conoZe.com » Leyendas Negras » II República y Guerra Civil Española

Falsas causas del anticlericalismo

Supongamos que Azaña (o Companys, o cualquier alto dignatario republicano) hubiera sido capturado por grupos derechistas que, después de someterle a un largo calvario de golpes y vejaciones, le hubieran cortado los testículos, para luego pegarle cuatro tiros y, aun agonizante, arrancarle los dientes de oro que tuviera.

Puede imaginarse fácilmente el clamor de la propaganda izquierdista, el empleo del caso como demostración del carácter definitivamente bárbaro y asesino de sus contrarios; diversos intelectuales se especializarían en publicar relatos e investigaciones, y grupos como "Salvar la memoria" (¿o envenenarla?) estarían pasando y repasando el crimen por los ojos y los oídos a la población año tras año. Afortunadamente, nada de eso le ocurrió a Azaña. Pero sí le ocurrió, en cambio, al obispo de Barbastro, por ejemplo. Ahora bien, ¿quién conoce el caso? ¿Quién lo utiliza sin tregua para "salvar (envenenar) la memoria"? No obstante hechos parecidos, y aun más crueles y ensañados, abundaron en la persecución antirreligiosa durante la guerra, a pesar de lo cual o más bien por lo cual, los mismos que en el primer caso nos estarían aturdiendo incesantemente con el recuerdo y los detalles de la barbarie, pretenden que la misma Iglesia y la derecha rematen a las víctimas con un desdeñoso olvido, en bien de una "reconciliación" nunca practicada por ellos, y que equivaldría a una especie de complicidad moral con los asesinos.

La persecución religiosa, tan apasionada y sistemática, no respondía al odio político, pues la inmensa mayoría de las víctimas no pertenecía a partidos más o menos fascistas de los que las izquierdas pudieran temer agresiones. Su utilidad desde el punto de vista bélico fue nula, y políticamente perjudicó en extremo a sus autores, pues dejaba en evidencia sus pretensiones de democracia, o de humanitarismo y cultura, y alimentó la desgana de Gran Bretaña, Francia y Usa por ayudar al Frente Popular, pese a los clamores "republicanos" y "democráticos" de éste. Esa aparente irracionalidad, unida a una crueldad tan extrema, ha obligado a buscar explicaciones al fenómeno, poco convincentes en general.

Una de ellas fue que las iglesias y conventos servían de polvorines o de fortalezas desde las que curas y frailes disparaban contra "el pueblo", aunque no se ha aportado un solo caso fehaciente de tal cosa. El evidente infundio continúa una larga tradición, iniciada en la primera mitad del siglo XIX con el bulo de que los frailes envenenaban las fuentes públicas. Sería un error atribuir tales falsedades, por su tosquedad, a mentes incultas "del pueblo", pues, por extraño que parezca, han sido más o menos creídas y divulgadas por intelectuales. A raíz de la magna pira de conventos, bibliotecas y escuelas con que se inauguró la república, Rivas Cherif cuenta una frívola charla entre él y Azaña, en la que éste, "si se le argüía aduciendo la matanza de frailes del 34 del siglo pasado so pretexto de haber envenenado las aguas, decía que él no lo creía así; pero que si el pueblo lo aseguraba, era desde ese momento una verdad histórica irrebatible". En realidad, los bulos partían de círculos nada populares, que los utilizaban para excitar a la masacre de religiosos a masas fácilmente sugestionables. No se trata, por tanto, de una explicación, sino de una parte de la persecución misma.

Un argumento más matizado alude a una reacción debida a la excesiva influencia o interferencia política del clero, o a su hostilidad a la república. Así lo sostiene Azaña cuando habla de imaginarios gobiernos de obispos y abadesas, o atribuye la persecución a la supuesta "intransigencia, la ferocidad del todo o nada" practicada por los católicos. La tesis, con más o menos matices, ha sido sostenida por mucha gente, incluso en sectores conservadores y del propio clero. Pero la realidad es la inversa exactamente. No fue la Iglesia la que hostigó a la república, sino los políticos jacobinos de la república los que hostigaron sin descanso a la Iglesia. Ni siquiera cuando la tremenda agresión de las quemas de iglesias, bibliotecas y escuelas cristianas en mayo del 31, respondió el clero o los partidos católicos con la violencia o la subversión. La CEDA no sólo admitió y acató el nuevo régimen, sino que lo salvó literalmente en octubre de 1934, cuando fue asaltado por las propias izquierdas, como resulta del examen de los hechos y contra una caudalosa propaganda.

Una tercera explicación, muy esgrimida incluso en círculos conservadores, afirma que la Iglesia se ganó la animadversión de amplias capas populares por haberlas olvidado, por no haber atendido a sus necesidades y haberse aliado estrechamente con las capas "reaccionarias", o con el "capitalismo". Esto tampoco resulta convincente. La Iglesia sostenía una red muy considerable de asilos de ancianos y desvalidos, asistencia a enfermos, centros de formación profesional y de enseñanza a obreros y jóvenes sin recursos, de ambos sexos, etc., todo ello tanto más apreciable en una época en que apenas existía seguridad social. Lo que hacía la Iglesia, mucho o poco y desde luego no era poco, no lo hacía nadie o casi nadie. El argumento podría tener algún peso si el objetivo del exterminio hubieran sido las jerarquías eclesiásticas o los sacerdotes de los barrios y zonas acomodadas, pero no fue así. Los incendios de mayo del 31 se dirigieron, significativamente, contra centros de formación profesional o escuelas salesianas para obreros, y Azaña quiso prohibir incluso la beneficencia eclesial. En realidad, los perseguidores detestaban especialmente esas actividades, pues las veían como una intromisión en el campo obrero, que ellos se creían con derecho a monopolizar. Los curas y frailes dedicados a ellas fueron asesinados, a veces con verdadero sadismo.

También se ha mencionado un carácter eclesial rutinario, sin contenido espiritual, y con un nivel cultural bajo. Madariaga hace ver lo, en parte, infundado de la acusación: las provincias de mayor cultura popular, donde el analfabetismo estaba erradicado, eran las muy clericales de Santander y, especialmente, Álava, "la provincia más devota de toda España". Pero el mismo autor encuentra una explicación, algo sorprendente, en el abandono, pese a todo, de la cultura católica por la misma Iglesia. No obstante, la Iglesia mantenía, aparte de instituciones culturales de primer orden, como la universidad de Deusto, numerosas publicaciones y trabajos de investigación muy variados. Sin vivir una etapa de brillantez intelectual, tampoco estaba, ni mucho menos, tan decaída como se la ha supuesto. Y la presunción de una religiosidad formulista y hueca choca con la evidencia de las víctimas, que muy a menudo aceptaron el tormento y la muerte antes que renegar de sus creencias, y lo hicieron perdonando expresamente a sus asesinos. Los célebres versos de Claudel sobre los miles de mártires "y ninguna apostasía" parecen reflejar bastante bien la realidad. Pues, como una muestra más del extraño carácter, por así decir antipolítico, de la persecución, a menudo se ofrecía a las víctimas salvarse a condición de que hicieran algún acto simbólico contra la religión, como pisotear un crucifijo, o blasfemar. Sea cual sea el punto de vista con que se trate el hecho, está claro que al menos para un sector amplio de los católicos su fe no era superficial.

Todas estas explicaciones tienen sin duda una parte de verdad, pero en lo esencial yerran el blanco. ¿Por qué? Lo trataremos en otra ocasión.

Ahora en...

About Us (Quienes somos) | Contacta con nosotros | Site Map | RSS | Buscar | Privacidad | Blogs | Access Keys
última actualización del documento http://www.conoze.com/doc.php?doc=1315 el 2005-03-10 00:25:45