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Isabel la Católica, reina vencedora, mujer derrotada (II)
Los años transcurridos entre 1469 y 1474 fueron los de un «calvario durísimo» que puso en repetidas ocasiones «a prueba su virtud», llegando a estar dispuesta a renunciar al trono «por la paz del Reino». Sin embargo, muerto el Rey, su primer acto fue el de «consagrar su reinado a Dios» y puso en el escudo el águila de Patmos. Durante la jura no se olvidó de acatar los fueros de las ciudades, sino también «las leyes de la Iglesia».
Luego vino la guerra civil en la que intervino Alfonso V tras casarse con Juana la Beltraneja (en la Positio se habla siempre de «la Beltraneja» y en este caso no sé si tiene mala intención el que la citen, predisponiendo al lector contra el Rey, casado con una mujer hija adulterina). Isabel actuó con los vencidos «con regia generosidad y caridad cristiana ejemplar».
Llegó la reorganización del reino. Una frase me ha llamado la atención (...): el reino, se afirma, fue «dejado en un estado lastimoso por su hermanastro el impotente». Creo que «el impotente» no fue el único culpable de las guerras civiles de Castilla. Creo, que, según tengo entendido, hubo algunos más.
Entre las virtudes, la convocatoria de todos sus vasallos. Así, en primer lugar, la constitución en 1478 de la congregación del clero, que sirvió «para echar las bases de una amplísima reforma eclesiástica del clero». En las Cortes de Toledo de 1480 se reunió a nobles y pueblo. De ambas asambleas hubo un resultado general, «el inmenso ascendiente que se conquistó la Reina viniendo a ser moralmente Reina absoluta».
Por otro lado, luchó denodadamente por la reforma del clero, una reforma necesaria que ella encauzó con unas premisas esenciales: por medio del derecho de «suplicación» (que no era ?dicen? de patronato regio) o de intervención en la designación de los obispos que «debían ser santos, letrados y residentes». Para evitar el absentismo de las sedes, debían ser «nacionales». Así logró reformar el clero, los institutos religiosos y las costumbres públicas. Su acción de gobierno en materia religiosa es aplaudida, porque lo hizo casi todo un siglo antes que el Concilio de Trento y «con ello preservó a España de las guerras religiosas que ensangrentaron a Europa y preparó a la Iglesia para la evangelización de América».
Lo que no tiene desperdicio es la interpretación de la implantación de la Inquisición en Castilla (1478), lo cual se hizo «por deseo insistente de Sixto IV (...) para conjurar el peligro de los falsos conversos judaizantes». Y continúa la exculpación: con la Inquisición se estaba ventilando «el ser o no ser del catolicismo en España». Sin embargo, algo inmoral debió de haber en esta institución cuando se asevera, ¿de manera exculpatoria?, que trató de hacerla innecesaria con una intensa campaña misional reteniendo entre tanto la Bula (fundacional) por casi dos años». El tema queda expuesto en cuatro renglones.
Con respecto a la reconquista de Granada, llama la atención cierto infantilismo: empeñó las joyas y al no haber dinero circulante, la Reina «se inventó el resguardo de papel (el billete de banco)». (¡qué dirían de esa afirmación los grandes hombres de negocios italianos, flamencos o alemanes!); y como quiera que ella proveía y abastecía su hospital ambulante anticipó «en siglos a la Cruz Roja» (!). Igualmente como Fernando solía estar en el frente y ella en retaguardia ocupándose del avituallamiento de los ejércitos, «creó la intendencia militar».
(...) Gracias al patronato real (1486) lograron, se afirma de manera poco verdadera, que «en los primeros años del siglo XVI ya no había infieles en el Reino». ¿De verdad que en los primeros años del siglo XVI ya no había infieles? Entonces, ¿qué ocurrió después: una nueva invasión? Porque tal vez don Juan de Austria tras lo de Lepanto luchó en las Alpujarras contra molinos de viento, en vez de contra musulmanes; o los protagonistas de la deportación de 1571 fueron sombras inánimes; o la expulsión de 1609 se hizo con maniquíes. No, la verdad es otra: en los primeros años del XVI y del XVII en España había musulmanes. Aunque fueran apóstatas o descendientes de apóstatas. (...)
En ocho líneas queda reflejada la opinión de la Positio sobre la expulsión de los judíos: «Les retiran el permiso de estar en sus Reinos» (¡como si no fueran suyos también¡) por una causa que era su «ley constitucional»: la de «salvar la fe católica». Con estas palabras se sintetiza el carácter de la presencia judaica en España: faltaban «pertinazmente al pacto de tolerancia» (...) y eso que habían sido beneficiarios de una «situación privilegiada» incluso en la misma Corte, en la que había judíos «de gran valor». Con esos vaivenes de exaltación y exposición de sus traiciones, no hay otra salida para la conclusión general: «La medida era la más humana y benévola (...)» y la ejecución del decreto «se hizo de la forma más justa que se podía desear».
Por su parte y con respecto al descubrimiento de América, se parte del principio de que «el Gran Kan deseaba y estaba esperando misioneros cristianos» (!). Con esa idea inicial es de suponer que quien mandara allá misioneros sería moralmente laudable. ¿Quién si no la sierva de Dios? Pero es que resulta que obró contra corriente: nadie creía en la posibilidad del viaje que proponía Colón excepto ella, que «queda impresionada y acoge benignamente a Colón». El fin último ?como se demuestra por los más de cien documentos que hacen alusión a ello? era el de llevar allá la fe católica. Así que dejó puestas las bases de la evengelización y nuevas concepciones sobre los indios americanos; «se preocupa maternalmente de sus nuevos súbditos, a quienes llama sus hijos». Como resultado de sus intereses, la mitad del catolicismo actual está en las Américas.
(...) Capítulo especial merecen las alusiones a su papel como esposa y madre. «Amó a su esposo apasionadamente». Ella fue superior a él en ingenio y dotes de gobierno, pero hacía «que el mérito se atribuyese a él». Era celosa sí, pero cuando alguna dama se acercaba al Rey más de lo necesario, «procuraba apartarla del modo más delicado y ventajoso para ella». Se dan por hechos ?no hay manera de negarlos, claro? los devaneos amorosos del Rey, «cubrió sus infidelidades hasta el punto de no saberse de reacción alguna por ellas (!), aunque tampoco toleró que los vástagos de Fernando arrollaran por doquier. Asimismo, «la fidelidad de Isabel es proverbial»; «era la castidad misma»; cuando el Rey se ausentaba, «solía dormir en la cámara común con sus damas, después con las hijas» (...). Amó y educó esmeradamente a los hijos, y a ellas les dio una formación inusual. Sin embargo, «no tuvo suerte con los hijos; fueron su cruz interior en los últimos diez años de su vida».
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