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Una roca

Me ha impresionado la lectura del artículo de Juan Manuel de Prada titulado «El Papa decrépito». Lo asumo en su totalidad. Este Papa es aborrecido por la retroprogresía imperante y pseudocultural por una razón de principio. Con la palabra agrietó el muro de las tiranías comunistas. Escachifolló de golpe el invento, la referencia y la coartada de los impostores y los supercheros que vivían de la mentira. Que vivían de la mentira, todo hay que decirlo, pero no inmersos en su sufrimiento. Ahora la venganza se resume en la risa que les causa su ancianidad. Muy progresista y solidaria esa hilaridad ante la vejez de un ser humano. Este Papa polaco, que además cree en Dios con la fe del carretero, fue asesinado en plena juventud. Sucedió que su fortaleza resistió. Aquella resistencia destrozó muchos planes y acabó con inconfesables esperanzas. Cuando un ser humano convive durante semanas con la muerte y termina por vencerla, paga el tributo del acabamiento físico. Y desde su triunfo, el Papa ha ido envejeciendo paulatinamente de manera pavorosa. Pero mantiene intactos el espíritu y la inteligencia. Y guarda para otras vanidades la de exhibir su caduquez sin límites ni complejos. Y casi desfallecido, trabaja dieciocho horas cada día. Y sin un resquicio de fuerza, con un Parkinson galopante y un cuerpo que ya no le responde, cumple con todos sus compromisos. Se ha recorrido el mundo y siempre ha ganado. Ha puesto en orden las sombras de su casa, que es la Iglesia, y aunque tachado de conservador a ultranza, ha sido en lo social el más firme y avanzado de todos los descendientes de Pedro. La retroprogresía no quiere un Papa, sino un títere.

Me avergüenza, como persona, el afán por ridiculizar a este Papa que resiste como una roca. No le afean sus palabras, ni sus ideas, ni sus decisiones. Es la decrepitud física el motivo de sus ataques, burlas y risotadas. Y Juan Pablo II, cada día más encorvado, con la voz más agonizante, con el temblor más indominado, insiste en no dejar lugar del mundo sin su huella, superando ambientes hostiles y desaires, y ahora prepara su viaje a Moscú, y eso sí que no se lo van a perdonar los que se ríen de su física debilidad triunfante.

En los últimos actos, el Papa no ha podido terminar sus discursos. Y ha precisado de un artilugio especial para moverse. Pero no se ha rendido. Que se está muriendo a chorros lo sabemos todos, pero nadie es capaz de aventurar, cuando los chorros se sequen, si una sola gota de sangre puede mantener el ánimo de este hombre para seguir en su sitio. Un día se quedará dormido en cualquiera de los agotadores actos que protagoniza, porque a este Papa siempre les parecieron muy cerradas y domésticas las puertas de Roma.

El día, no lejano, de la muerte del Papa, quizá alguna de las groseras risotadas le dedique el respeto del silencio. Pero otras seguirán, ya riéndose de un cadáver, con el rencor acumulado que proporciona la resignación definitiva. Jamás le perdonarán a ese futuro cuerpo sin vida el desvanecimiento de su mentira.

A la espera, mientras tanto, paso a paso, sudor a sudor, a trancas y barrancas, este Papa sigue en lo suyo. La fuerza le viene de su convencimiento. Su voz apenas se oye, pero todo en ella se entiende. Su pontificado será estudiado, analizado y discutido, pero nadie le podrá negar la grandeza de su espíritu, la fortaleza de su fe y la valentía de su cuerpo, casa primera de cada persona. A mí, personalmente, me pasa que, cuanto más humillan su ancianidad, más lo respeto y admiro. Que se rían.

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