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Las ideas respetables o no
En la Universidad de Uppsala, y sobre el dintel de la puerta de su biblioteca -la famosa «Carolina Rediviva»-, hay una inscripción que hace muchos años me impresionó al leerla, y que por eso he citado más de una vez. Decía así: «Pensar libremente es bueno; pensar rectamente es mejor». Sencillas pero sabias palabras de quien, sin duda, había meditado con lucidez sobre la libertad, lo bueno y lo menos bueno.
Porque, al decir que hay algo mejor que la libertad de pensamiento -ese gran bien del hombre, y raíz de la libertad de conciencia-, el autor de la inscripción no coartaba tal libertad sino, simplemente, establecía una jerarquía esencial en su ejercicio, reconociendo que por encima de lo «libre» estaba lo «recto», lo no «torcido»; o quizás, para decirlo con otras palabras, está, elusiva y enigmática, la verdad.
(Mas ¿qué es la verdad? ¡Tremenda pregunta! Pero resultará arduo ignorar que, hace dos mil años, un prodigioso ser humano y divino, nacido en Belén de Judá, ya la había contestado con una sobrecogedora, misteriosa autoridad: «Yo soy la verdad»...)
Con frecuencia, en estos tiempos de crisis, debates y choques de ideas, se usa una frase que parece muy «políticamente correcta» pero que yo no entiendo bien: «En política, cualquier idea es respetable siempre que no se quiera imponerla por la violencia». No creo que todas las ideas sean, en principio, respetables, porque muchas de ellas entrañan, proclaman, se convierten inexorablemente en violencia. Las violencias mortales, destructoras, degradantes, antes de transformarse en «acto» han sido, muchas veces, ideas terribles, desmanes en «potencia», pensamientos que llevaban aquella encadenada. Y esas ideas, aunque broten libremente de la libertad con que el cerebro piensa, serán inevitables pero ya en su origen han dejado de ser respetables.
Nos preguntaremos cómo se calificarían los actos violentos nacidos de los ciegos fanatismos religiosos o políticos, o de la arrebatada pasión, la deformación intelectual o la pérdida, aunque sea pasajera, del buen juicio. Creo que ahí no estarán las ideas; solo oscuros impulsos biológicos que nublan la mente, subiendo del pozo insondable del hombre, al que ya se refería San Agustín cuando hablaba de la bestia que yace «allá abajo» de nuestro ser, y que quizás tenga algo que ver con lo que, modernamente, Sigmund Freud describía como oscuridades del «id» el «ello».
Y también ¿qué podríamos decir de la violencia en legítima defensa, o de la guerra misma? Hace largo tiempo que teólogos, filósofos, juristas se lo plantean, y todavía se discute sobre los límites justos de la autodefensa o sobre la guerra «justa» o «injusta». Lo que es la guerra es siempre una catástrofe; y la utopía de «la paz perpetua» sigue siendo, por ahora y para nuestra desgracia, una utopía, aunque no un imposible metafísico; por eso debemos perseguir denodadamente la paz.
Pero yo aquí quiero referirme a esa otra violencia, más individualizada, que procede inmediatamente de unas ideas pensadas en frío, organizadas en un plan, y que entraña, con indiferencia hacia el dolor ajeno, la muerte o el sufrimiento de seres humanos. Es la violencia que dice buscar, supuestamente, la «justicia», el «mundo mejor» o el «paraíso perdido», cuando lo único que encuentra es un mundo peor o un paraíso inexistente. Es, en fin, la violencia del terrorismo, que adopta múltiples formas pero que recientemente hemos contemplado, sobrecogidos, el 11 de septiembre pasado, en una de sus manifestaciones más espeluznantes con suicidios y matanzas juntos. El terrorismo es, además, ya inicialmente, una negación de la libertad ajena, pues el aterrorizado vive en la cárcel de su propio terror. Ideas que dan tales frutos no son, pues, ideas respetables.
En cambio ¡cuántas ideas «rectas» hay en el aire esperando ser respetadas por todos y sin embargo parecen olvidadas! Por ejemplo: llevamos años oyendo hablar del famoso «choque de civilizaciones» («Clash of civilizations»), del libro de Samuel Huntington. Acaso tenga razón el autor, aunque no sea más que a juzgar por los aberrantes modos de vida que descubrimos en este diverso mundo. Pero ¿son realmente las «civilizaciones» las que chocan, o más bien las «incivilizaciones»; es decir, ciertos residuos degradados de las que fueron o aún son civilizaciones? ¿O la ignorancia pétrea tras de la cual se encierran algunas frente a las otras?
Somos, sí, los hombres muy diferentes en los modos; pero salvo la curiosidad individualizada de los especialistas, o la causada por el estupor ante las catástrofes que a veces nos obligan a abrir los ojos, no son muchos los que, en esta «cosa nuestra» que llamamos Occidente, se toman el trabajo de conocer profundamente al «otro», al diferente; de saber qué le pasa. Y han tenido que venir, primeramente, la descolonización acaecida en el siglo XX, y luego los terribles conflictos que desde entonces hemos contemplado en África, Asia y después en casi todas partes, para que cayéramos en la cuenta de que no estábamos solos en nuestro mundo, de que había muchos «otros», pertenecientes, en efecto, a otras civilizaciones que albergaban amplios territorios y poblaciones decaídas por el aislamiento, el subdesarrollo, los grandes traumatismos históricos, la pobreza y las enfermedades. A veces nos resulta inevitable usar las palabras «colonialismo» o «imperialismo», aunque tras de su uso haya venido el abuso y hoy sean ya «clichés», «slogans», o simplificaciones injustas; pero lo cierto es que la descolonización dejó numerosas situaciones caóticas que aparecieron al tiempo en que se precipitaba sobre la escena mundial un torrente de «nuevos» países que habían yacido, poco visibles, bajo el antiguo orden internacional; o todo lo más, vislumbrados en sus aspectos más superficiales o exóticos. Pueblos «nuevos» que eran tan antiguos como los «nuestros», y que, de repente, los descubríamos con asombro. ¡Estaban ahí! Y con sus inmensos, pavorosos problemas.
Se emplean ahora, a diestro y siniestro, sin precisión alguna y confundiendo unas cosas con otras, conceptos como Oriente, Occidente, Norte, Sur, Islam, musulmanes, islamistas, integristas, árabes, judíos, sionistas, Israel, Palestina, Tierra Santa, «tercer mundo», pobres, ricos, «buenos», «malos»... Creemos que lo hemos definido todo y que ya sabemos a qué atenernos, pero no es así. El mundo es mucho más complejo y tenemos que averiguar qué le pasa. Si, por un lado, no todas las culpas del desorden mundial son del «Occidente» como para llorar sin freno sobre nuestros pecados (Pascal Bruckner, «Le sanglot de l´homme blanc»), porque también hay culpas, y grandes, del lado del «otro», el caso es que las culpas serán de todos y urge ya un nuevo orden internacional más equilibrado y justo, en el que los tan proclamados «derechos humanos» sean «interiorizados» por todos, convertidos realmente en ley universal, en común idea del hombre, de su libertad y dignidad. El mundo de las Naciones Unidas, surgido en 1945, ha sufrido un vuelco radical en estos años y necesitamos otro orden. Seremos, sí, a la vista, muy diferentes los hombres, pero bajo la aparente heterogeneidad de las «civilizaciones en choque», hay la esencial homogeneidad del género humano. (La llamada conflictividad religiosa, fruto acaso de una petrificación en la lectura literal de los textos sagrados, debe ceder el paso a un entendimiento más profundo de la religión que, si es algo, es sentido trascendental de nuestro destino, amor y no odio, vida y no muerte).
Pensar en estas cosas tan sencillas, conocer al «otro», saber qué le pasa, no condenar «a priori», buscar la difícil verdad todos los días: esta sería, tal vez, una manera de empezar a entender el confuso mundo de hoy. Una manera de ordenar nuestra propia cabeza, pensando no solo libremente sino también rectamente, como dice la inscripción de Uppsala.
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