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«La verdad os hará libres»

En el curso «Cambio de siglo», que he empezado y espero terminar, he hablado de la verdad y cuento con hablar de la libertad. La conexión entre ambas me parece cada vez más evidente: la una depende de la otra, y la falta de una pone en peligro la otra. Cada vez estoy más persuadido de que la causa más profunda de los males que padece la humanidad es la mentira, que hay que distinguir pulcramente del error, inevitable en muchas ocasiones, siempre superable y salvable.

La tendencia dominante en la actualidad a la impunidad en todos los aspectos adquiere particular gravedad cuando se trata de la mentira. Es lo que puede llamarse la impunidad verbal, el que la mentira circule y pase sin corrección ni apenas conciencia de su existencia. El influjo de la mentira cuando está potenciada por la organización y los «medios de confusión» es enorme, y rara vez hay reacción contra ella. Se puede llamar «decretazo» a lo que no es un decreto, sino una ley votada en Cortes por una mayoría legítima, y un jurista «famoso» puede invitar a la desobediencia civil contra ella.

Cada día, en los periódicos, en los coloquios, en los programas de radio o televisión, se pueden contar mentiras evidentes, flagrantes, a las cuales no se pone coto ni rectificación.

Esta impunidad es particularmente grave. Las mentiras se van acumulando; en algunos países se depositan unas sobre otras durante años, y perturban su realidad de manera que resulta insuperable. Y ocurre que la mentira es fácil de descubrir y mostrar. Basta con enfrentarla con la verdad, con decir lo que ha ocurrido y ocurre, con ver la tergiversación o la ocultación de la realidad. Personas que tienen una vida pública, especialmente aquellas cuya personalidad consiste en eso, adquieren influjo, crédito y hasta a veces estimación porque no se muestra que su palabra es habitualmente vehículo de la falsedad.

Hay personas que cuando abren la boca -salvo para ingerir alimentos- mienten sistemáticamente. Bastaría con mostrarlo, tomar nota de ello, recordar lo que se debería decir en su lugar. Esto acarrearía el inmediato desprestigio, la imposibilidad de perseverar en esa actitud. El resultado final sería la eliminación de la vigencia del estado que la mentira provoca. Hace muchos años, a finales de 1945, recién terminada la guerra mundial, enumeré las posibles relaciones del hombre con la verdad; la última y más perniciosa era «vivir contra la verdad». Esto parece imposible y a la larga lo es, pero durante cierto tiempo puede tener validez y vigencia. Lo característico de esa actitud es que se acepta la mentira opuesta, se puede conversar o discutir con ella, pero nunca con la verdad. Durante la guerra civil se mintió enormemente, como en todas las guerras y muy particularmente en las civiles, y lo más grave e inquietante es que se sigue mintiendo. A veces, por personas que por fortuna para ellas no la vivieron y que no saben nada de lo que fue en realidad, pero que son «herederas» de posiciones falsas que han recibido y repiten pasivamente, lo cual impide la definitiva superación, la curación de aquel doble error funesto que hubiera debido quedar definitivamente superado hace largo tiempo.

Si cada mentira tuviera la respuesta fácil y elemental de su confrontación con los hechos, quedaría inmediatamente desvirtuada, sería inoperante y nada peligrosa. Pero esto no se hace sino muy excepcionalmente.

La profanación de las palabras es uno de los recursos habituales, se llama una realidad con una expresión que quiere decir otra cosa, y el oyente o el lector inadvertido acepta la falsedad sin darse cuenta. Un hecho importante de los últimos años, quizá de un par de decenios, es el envilecimiento del lenguaje. La grosería, el ascenso hasta la expresión normal, hablada o escrita, de vocablos y giros que hace poco tiempo no se oían, y por supuesto no se escribían, es un hecho notorio, cuyas consecuencias casi nunca se advierten. Es increíble cómo expresiones que han sido siempre graves insultos que no se toleraban, se han convertido por extraños mecanismos que no se entienden bien en elogios con los que se califica y ensalza cualquier cosa. Recuérdese el uso, elogioso y admirativo, de la palabra «capullo» hace unos decenios, y cómo se ha convertido en una radical descalificación.

Hay «prestigios» fundados en ese tipo de conductas, nutridos de la falsificación deliberada de lo real. Esto se puede evitar fácilmente: basta con señalarlo, mostrarlo y tenerlo en cuenta. Nada contribuiría más al saneamiento de la vida colectiva, a dejar abierto el camino de lo que es conveniente, a cerrar el paso a las formas solapadas de destrucción. Porque de eso se trata. Si se mira bien, se advierte que hay equipos enteros, bien organizados y con abundantes recursos, dedicados afanosamente a la destrucción. ¿De qué ? Habría que decir: de todo. El campo de aplicación es dilatadísimo; no se limita a las cuestiones estrictamente políticas, en las cuales es inevitable cierta dosis de partidismo; se extiende a todo lo que significa acierto, creación, excelencia. Marco Aurelio, el gran Emperador romano, recordaba con gratitud lo que había recibido de diversas personas; de su abuelo Vero el no haber sido «ni verde ni azul», refiriéndose al partidismo deportivo bizantino. Esta actitud de partidismo tiene consecuencias inmensamente mayores y virulentas en el deporte actual, pero se extiende a muchas más cosas.

Esta forma de perturbación a la que me refiero, la verbal, es el germen de otras más graves y perniciosas. Es la más fácilmente superable y a la vez aquella cuyo descubrimiento y mostración es más clara y evidente. Hay un viejo refrán español que dice que «por la boca muere el pez, y el hombre por la palabra». ¿Por qué no tomar en serio el acierto de esa expresión popular? ¿Por qué no exigir al que habla o escribe la responsabilidad de su palabra? Otras impunidades, jurídicas, económicas, políticas, son más resistentes. Casi todas ellas proceden de la verbal, y la superación de esta está al alcance de la más elemental perspicacia y de un mínimo de decisión y valentía.

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