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Paraíso Multicultural

La izquierda ha perdido la lucha de clases, y sin embargo gana en todas partes la batalla de las ideas. A la inversa, la derecha entrega sin resistencia el poder espiritual: se limita a gestionar dignamente una economía asustadiza y a trampear con una sociedad confusa. La moda hoy es el pluralismo en varias dimensiones: multicultural, multilateral, multidisciplinar... Porque el pensamiento contemporáneo no sólo es débil; es también caótico. Multiculturalismo es la ideología que proclama el valor equiparable de todas las «culturas» y exige por ello su promoción pública. Aquí se mezclan sin pudor inmigrantes y minorías étnicas; jóvenes y (raras veces) ancianos; ateos y minorías religiosas: sedicentes naciones sin Estado; homosexuales; incluso las mujeres, todas sin excepción... De este modo, el noventa por ciento de la Humanidad se sitúa en el bando de los «oprimidos» frente al prototipo del «opresor», esto es, poco más o menos el viejo polités griego o el cives romano de la Antigüedad clásica. Es arriesgado jugar a las profecías, pero apuesto a que la teoría multicultural conseguirá apenas una nota a pie de página en los manuales de Historia de las Ideas, sabia disciplina que no se deja impresionar por algaradas mediáticas.

La tesis es sencilla: a falta de proletariado militante, la izquierda reclama el derecho de los grupos a expresar la propia identidad, con aire de desafío y espíritu de revancha sobre la «mayoría» social. Mayoría imaginaria, como digo, porque la proliferación de minorías irredentas desborda la capacidad de opresión de cualquiera. Lo peor de todo: dicen que somos diferentes, pero que todos valemos lo mismo. No se refieren, claro está, al ámbito sagrado del respeto moral y de la equivalencia jurídica, sino al plano inaceptable de una supuesta igualdad cualitativa. Se llama acción afirmativa y relativismo cultural; también, política de cuotas, como pretende el socialismo a efectos electorales. En rigor, vulnera el principio de mérito y capacidad y el derecho de los mejores a la excelencia. Sin medias palabras: el proyecto multicultural rebaja «la altura de los tiempos», según la expresión feliz de Ortega.

En el origen está la crisis del mundo moderno. Ante todo, el fracaso del yo, la destrucción del sujeto individual pensante. Ya no existen la libre decisión, la responsabilidad y la culpa, de manera que la ética se disfraza de mera destreza técnica para sortear las dificultades de la vida. La literatura anticipa esta explosión incontrolada del sujeto. Por ejemplo, Clarín: nuestra Regenta asturiana se siente algunos días «multiplicada en fragmentos», gesto postmoderno que no le sucede, por cierto, a la muy francesa, burguesa y egoísta, pero también estupenda, Emma Bovary. Años después, Hermann Broch tritura y luego reconstruye a su personaje en la narración excepcional de «La muerte de Virgilio». Pero los pretextos teóricos al uso no alcanzan un nivel tan distinguido. Alguna culpa tienen los comunitaristas con su obsesión antiliberal. Un buen consejo, ya de paso, para una lectura entretenida: «Solo en la bolera», libro de moda de David Putnam. Frente a la libertad individual, los nostálgicos del colectivismo original magnifican a los ídolos de la tribu protectora. Pero cuando, por esta vía, estamos a un paso de llegar al nacionalismo excluyente e incluso al terrorismo integrista, se apuntan los progresistas, legitiman la doctrina y, entre grupo y grupo, exigen que se reconozca la calidad de todos por igual. Aquí aparece Will Kymlicka con sus derechos colectivos, expresiones poliétnicas y escaños garantizados. Esto es, la yuxtaposición de diferencias jaleadas como reflejo de culturas equiparables. Los liberales, como siempre, acosados por una izquierda que duda ante la libertad individual y la igualdad ante la ley. Con esta izquierda (multicultural, multidialogante y hasta multimedia) vuelven los privilegios estamentales del Antiguo Régimen: pronto volverán también, me imagino, el juicio a cargo de los pares y el mandato imperativo. A lo peor, tendremos que despedir sin gloria a la sociedad abierta.

La nueva doctrina deriva en la promoción de la diferencia a costa, faltaría más, del dinero público. El grupo marca la frontera: se dice oprimido, reclama reconocimiento y, más pronto que tarde, plantea la secesión, territorial o administrativa. Vale para Québec (ya saben, todos estos tópicos se importan de Canadá) y para nuestros nacionalistas domésticos. También, en esta mezcla confusa, para comunidades de inmigrantes según procedencia. Primero, desapego moral. Luego, representación propia. Siempre, dedicación exclusiva a cuestiones de identidad, el universo visto bajo el prisma de la diferencia y las relaciones humanas, que podrían ser tan atractivas, convertidas en una dinámica de agravios. Por lo demás, el grupo amenazado genera su propia élite que vive, en sentido literal, de cultivar una estrecha apología de sí misma. Primero, folclore y artesanía. Luego, foros, congresos y exposiciones. Con suerte, un poder público para ellos solos. Apoteosis identitaria más subvenciones garantizadas, igual a paraíso multicultural.

Al final todo confluye, nacionalistas anticuados y multiculturales sesudos, porque el objetivo siempre es el mismo: repartir los despojos del Estado-nación y de la sociedad del bienestar, todavía suculentos. La izquierda eterna llega fuerte en busca de nuevos proletarios, mientras que la derecha esgrime su buena gestión y calla ante los problemas de fondo. Por ejemplo: ¿qué hacemos cuando el grupo actúa de forma agresiva contra los derechos individuales? Vamos con el tema capital de la inmigración. El emigrante huye por definición de un pasado miserable, producto quizá de una injusticia cósmica que no está en sus manos remediar. Tampoco en las nuestras. Si les dejamos (o peor, si les exigimos) reproducir aquí la cultura de allí, hacemos imposible su contribución al bienestar de la comunidad receptora, pero también su eventual liberación personal. La falacia multicultural desconoce el derecho inalienable a romper las cadenas de una tradición perversa. Dicho en positivo: se trata del «derecho a la postmodernidad», esto es, la capacidad para incorporarse (siempre desde la legalidad) a esta vida poco apetecible de ciudades dormitorio y centros comerciales. Muy en serio: nuestra civilización, incluso desvencijada y absurda, es la única que le permite a la mujer ganar un mínimo de dignidad. ¿Por qué lo impiden sus sedicentes protectores? El velo es signo de impureza y subordinación. Pero es inaceptable que se equipare con la cruz de Cristo, cuyo significado -como es notorio- nada tiene que ver con esa humillación con frecuencia consentida. Además, el multiculturalista hace chantaje a quien pretenda razonar sin dogmatismo. Fomenta (supongo que de buena fe) un clima de opinión que deriva en burdos extremismos populistas, porque no soluciona el problema ni deja que lo solucionen los partidos serios y democráticos. Estos, a su vez, se cubren la cara con falsa inocencia y practican el sofisma de la corrección política. Ya está completo el círculo vicioso.

En plena fiebre helenística, el anatema fulmina a quien proclama la jerarquía moral, política y cultural entre civilizaciones y formas de vida. El multiculturalismo como ideología engaña en nombre del respeto y la tolerancia y conseguirá, si le dejamos, crear nuevos guetos discriminatorios. El liberalismo, en cambio, cree en el individuo; en sus libertades intransferibles al grupo; en el derecho a comparar, a optar por lo mejor y a descartar la mercancía averiada. Cree, sobre todo, que la civilización occidental, con su evidente grandeza y su terrible miseria, ha creado la sociedad menos injusta de la historia. ¿Hacemos cada día lo necesario para merecerla?

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