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La España del siglo XVI

Un rasgo especial de España es el papel desempeñado por el catolicismo en su formación, o más bien reconstrucción nacional

En otros países, como Polonia o Irlanda, también ocurre, pero en ellos el opresor era otra variante del cristianismo, mientras aquí la diferencia con el adversario tenía mucho mayor calado, pues se trataba del Islam, dominador de gran parte del país durante cinco siglos, y de una parte menor dos siglos largos más. España se reconstruyó en una larga pugna con Al Andalus, desde mínimos núcleos de resistencia, y es el único país que, habiéndose islamizado en buena medida, volvió al cristianismo y a la cultura europea. Ello condicionó profunda y necesariamente la mentalidad popular, y marcó una fuerte peculiaridad con respecto al resto de Europa, ajena a tal experiencia, aunque beneficiaria de ella, pues la resistencia y reconquista españolas constituyeron una línea avanzada de defensa del continente.

Esto es bien sabido, pero suele prestarse menos atención a otro largo proceso histórico no menos crucial: la cima de la reconstrucción española, entre finales del siglo XV y principios del XVI, coincidió con una nueva ola de expansión islámica, esta vez de la mano del imperio otomano, que no ocultaba su designio de devolver España al Islam y convertir en pesebres para los caballos las aras del Vaticano. El Magreb se convirtió en una base de piratería e incursiones turco-berberiscas, mientras Italia y las posesiones hispanas en ella sufrían la constante presión del turco, dueño del mar. España volvió entonces a encontrarse en primera línea. La superpotencia otomana tenía fuerza bastante para extender sus brazos por el Mediterráneo y hacia el centro de Europa desde los conquistados Balcanes, y también esta segunda línea expansiva afectaba a España, por la alianza de los Habsburgos, y por una percepción del peligro mucho más aguda que en otros países. En 1521, ante el clamor de los húngaros por la amenaza turca, Lutero replicaba que oponerse a ella era contrariar los designios de Dios, que así castigaba los pecados de los cristianos. Tal idea sólo podía escandalizar a los españoles.

Esta lucha, sumamente ardua, empeoró con la escisión protestante y las consiguientes guerras entre europeos. También tomó entonces España sobre sí la defensa de lo que consideraba unidad cristiana, tanto en el terreno político y militar, como promoviendo la Reforma católica, culminada en Trento. La unidad cristiana le parecía una necesidad urgente frente a un islamismo a la ofensiva, pero no lo sentían de igual modo los "herejes", que sentían la amenaza otomana mucho más remota. Por ello los protestantes, sobre todo los holandeses y los ingleses, buscaron constantemente aliarse con Constantinopla para atacar juntos a la católica España, cuya lucha en dos frentes, agotadora de por sí, se complicaba en sumo grado.

Y por si fuera poco, también la católica y poderosa Francia siguió la misma estrategia, convirtiéndose en una plaga para el esfuerzo hispano. Cuando el rey francés Francisco I fue apresado en Pavía, en 1525, se las ingenió, desde Madrid, para mandar emisarios a Solimán el Magnífico e instarle a atacar a los Habsburgo. Al año siguiente, Solimán invadió Hungría y aniquiló literalmente al ejército húngaro, y tres años más tarde estaba ante Viena, por cuya salvación combatieron también los españoles. La alianza entre franceses, protestantes y turcos fue también visible en la guerra de las Alpujarras, o en la constante piratería y tráfico de cautivos desde las costas magrebíes, desde donde operaban corsarios ingleses y otros, o en los intentos de Guillermo de Orange por organizar ofensivas conjuntas y simultáneas. Francia cedió a los turcos bases en su costa mediterránea, para el saqueo de las costas y el comercio españoles, y el tráfico de esclavos cristianos. Serían las guerras de religión en Francia las que, paradójicamente, aliviaran aquella tremenda tensión para nuestro país. Como ha recordado César Vidal, España se vio prácticamente sola en Lepanto, cuya victoria cayó como una bomba en Francia y los países protestantes, los cuales se apresuraron a animar al turco a no desmayar en la guerra "contra los idólatras españoles", como expuso el embajador inglés.

Es fácil ver por qué franceses y protestantes actuaban así: temían que una potencia capaz de vencer a los otomanos lograse un poder absolutamente dominante en Europa. Para ellos, los turcos quedaban lejos y les convenía que España se desangrase en la lucha contra ellos. Sin embargo España difícilmente podía considerarse una auténtica superpotencia. Su población no pasaba de la mitad de la vecina Francia, con una administración mucho menos centralizada, y, en época de economía fundamentalmente agraria, tenía suelos peores y mucha menos agua que Francia, Inglaterra, Países Bajos o Alemania. Se ha calculado que las rentas de Carlos I solo sumaban la mitad de las del sultán de Constantinopla. Otra peligrosa debilidad era la presencia en su territorio de una quinta columna formada por una masa de población musulmana, añorante de Al Andalus, esperanzada en el poderío turco y presta a apoyar las incursiones berberiscas. España a duras penas lograba defender su litoral contra la permanente piratería turco-berberista y la frecuente inglesa, y en 1560, cuando una gran tormenta destrozó su flota cerca de Málaga, quedó desguarnecida y a merced de un ataque general por el Mediterráneo, aunque los otomanos no llegaron a aprovechar su magnífica oportunidad, quizá por no haberse percatado de ella.

Contra enemigos tan potentes y peligrosos, tenía la baza de su imperio ultramarino, conquistado en expediciones inverosímiles: de él extraía cuantiosos recursos financieros, pero con la obligada contrapartida de dispersar por medio mundo sus no muy nutridas fuerzas, como advertiría Richelieu. Y podía reclutar tropas y medios en Alemania, Italia, Flandes y otros lugares. Pero en conjunto la tarea le desbordaba necesariamente. Como dijo Nietzxche, España quiso demasiado.

Sorprende cómo un país con tales desventajas pudo sostener durante siglo y medio una lucha agotadora, de frente y por la espalda, por así decir, infligiendo a sus enemigos más reveses que los sufridos de ellos, y marcar los límites de la expansión otomana, francesa y protestante, creando de paso una brillante cultura. Pero eso fue ciertamente lo ocurrido. En cambio perdió muy pronto la batalla de la propaganda política, que en su forma moderna nació entonces, y nació en gran medida como propaganda antiespañola, consolidada en la llamada "Leyenda negra", compuesta de algunas verdades y muchas exageraciones. Y aunque España nunca fabricó una propaganda similar contra sus adversarios, la experiencia de aquel siglo y medio motivó en ella cierto desprecio y resentimiento hacia el norte de los Pirineos.

Rara vez se ha enfocado de este modo la historia de aquella época, y sin embargo los hechos y la lógica lo imponen. Para los españoles, la lucha contra la amenaza turca era natural y en cierto modo la continuación de la Reconquista. En cambio la guerra contra Francia y los protestantes le vino impuesta como una desagradable y costosa obligación. Probablemente todo esto, más la memoria de aquel tiempo de gloria, "el siglo de oro", contribuiría luego a que la Ilustración fuese recibida en España con desconfianza, máxime cuando el movimiento de "las luces" tomó en Francia un tinte abiertamente antiespañol, como una especie de desquite histórico.

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