemente es ungida el alma del enfermo; la forma después entendió ser aquellas palabras: Por esta unción, etc.

Cap. 2. Del efecto de este sacramento

Ahora bien, la realidad y el efecto de este sacramento se explican por las palabras: Y la oración de la fe salvará al enfermo y le aliviará el Señor; y si estuviere en pecados, se le perdonarán [Iac. 5, 15]. Porque esta realidad es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción limpia las culpas, si alguna queda aún para expiar, y las reliquias del pecado, y alivia y fortalece el alma del enfermo [Can. 2], excitando en él una grande confianza en la divina misericordia, por la que, animado el enfermo, soporta con más facilidad las incomodidades y trabajos de la enfermedad, resiste mejor a las tentaciones del demonio que acecha a su calcañar [Gen. 3, 15] y a veces, cuando conviniere a la salvación del alma, recobra la salud del cuerpo.

Cap. 3. Del ministro y del tiempo en que debe darse este sacramento

Pues ya, por lo que atañe a la determinación de aquellos que deben recibir y administrar este sacramento, tampoco nos fue oscuramente trasmitido en dichas palabras. Porque no sólo se manifiesta allí que los propios ministros de este sacramento son los presbíteros de la Iglesia [Can. 4], por cuyo nombre en este pasaje no han de entenderse los más viejos en edad o los principales del pueblo, sino o los obispos o los sacerdotes legítimamente ordenados por ellos, por medio de la imposición de las manos del presbiterio [1 Tim. 4, 14; Can. 4]; sino que se declara también que esta unción debe administrarse a los enfermos, pero señaladamente a aquellos que yacen en tan peligroso estado que parezca están puestos en el término de la vida; razón por la que se le llama también sacramento de moribundos. Y si los enfermos, después de recibida esta unción, convalecieren, otra vez podrán ser ayudados por el auxilio de este sacramento, al caer en otro semejante peligro de la vida. Por eso, de ninguna manera deben ser oídos los que se enseñan, contra tan clara y diáfana sentencia de Santiago Apóstol [Iac., 5, 14], que esta unción o es un invento humano o un rito aceptado por los Padres, que no tiene ni el mandato de Dios ni la promesa de su gracia [Can. 1]; ni tampoco los que afirman que ha cesado ya, como si hubiera de ser referida solamente a la gracia de curaciones en la primitiva Iglesia; ni los que dicen que el rito que observa la santa Iglesia Romana en la administración de este sacramento repugna a la sentencia de Santiago Apóstol y que debe, por ende, cambiarse por otro; ni, en fin, los que afirman que esta extremaunción puede sin pecado ser despreciada por los fieles [Can. 3]. Porque todo esto pugna de la manera más evidente con las palabras claras de tan grande Apóstol. Ni, a la verdad, la Iglesia Romana, que es madre y maestra de todas las demás, otra cosa observa en la administración de esta unción, en cuanto a lo que constituye la sustancia de este sacramento, que lo que el bienaventurado Santiago prescribió; ni realmente pudiera darse el desprecio de tan grande sacramento sin pecado muy grande e injuria del mismo Espíritu Santo.

Esto es lo que acerca de los sacramentos de la penitencia y de la extremaunción profesa y enseña este santo Concilio ecuménico y propone a todos los fieles de Cristo para ser creído y mantenido. Y manda que inviolablemente se guarden los siguientes cánones y perpetuamente condena y anatematiza a los que afirmen lo contrario.

Cánones sobre el sacramento de la penitencia

Can. 1. Si alguno dijere que la penitencia en la Iglesia Católica no es verdadera y propiamente sacramento, instituído por Cristo Señor nuestro para reconciliar con Dios mismo a los fieles, cuantas veces caen en pecado después del bautismo, sea anatema [cf. 894].

Can. 2. Si alguno, confundiendo los sacramentos, dijere que el mismo bautismo es el sacramento de la penitencia, como si estos dos sacramentos no fueran distintos y que, por ende, no se llama rectamente la penitencia "segunda tabla después del naufragio", sea anatema [cf. 894].

Can. 3. Si alguno dijere que las palabras del Señor Salvador nuestro: Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 22 s], no han de entenderse del poder de remitir y retener los pecados en el sacramento de la penitencia, como la Iglesia Católica lo entendió siempre desde el principio, sino que las torciere, contra la institución de este sacramento, a la autoridad de predicar el Evangelio, sea anatema [cf. 894].

Can. 4. Si alguno negare que para la entera y perfecta remisión de los pecados se requieren tres actos en el penitente, a manera de materia del sacramento de la penitencia, a saber: contrición, confesión y satisfacción, que se llaman las tres partes de la penitencia; o dijere que sólo hay dos partes de la penitencia, a saber, los terrores que agitan la conciencia, conocido el pecado, y la fe concebida del Evangelio o de la absolución, por la que uno cree que sus pecados le son perdonados por causa de Cristo, sea anatema [cf. 896].

Can. 5. Si alguno dijere que la contrición que se procura por el examen, recuento y detestación de los pecados, por la que se repasan los propios años en amargura del alma [Is. 38, 16], ponderando la gravedad de sus pecados, su muchedumbre y fealdad, la pérdida de la eterna bienaventuranza y el merecimiento de la eterna condenación, junto con el propósito de vida mejor, rio es verdadero y provechoso dolor, ni prepara a la gracia, sino que hace al hombre hipócrita y más pecador; en fin, que aquella contrición es dolor violentamente arrancado y no libre y voluntario, sea anatema [cf. 898].

Can. 6. Si alguno dijere que la confesión sacramental o no fue instituida no es necesaria para la salvación por derecho divino; o dijere que el modo de confesarse secretamente con solo el sacerdote, que la Iglesia Católica observó siempre desde el principio y sigue observando, es ajeno a la institución y mandato de Cristo, y una invención humana, sea anatema [cf. 899 s].

Can. 7. Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia no es necesario de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales de que con debida y deligente premeditación se tenga memoria, aun los ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del decálogo, y las circunstancias que cambian la especie del pecado; sino que esa confesión sólo es útil para instruir y consolar al penitente y antiguamente sólo se observó para imponer la satisfacción canónica; o dijere que aquellos que se esfuerzan en confesar todos sus pecados, nada quieren dejar a la divina misericordia para ser perdonado; o, en fin, que no es licito confesar los pecados veniales, sea anatema [cf. 899 y 901].

Can. 8. Si alguno dijere que la confesión de todos los pecados, cual la guarda la Iglesia, es imposible y una tradición humana que debe ser abolida por los piadosos; o que no están obligados a ello una vez al año todos los fieles de Cristo de uno y otro sexo, conforme a la constitución del gran Concilio de Letrán, y que, por ende, hay que persuadir a los fieles de Cristo que no se confiesen en el tiempo de Cuaresma, sea anatema [cf. 900 s].

Can. 9. Si alguno dijere que la absolución sacramental del sacerdote no es acto judicial, sino mero ministerio de pronunciar y declarar que los pecados están perdonados al que se confiesa, con la sola condición de que crea que está absuelto, aun cuando no esté contrito o el sacerdote no le absuelva en serio, sino por broma; o dijere que no se requiere la confesión del penitente, para que el sacerdote le pueda absolver, sea anatema [cf. 902].

Can. 10. Si alguno dijere que los sacerdotes que están en pecado mortal no tienen potestad de atar y desatar; o que no sólo los sacerdotes son ministros de la absolución, sino que a todos los fieles de Cristo fue dicho: Cuanto atareis sobre la tierra, será atado también en el cielo, y cuanto desatareis sobre ¿a tierra, será desatado también en el cielo [Mt. 18, 18], y: A quienes perdonareis los pecados, les son perdonados, y a quienes se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 23], en virtud de cuyas palabras puede cualquiera absolver los pecados, los públicos por la corrección solamente, caso que el corregido diere su aquiescencia, y los secretos por espontánea confesión, sea anatema [cf. 902].

Can. 11. Si alguno dijere que los obispos no tienen derecho de reservarse casos, sino en cuanto a la policía o fuero externo y que, por ende, la reservación de los casos no impide que el sacerdote absuelva verdaderamente de los reservados, sea anatema, [cf. 903].

Can. 12. Si alguno dijere que toda la pena se remite siempre por parte de Dios juntamente con la culpa, y que la satisfacción de los penitentes no es otra que la fe por la que aprehenden que Cristo satisfizo por ellos, sea anatema [cf. 904].

Can. 13. Si alguno dijere que en manera alguna se satisface a Dios por los pecados en cuanto a la pena temporal por los merecimientos de Cristo con los castigos que Dios nos inflige y nosotros sufrimos pacientemente o con los que el sacerdote nos impone, pero tampoco con los espontáneamente tomados, como ayunos, oraciones, limosnas y también otras obras de piedad, y que por lo tanto la mejor penitencia es solamente la nueva vida, sea anatema [cf. 904 ss].

Can. 14. Si alguno dijere que las satisfacciones con que los penitentes por medio de Cristo Jesús redimen sus pecados, no son culto de Dios, sino tradiciones de los hombres que oscurecen la doctrina de la gracia y el verdadero culto de Dios y hasta el mismo beneficio de la muerte de Cristo, sea anatema [cf. 905].

Can. 15. Si alguno dijere que las llaves han sido dadas a la Iglesia solamente para desatar y no también para atar, y que, por ende, cuando los sacerdotes imponen penas a los que se confiesan, obran contra el fin de las llaves y contra la institución de Cristo; y que es una ficción que, quitada en virtud de las llaves la pena eterna, queda las más de las veces por pagar la pena temporal, sea anatema [cf. 904].

Cánones sobre la extremaunción

Can. 1. Si alguno dijere que la extremaunción no es verdadera y propiamente sacramento instituido por Cristo nuestro Señor [cf. Mt. 6, 13] y promulgado por el bienaventurado Santiago Apóstol [Iac. 5, 14], sino sólo un rito aceptado por los Padres, o una invención humana, sea anatema [cf. 907 ss].

Can. 2. Si alguno dijere que la sagrada unción de los enfermos no confiere la gracia, ni perdona los pecados, ni alivia a los enfermos, sino que ha cesado ya, como si antiguamente sólo hubiera sido la gracia de las curaciones, sea anatema [cf. 909].

Can 3 Si alguno dijere que el rito y uso de la extremaunción que observa la santa Iglesia Romana repugna a la sentencia del bienaventurado Santiago Apóstol y que debe por ende cambiarse y que puede sin pecado ser despreciado por los cristianos, sea anatema [cf. 910].

Can. 4. Si alguno dijere que los presbíteros de la Iglesia que exhorta el bienaventurado Santiago se lleven para ungir al enfermo, no son los sacerdotes ordenados por el obispo, sino los más viejos por su edad en cada comunidad, y que por ello no es sólo el sacerdote el ministro propio de la extremaunción, sea anatema [cf. 910].

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