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Las Pinturas de la Almudena

¡Qué suerte tiene Kiko Argüello! Yo daría un ojo de la cara por conseguir que la Real Academia evacuase una declaración institucional cada vez que publico una novela, poniéndome como chupa de dómine. Una execración académica posee una fuerza consagratoria fulminante. Y, sobre todo, demuestra que tu obra molesta, ofende, exaspera, jode mogollón a los repartidores de bulas. En una época como la nuestra -tan propensa al conciliábulo y el mamoneo-, un ditirambo más o menos florido carece de utilidad, pues la gente ya está hasta la boina de que le disfracen las maulas con los arreos del elogio; en cambio, una arremetida virulenta sirve como revulsivo al anestesiado público. Argüello, que está mal asesorado, ha reaccionado con estupor, afirmando que las execraciones académicas son obra del demonio; mejor hubiese sido que tildase a sus execradores de «putrefactos», que era el remoquete que Buñuel y Dalí empleaban para designar a la tropa académica y a otras faunas apoltronadas. También podría haber reaccionado evacuando las tripas o la vejiga ante la fachada de la Real Academia de Bellas Artes. A la putrefacción hay que responder con escatología.

A mí -lo confesaré- tampoco me han encandilado las pinturas de La Almudena. No porque las considere «anacrónicas», como sostienen los académicos; pues tildar de anacrónica una obra estética presupone una concepción «progresista» y desfasada del arte, según la cual cada época debe aspirar a nuevos finisterres de originalidad. De este modo, a toda obra que desdeñe «mirar hacia el futuro» (que es el engañabobos con que se disfrazan las modas, tan pasajeras y efímeras) se le cuelga el sambenito de «anacrónica». A mí, si me diesen a elegir, pongo por caso, entre Giotto y Tàpies, no sabría decir quién es más anacrónico; en cambio, podría afirmar sin temor a equivocarme que Giotto es un artista de mi tiempo, mientras que Tàpies me parece del tiempo de Maricastaña. Las pinturas del presbiterio de La Almudena pecan, para mi gusto, de un excesivo didactismo y descuidan un tanto la función emotiva del arte religioso. Como el propio Argüello ha explicado, sus pinturas conforman una «corona mistérica» que trata de aproximar al espectador algunos de los arcanos de la teología cristiana; se trataría, pues, de una pintura de intención didáctica. De ahí que se hayan elegido motivos como la Transfiguración, la Ascensión o el Pantocrator, en los que la naturaleza divina de Jesucristo se subraya y magnifica; de ahí que el tratamiento de las figuras -hieráticas y alargadas- postule una recuperación del arte bizantino. Dejando aparte la discutible elección cromática del pintor -a los colores que hoy nos parecen chillones ya se encargan los años de añadirles una pátina de tenebrismo, como ocurre con tantas pinturas clásicas mejoradas por el betún de los siglos-, lo que más pesa sobre las pinturas de La Almudena es un didactismo demasiado explícito. La gran pintura religiosa, antes que a enseñar, aspira a ser comprendida de forma instintiva por el sentimiento: Tintoretto, Caravaggio o Murillo son grandes pintores porque nos conmueven. Luego, tras esa primera conmoción, nos obligan a reflexionar sobre los misterios que invoca su obra; pero esa reflexión posterior nunca se impone como una obligación didáctica, sino como un corolario natural. Al contemplar las pinturas del presbiterio de La Almudena, no llegamos a experimentar ese instantáneo golpe de emoción.

Muchos de los grandes maestros de la pintura religiosa no fueron, por lo demás -Caravaggio es el ejemplo más notorio-, hombres demasiado piadosos. Y es que el espíritu sopla donde quiere.

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