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La tradición chequista en la izquierda
Una de las cosas que más me sorprendía al estudiar la república y la guerra civil era la mezcla de vacuidad intelectual y de habilidad propagandística que ha caracterizado a nuestra izquierda, así como a los nacionalistas catalanes y vascos. Los comunistas y los socialistas nunca han aportado algo digno de mención al marxismo, ni los anarquistas al anarquismo, ni los republicanos a cualquier teoría jacobina; y las teorizaciones del PNV o la Esquerra son simplemente irrisorias. En cambio, ¿qué diferen- cia cuando llegamos al terreno de la propaganda! Ahí se han mostrado como verdaderos artistas. Por ejemplo, la república llegó quemando no sólo iglesias, sino también bibliotecas —alguna de las mejores de España — escuelas y centros de formación profesional, y obras de arte valiosísimas. En cinco años produjo una verdadera hecatombe cultural. Pues bien, la mayor parte de la gente cree hoy con plena convicción que la república supuso una etapa sin igual de protección a la cultura. ¿No es un increíble logro propagandístico haber inculcado a millones de personas este perfecto embuste? Una argucia empleada para mantener el aura «cultural» de la república es la concentración de numerosas figuras intelectuales de primer orden en aquella época. Pero ello no debía nada a tal régimen, pues era el resultado de tres generaciones previas, la del 98, la del 14 y la del 27 (o de la dictadura); y la mayoría de los jóvenes intelectuales que empezaron a despuntar en esos años apoyarían al franquismo durante la guerra, como ha mostrado el profesor Cuenca Toribio. Nada más comenzar la contienda, las destrucciones de obras de arte, bibliotecas, saqueo de museos, sin exceptuar el del Prado, de colecciones particulares, etc., alcanzaron un verdadero frenesí. Pues bien, todavía hemos asistido recientemente a montajes con gran publicidad mediática que presentaban la realidad exactamente al revés, como un salvamento cultural, explotando la meritoria labor de algunos idealistas manipulados sin escrúpulo por el Frente Popular. He ahí la propaganda triunfando grosera y eufóricamente sobre la inteligencia.
Y no asombra menos el logro propagandístico de haber presentado como defensores de la democracia, durante la guerra, a un conglomerado de comunistas, socialistas marxistas, anarquistas, y nacionalistas catalanes que se habían alzado, en 1934, contra un gobierno democrático; o republicanos que habían reaccionado a la victoria electoral de la derecha, en 1933, con intentos de golpes de estado. Todos ellos, para mayor sarcasmo, bajo el protectorado de Stalin, gran apóstol de las libertades. Presentar como adalid de la democracia a este conjunto, que creó el sistema de las checas y dentro del cual sus componentes se persiguieron con ferocidad, simplemente colisiona con la realidad más evidente. ¿Y sin embargo tal es la versión que ha predominado durante largos años en la universidad, los medios de masas, la literatura y el cine! ¿No es una auténtica hazaña, a su manera?
Tales hazañas, ni qué decir tiene, casi nunca se logran sin un acompañamiento de censura e intimidación. A quien conozca estas y otras muchas cosas no le extrañarán los dicterios de los padres espirituales de la república, en especial Ortega, Marañón y Pérez de Ayala una vez despertados de su sueño republicano: «¿Qué gentes! —escribía el segundo refiriéndose a las izquierdas — Todo es en ellos latrocinio, locura y estupidez»; «Sin quererlo siento que estoy lleno de resquicios por donde me entra el odio, que nunca conocí. Y aun es mayor mi dolor por haber sido amigo de tales escarabajos y por haber creído en ellos». etc.
Traigo esto a cuento de la reacción inmunda de diversos intelectuales y políticos a mis libros Los mitos de la guerra civil, y Los crímenes de la guerra civil. En estos estudios he demolido, con documentación de la época y fuentes de las propias izquierdas, muchas de las leyendas que pasan aún hoy por historia verídica de nuestro pasado. Naturalmente, ninguna obra de historia, por elaborada que esté, cuenta «toda la verdad» o la «verdad absoluta», y lo lógico habría sido que quienes defienden otras posturas polemizasen con las mías, en un debate intelectual por lo demás muy necesario. Pero, y con una sola excepción, ninguno lo ha intentado en serio. Otros trabajos míos, en especial Los orígenes de la guerra civil, habían sido silenciados como mejor táctica para asfixiarlos, pero la extraordinaria difusión de los últimos ha obligado a algunos a manifestar su viejo carácter. Se ha alzado un clamor pidiendo la censura contra mis libros (Tusell, UGT, IU ) se me ha hecho el vacío y negado el derecho de réplica en diversos medios, y Carlos Dávila, tras su osadía de entrevistarme en TVE-2, sufrió una campaña de acoso que, simplemente, impidió mi reaparición en una televisión general. Y en cuanto el PSOE ha vuelto al poder, la cabeza de Dávila ha sido la primera en rodar. Ahí tenemos el talante, el viejo talante socialista, el de los cien años de honradez.
Todavía esto sería tolerable, conociendo el percal, si no fuera porque la reacción ha llegado al extremo de intentar destruirme personalmente por medio de la calumnia. Hace poco Alfonso Guerra, que ha escrito unas memorias insustanciales, de un narcisismo pueril y veracidad dudosa, mostraba su talante intoxicador en el peor estilo chequista al presentarme como un posible infiltrado que habría ocasionado la caída de la «Operación Cromo» hace 28 años. Obviamente, este sujeto que intentó enterrar a Montesquieu y vicepresidió la época de mayor corrupción, probablemente, en la España del siglo XX, sabe por fuerza si hubo o no hubo infiltración entonces, porque tuvo a su disposición, durante nueve años, todas las informaciones internas de la policía. Sabe, por tanto, la falsedad de su insidia. Se ve que la difusión oral de ese rumor, de la que ya tuve noticia a raíz de publicarse el libro Los crímenes de la guerra, no ha sido suficiente, y esta gente ha querido darle mayor efectividad escribiéndolo. Porque lo escrito por el aspirante a enterrador de Montesquieu no han sido un caso único. He sabido de otro, y quizá haya más. El segundo es una canallada del mismo estilo, en un libro exculpatorio del GAL escrito por Diego Carcedo. Éste pone en boca de un muerto supuestas palabras atribuidas a otro muerto, siempre con el mismo estilo insinuante que no afirma ni niega tajantemente, pero da pábulo a la sospecha, en el más puro estilo chequista, insisto. ¿Y a quién insinúan Guerra y Carcedo sus patrañas? Obviamente, a la izquierda más ignorante y fanática, incluida, de modo especial, la que practica el terrorismo, a la cual suministran un pretexto para una «venganza». Este talante, creo, puede definirse como colaboración con el terrorismo mediante la intoxicación. ¿A qué se debe esta forma canallesca de «debatir» unas cuestiones históricas que debieran limitarse al ámbito de lo académico? A que la izquierda, con espíritu irreconciliable, ha convertido su imaginaria defensa de la democracia durante la guerra civil en una fuente inagotable de legitimación política y propagandística actual, y de deslegitimación de la derecha. En un muro maestro de su edificio ideológico, una vez arruinado su viejo y precario marxismo. Esa izquierda cree que la sangre de entonces debe fructificar ahora en rentas y cargos políticos, y no puede tolerar, simplemente, la exhibición documental de aquel pasado. Un pasado bastante siniestro, y no tan superado como la salud de nuestra democracia necesitaría.
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