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La invención del multiculturalismo

«Multiculturalismo» es un concepto relativamente nuevo que no expresa que existan muchas culturas en el mundo ni tampoco que existan muchas en convivencia en un sólo país, sino que fue pensado para referir un Estado-nación democrático cuyo pluralismo debía consistir en promover diferencias étnicas y culturales. Seguramente quien primero lo acuñó fue el Gobierno canadiense para referirse a su nueva política de finales de los años 60. Como comenzó por entonces a plantearse allá la cuestión del Quebec como nación diferente de la canadiense y con pretensiones de separación, el Gobierno se sacó de la manga el término «multicultural» para denotar las tres entidades sociales de la Federación, la anglófona, la francófona y la de los aborígenes (indios, inuits y mestizos de once grupos lingüísticos y unos 35 pueblos diferentes) que serían etnias compartiendo conjuntamente una única nación. Los francófonos se disgustaron del nuevo término porque ellos no veían la cosa así, sino que veían que Canadá era un conjunto de naciones diferentes, y el Quebec, la suya, era otra más y con derecho a constituir un Estado aparte. Sucedió por entonces que el Gobierno canadiense alteraba también su clásica política homogeneizadora de la inmigración, para tratar a los inmigrantes como si fuesen otras etnias más, fomentando institucionalmente ciertas diferenciaciones en razón de cada grupo de inmigrantes.

«Multicultural» fue, en consecuencia, un recurso semántico de un Gobierno con mala conciencia democrática que, para reformular la cuestión del Estado-nación y reorientar las prácticas forzadas de anglo-homogeneización, trataba al conjunto de ciudadanos por bloques o etnias separadas en razón de su origen u horizonte lingüístico y se comprometía a tratarlas como minorías, suponiéndose mayoría la anglófona. La confusión de ese concepto estribaba en sostener que el pluralismo debía crear ciudadanía diferenciada según segmentos, olvidando que es el recurso político de la sociedad libre que busca en la diversidad y el disenso no sólo la ocasión de enriquecer al individuo y también a la sociedad sino, además, la ocasión de hallar un consenso social sobre el que establecer el compromiso democrático, el mismo para todos. Porque dividirse en partes aisladas no es bueno por sí mismo; lo es sólo como modo de jugar un único juego común capaz de incrementar en común los bienes y derechos y de solucionar conflictos aplicando la regla mayoritaria. Aislarse para repartir derechos colectivos más allá de los individuales es imponer constricciones a los ciudadanos y abandonar la inclusividad entre iguales para caminar hacia el privilegio. Resultó así que, en aquella década de los 70, «multiculturalidad» empezó a ser referencia de un estado de cosas relativo a variadas ciudadanías segmentadas por territorio, lengua y hasta cierta peculiar historia que se hallan en un Estado democrático donde hasta a los inmigrantes se les trata en segmentos según su procedencia aunque ellos no lo requieran. El multiculturalismo afloró de inmediato en las aulas universitarias como asunto relativo a unas minorías culturales cuyos derechos no se satisfacían. Estas supuestas minorías fueron de inmediato ampliadas al colectivo de gays y lesbianas, mujeres y hasta discapacitados. La cultura pasó a entenderse sin rigor alguno como un hecho diferencial cualquiera que, por el hecho de serlo, ya exigiría su correspondiente derecho. Fue así como los Estudios Culturales de las universidades americanas se convirtieron en perspectivas ideológicas y políticas de búsqueda de hegemonía frente al sistema para colectivos supuestamente discriminados. A falta de proletariado como motor del cambio sociopolítico, los universitarios encontraron el género y la etnia, un singular dispositivo de repulsa del statu quo.

En lo que concierne a la inmigración, la pregunta que se hacen los multiculturalistas (y sigo aquí escrupulosamente a Will Kymlicka, uno de los más conspicuos y editados) es si deberíamos o no permitir que los inmigrantes recreasen entre nosotros sus propias culturas de origen. La respuesta que dan es que hacerlo así no sería ni incoherente ni imposible y hasta sugieren que los gobiernos podrían darles territorios específicos a los inmigrantes, proporcionándoles recursos y competencias para que creasen su propio gobierno según la pauta cultural de su país de origen. Incluso consideran imaginable y hasta justo estimular que determinadas poblaciones de inmigrantes se vengan a nosotros en calidad de colonos y haya que redistribuir las fronteras y las competencias políticas a fin de que se autogobiernen. Pero en un alarde de realismo, los multiculturalistas ya ven que los inmigrantes no vienen adonde nosotros a ejercer precisamente ese «derecho nacional» y por eso aceptan la integración social de los inmigrantes. Sin embargo tampoco son realistas del todo y no quieren reconocer que los inmigrantes vienen uno a uno a salir individualmente para adelante y a mejorar sus vidas personales y familiares, aunque para ello lleguen a menudo a olvidarse de su tierra y de sus costumbres. Y, con suerte, hasta suelen llegar a desvincularse de un pasado comunitarista a veces bastante opresor y miserable. Pero eso no lo quieren ni oír los multiculturalistas y defienden que el inmigrante es un ser que pertenece (por nacimiento, religión o sexo) a alguna etnia, en consecuencia «minoritaria», y que la sociedad «mayoritaria» debe adaptarse a los inmigrantes de la misma manera que éstos a aquélla. De ahí que divaguen sobre supuestos derechos poliétnicos en función del grupo, como el derecho de los judíos y musulmanes a que se les exima de la legislación acerca del cierre dominical de los comercios o el derecho de los sijs a que se les exima de las leyes relativas al uso del casco para circular en moto o para entrar en el ejército. Su teoría supone que esos grupos se verían en situación de desventaja social caso de no ser eximidos del cumplimiento de la ley.

Como la integración de los inmigrantes es un proceso que requiere tiempo, los multiculturalistas como W. Kymlicka exigen acomodos transitorios de base, al menos los mismos que tradicionalmente se ofrecieron a las minorías etnoculturales, de manera que haya programas de discriminación positiva; que nuestras reglas, estructuras y símbolos institucionales no les pongan a los inmigrantes en desventaja; que se les reserven escaños específicos según los diversos grupos; que se revisen los programas y horarios de las escuelas públicas y de los empleos a fin de acomodarles según sus propias fiestas; que se financien públicamente estudios étnicos de los inmigrantes; que los servicios públicos les sean prestados en su propia lengua materna o que la educación escolar del inmigrante sea en todo bilingüe. En fin, estas medidas las apoyan además en otra idea de tercermundismo políticamente correcto que dice así: «Si la distribución internacional de recursos fuese justa, entonces sería razonable que los inmigrantes no pudiesen reclamar en derecho recrear su cultura societal en su nuevo país. Pero la distribución internacional de recursos no es justa, y hasta que no se resuelva esta injusticia, quizá los inmigrantes de los países pobres deberán poder recrear su cultura societal entre nosotros». Si ya es discutible sostener que el mal que sufren allí no tiene nada que ver con la cultura de los de allí, resulta infantil suponer que, trasplantada aquí, aquella cultura obraría el milagro de mejorarnos a todos.

El proyecto multiculturalista parte, pues, de que la integración del inmigrante debe ser fraguada como un resurgir étnico y de fortalecimiento de la identidad étnica.

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