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¿Los judíos deben entonar el mea culpa?
Ni encuentra ni encontrará desmentido la expresión anglosajona «jews are news», los judíos son noticia. El cristiano ve precisamente en la capacidad de movilizar la historia, de ser su fermento - en el éxito como en la desventura - la señal del Misterio del que este pueblo es portador. Me quiero referir a una de las polémicas que últimamente han implicado al judaísmo: una conocida ensayista Barbara Spinelli (que tiene además orígenes judíos, al menos por parte de padre) ha escrito en la primera página de La Stampa un artículo que ha incendiado los ánimos. Preocupada por las consecuencias desastrosas del enfrentamiento que arrasa Medio Oriente, Spinelli ha pedido no sólo al estado de Israel, sino a todo el judaísmo de la diáspora que lo sostiene, que a ejemplo del Papa, entone su mea culpa. O por lo menos, que haga un serio examen de conciencia respecto de ciertos comportamientos y de la mentalidad que los guía y que, según ella, los explica.
Polémica viva
Un debate televisivo formó parte del alboroto que se siguió en los medios. Allí las contestaciones al artículo (que en verdad era parcial y por lo mismo discutible en muchos puntos) eran mayoría. Escuché por casualidad algo de aquel debate, y me dejó impresionado un participante que textualmente decía: «¿Nosotros, los judíos, no tenemos que pedir perdón de nada a nadie!» Una afirmación tan tajante me hizo recordar un texto que me había desconcertado y sobre el que he reflexionado a menudo para tratar de penetrar en su significado.
Se trata del Testamento manuscrito de Henri Bergson, uno de los mayores filósofos del siglo pasado, premio Nobel en 1928, académico de Francia, nombrado por la Sociedad de las Naciones para altos encargos culturales - tanto por su prestigio mundial como por la coherencia de su vida con sus nobilísimas ideas - . Pues bien, el 8 de febrero de 1937, a cuatro años de su muerte, Bergson redactaba su Testamento moral, que literalmente dice: «Mis reflexiones me han llevado cada vez más hacia el catolicismo, donde veo la realización completa del judaísmo. Me habría convertido si no hubiese visto prepararse desde hace años (en gran parte, para mi desgracia, por culpa de un cierto número de judíos completamente desprovistos de sentido moral) la formidable oleada de antisemitismo que está a punto de desencadenarse sobre el mundo. He querido permanecer entre aquellos que mañana serán perseguidos. Con todo, espero que un sacerdote católico quiera, si el cardenal arzobispo de París lo autoriza, venir a rezar las oraciones en mis exequias. En el caso de que no se consiguiera esta autorización, sería preciso dirigirse a un rabino, pero sin esconderle ni esconder a nadie mi adhesión moral al catolicismo, junto con mi deseo de tener sobre todo las oraciones de un sacerdote católico.»
Un judío que quería a Cristo
Precisemos que cuando Bergson murió, en el invierno de 1941, París estaba ocupada por los alemanes, pero el arzobispo de la ciudad dio el permiso solicitado, de modo que un sacerdote católico estuvo presente en los funerales, por lo que tuvo no pocos problemas con las autoridades nazis.
A raíz del debate suscitado por el artículo de Spinelli, publiqué en el Corriere della Sera este Testamento bergsoniano, pidiendo que alguien, quizá judío, me ayudase a comprender qué podía significar la frase desconcertante que Bergson había puesto entre paréntesis y que he señalado con la cursiva. Me tocó entonces ser embestido por el fuego de la polémica: como respuesta, muy dura, el periódico publicaba dos notas, una del rabino jefe de Milán y otra de Claudio Magris. Recibí además cartas, llamadas de teléfono, correos electrónicos... en todos prevalecían los comentarios negativos a la publicación por mi parte de aquel documento, prácticamente inédito en Italia, fuera de algún texto universitario.
La claridad del Talmud
Entre las réplicas, encontré particularmente digna de reflexión la de un conocido y estimado intelectual, el profesor Giorgio Israel, que en una revista suya en Internet escribía, entre otras cosas: «A nosotros, en verdad, el sentido de aquella frase nos parece perfectamente claro: quizás Messori no sabe, cosa extraña para quien debería tener una cultura de historia de las religiones, que la pregunta sobre los pecados y los errores que han anticipado persecuciones y desventuras constituye un tema recurrente, es más, central en el pensamiento hebreo. La literatura profética constituye su manifestación más evidente y clamorosa. Pero no sólo. El rabino Adin Steinsaltz ha recordado en un libro suyo un pasaje del Talmud en el que se pregunta por qué el Segundo templo fue destruido, precisamente en un período en el que el pueblo judío seguía de modo irreprensible los mandamientos y estudiaba intensamente la Torah. El Talmud apunta con amargura que Jerusalén fue destruida solamente porque allí se seguía escrupulosamente la ley de la Torah ».
Esta pista de reflexión indicada por el profesor Israel me ha parecido provechosa. De todos modos tiene razón quien ha recordado que ninguna eventual «culpa de un cierto número de judíos enteramente desprovisto de sentido moral» - para usar la cruda expresión de Bergson - puede explicar, ni mucho menos justificar, los crímenes antisemitas de los años treinta y cuarenta, ni de ninguna otra época.
Bergson y los nazis
En cambio, me han dejado perplejo aquellos que han replicado que si Bergson hubiera sabido lo que iba a pasar, con la victoria del nazismo, se hubiera guardado muy mucho de escribir esas palabras. Digo perplejo porque cuando el filósofo se expresaba así, en 1937, ya habían pasado dos años de las tristemente famosas leyes de Nüremberg, prueba clara de las intenciones de Hitler. Pero hay más: Bergson murió en 1941, en la París ocupada desde un año antes por los alemanes. Por tanto, vio, es más, experimentó sobre su propia piel lo que era el odio nacionalsocialista. Sin embargo, no modificó aquel testamento. Es más, recordó su existencia al aproximarse su muerte, para que se respetara su voluntad de tener, si no unos funerales católicos (no había recibido el bautismo por aquella heroica solidaridad que ya sabemos) sí al menos la presencia de un sacerdote católico. Se comprende, al menos por su pragmatismo, la expresión del rabino jefe de Milán que ha escrito en su réplica: «Bergson lo pensaba así. ¿Y qué? Era su opinión, ¿no es el oráculo de Delfos!».
Admito que, reflexionando sobre ciertas reacciones, me he dado cuenta de que aunque mi intención era buena, probablemente era inoportuno afrontar ciertos argumentos, sobre todo en momentos dramáticos como los actuales. Aunque mi oficio es el de manejar palabras, quizás alguna expresión era susceptible de equívocos, incluso por la consabida tiranía del espacio de los periódicos. Y comprendo bien que algunos amigos judíos, ya cansados por el ansia y las crecientes preocupaciones, hayan comprendido mal (lo que lamento) mi intención, que no era otra que la de quien se ve apenado, movido por el afecto solidario, al caer por casualidad en un debate televisivo y encontrarse con un judío gritando que ninguno de los suyos tiene que pedir perdón de nada a nadie. Me parecía que se dejaba llevar por la tentación de la ybris, del orgullo de sentirse impecables, más allá de todo bien y de todo mal.
Cristianos e Israel
Los cristianos, en su relación con Israel, parecen oscilar de un extremo al otro: de la búsqueda a toda costa de la conversión (incluso con predicaciones impuestas, como se hacía los sábados en el ghetto romano, o con la promesa de recompensas monetarias) a la sospecha actual, nutrida por muchos, de que proponer el Evangelio a un israelita es no sólo una especie de falta de educación, sino incluso un pecado.
Por lo que a mí respecta, Dios no lo quiera, si una vez más nubarrones negros se acumularan sobre la cabeza de este Pueblo al que Dios ha privilegiado también en el sufrimiento, naturalmente que lucharía de cualquier manera, con todos los medios a mi alcance, por desviar esa amenaza.
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