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La aversión a la crítica
Se haya tan acosada y menesterosa la noble función de la crítica que uno está casi tentado a incluirla entre las obras de misericordia. Es más fácil predicar la tolerancia que ejercerla. Es verdad que hay críticas injuriosas e injustas, mas no faltan las respetuosas y merecidas. Pero los sometidos a ellas tienden a considerarlas siempre ilegítimas. Este parece ser el nivel real de nuestra tolerancia. Todo lo que no es adhesión y encomio es escarnio y vileza.
Quizá no exista termómetro más fiel para medir la temperatura de la tolerancia y el talante liberal que la capacidad para encajar la crítica adversa. Los que no merecen ser tolerados son, por supuesto, la mentira y el insulto. Pero los enemigos de la crítica tienden a borrar las fronteras entre una cosa y otra. El Gobierno no es ajeno a este desdén hacia la opinión adversa, mas no es el único ni el más enconado. Incluso la oposición, cuya misión natural es la crítica, tiende a soslayarla cuando se dirige hacia ella. No han faltado ejemplos de aversión a los argumentos no complacientes en los últimos días. Apenas hay hombre público o institución que no exhiba las huellas de reales o ficticios agravios críticos. Algunos jueces, juzgadores de profesión, parecen aspirar a la exclusiva y adornarse con la condición de la infalibilidad jurídica. «El Derecho soy yo», parecen proclamar, y toda forma de disensión se les antoja desacato o ignorancia. No pocos eclesiásticos, ayunos de una infalibilidad que sólo el Papa ostenta y eso limitado a los asuntos de fe, se adhieren también a esta emergente y antiliberal «cultura de la queja». Y lo hacen además cuando se pronuncian sobre asuntos que trascienden el ámbito religioso para adentrarse en el político, a pesar de que les asistan razones ante algunas críticas malintencionadas y destempladas. Al final, quizá haya quien se sienta tentado a pensar que habrá que dar a Dios lo que es del César y al César lo que es de Dios. Pero jueces y obispos se encuentran generosamente acompañados por políticos, escritores, periodistas, en suma, por casi todos. Olvidamos que la crítica es esencial en una sociedad liberal, que se fundamenta en la falibilidad de las opiniones y en la virtud de la modestia como camino que conduce a la aproximación a la verdad. En esto muchos laicistas superan a los religiosos hasta el punto de que cabe hablar de un fundamentalismo agnóstico. Niegan el derecho de la Iglesia a proclamar su mensaje como algo universal y, a la vez, están tan seguros de la validez de sus propias opiniones sobre lo justo e injusto que estigmatizan a quienes disienten y llaman a la desobediencia civil y a la huelga general. Una sociedad abierta y liberal puede soportar las críticas injustas; lo que no puede soportar sin perecer es la ausencia de crítica.
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