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La Vida es la Gran Maestra
La vida es personal e intransferible. Cada persona la inventa y la diseña según un programa propio que responde a satisfacciones y expectativas subjetivas. El «cuando yo sea mayor me gustaría ser...» resume muchos aspectos que se alojan en ese mirar hacia el futuro, ilusión, entusiasmo, promesas de ir llegando a nuestro destino con el paso del tiempo. Es la figura de la vida por delante y por detrás, con su cara y su espalda. Cada uno es el que quiere ser, con un proyecto que cambia y se modifica según los avatares, previstos e imprevistos, de su deambular. Esta dialéctica entre lo que uno quería ser y lo que uno va siendo es la que soñaba Dilthey, pensador del siglo XIX, el que mejor habló sobre la vida.
Somos peregrinos de ilusiones, emigrantes hacia un mundo mejor. El porvenir es lo que más llena la vida personal, lo que esperamos que suceda, y eso siempre es positivo. El pesimista es un agorero de malos presagios, mientras que el realista tiene los pies en la tierra y la mirada puesta en la lejanía del paisaje. Posibilidades contra realidades.
En medio de su camino se cruza el azar, con su fortuna y su desventura, las cuales van tiñendo de color los pasadizos de la ciudadela interior. La historia de cada uno es ciencia sistemática de lo que hemos vivido, con su activo y su pasivo. El ser humano es temporal. Y el tiempo es regalo y tarea, don y quehacer.
¿Cómo inventa uno su vida? Ante todo con modelos de identidad atractivos. Vemos o leemos vidas fuertes, sólidas, imponentes, fascinantes, que nos enganchan porque admiramos a ese personaje que se vuelve hacia nosotros con su carisma, mostrándonos la belleza de una trayectoria de mérito, con los principales argumentos bien perfilados. Pasamos por donde él ha pasado y nos identificamos con sus luchas, sus éxitos, sus fracasos y sus superaciones. Cada uno necesita tener unos pocos modelos que sirvan de espejo y reflexión. Hay que buscar la afinidad.
Cada travesía biográfica debe articularse sobre la coherencia. Ese es su mejor señuelo. Al analizarla en su conjunto vemos sus segmentos (infancia, pubertad, adolescencia, primera juventud, madurez, la segunda madurez, la vejez) y sus argumentos (amor, trabajo, cultura, amistad, creencias, valores). Cada edad de la vida tiene sus preferencias. Cuando uno es joven está lleno de posibilidades e ilusiones. Cuando uno es mayor está lleno de realidades y resultados. La juventud es un momento especial de la vida, con dos notas muy refrescantes, conciencia de sí mismo y autenticidad. Reto a los jóvenes a la grandeza de la vida, que la sed juvenil de búsqueda lleve a la aspiración de lo excelente, a una vida honda profunda, alegre solidaria. Si nos aferramos a los ideales nos mantendremos siempre jóvenes.
La madurez es serenidad y benevolencia. Entre la juventud y la madurez se engarzan hechos, vivencias, sorpresas, alegrías, decepciones y un abrir los ojos para captar la totalidad.
La vida tiene muchos sabores, pero tiene un temple, que es como una especie de conocimiento global, lo que Dilthey llamaba lebensgefühle y Heidegger befindlichkeit: realidad diversa y realidad multivariada. La experiencia de la vida no es un estado de ánimo, sino un conocimiento vivido. La palabra «experiencia» deriva del griego empeiríaa. Es el «saber hacer», que deriva también del latín experientia. En esta voz encontramos el vocablo per, que relaciona a esta palabra con la idea de peligro; y también con porus y portus, que transmiten la idea de salida, de paso. Se resumen los conceptos del viaje y del riesgo de transitar por caminos inadecuados ni no se elige bien la ruta. En alemán tenemos la palabra erfahrung, «experiencia, ensayo, prueba». Los franceses hablan de experience vécue. Los ingleses de experience.
La experiencia de la vida es un conocimiento acumulado que se hospeda en nuestro interior y que actúa sin que nosotros nos demos cuenta. Está ahí, en los entresijos de tantas vivencias, sesteando o despertando, habitando siempre en nuestra mente. Tiene un carácter global, estructural, sintético. Nosotros no contamos con él, pero este saber aflora cuando hace falta, y en momentos estelares es un gran consejero.
Es una sabiduría callada, sigilosa, lacónica, reposada y a la vez elocuente, expresiva, convincente, que nos saca de momentos difíciles con su consejo atinado y su destreza de experto. Es veteranía y preparación, pericia y capacidad. Pero no todos la tienen. Muchos, inmersos en el torrente de la existencia, pocas veces se detienen a pensar y a hacerse preguntas. En estas personas todo va demasiado deprisa. No saben tomar distancia y preguntarse los porqués de tantas circunstancias.
Julián Marías, en su Antropología metafísica (Revista de Occidente, Madrid, 1973), describe los dos rasgos de la estructura de la vida: la instalación y el sentido vectorial. He hablado en otras partes de la importancia del proyecto de vida; ahora me refiero a un haz de proyectos posibles que se van espigando y saliendo hacia delante. Debe darse una conexión entre ellos, tiene que haber una relación con esos argumentos esenciales.
La vida debe de ser una tarea gustosa. La vida se va haciendo cuando movemos con arte y oficio lo físico, lo psicológico, lo cultural y lo espiritual.
Uno se entera de lo que es la vida viviéndola. Me ocupo de mí mismo y lo primero es vivir, después filosofar. En el célebre libro de Valle-Inclán Luces de Bohemia, le dice don Latino de Hispalis a Max Estrella: «No has sabido vivir». Para un psiquiatra, como es mi caso, esta expresión tiene lecturas diversas y ricas. ¡Que complejo es acertar en la vida y dar en la diana de sus grandes asuntos! La vida es tan larga, tiene tantos pliegues, que no es posible tenerlos previstos todos, ya que hay en el fondo de ella un tono imprevisible, lo que le da un carácter dramático. Luchamos a brazo partido por superar tantas adversidades que nos convertimos en maestros de la poliorcética, el arte de la fortificación en la guerra. Necesitamos acorazarnos, hacernos fuertes en la lucha, no derrumbarnos.
La mejor de las vidas está llena de heridas y sinsabores. La peor es un retablo de fracasos en los grandes guiones del libreto. La madurez es saber entender en qué consiste vivir, cuáles son las claves, qué hay que hacer para vivir y sobrevivir. Pensemos en un espacio de la experiencia vital al completo, la vida profesional: hay que tener un trabajo digno, sacarlo adelante de la mejor manera posible, saber qué es la competitividad y llevarla con estilo, como un ingrediente más de la profesión. ¡Que faena siempre incompleta! Y no debe uno dormirse en los laureles ni recrearse excesivamente.
Otro tanto sucede con la vida afectiva, hoy sometida a la demolición de una sociedad neurótica que tira por la borda el mundo sentimental bien trabajado y va fabricando parejas endebles y frágiles. Amor y trabajo son dos ejes básicos de la vida. Hay más, qué duda cabe, pero estos llevan la voz cantante. En el hombre posmoderno es frecuente que ambas dimensiones lleven direcciones contrapuestas: se afianza la actividad profesional y en lo afectivo se cae en la rutina, lo que lleva al desafecto y a la ruptura de relaciones emotivas de escasa madurez que nacen heridas. En alguna hora patética, uno se para al borde del camino y sin querer, sin conciencia de ello, hace un balance existencial, hace cuentas consigo mismo y el amor conyugal es un argumento que sale enseguida a la palestra para ser examinado. El amor es el primer ingrediente de la vida, pero no el único. El amor conyugal nos emancipa y nos hace cautivos, nos da alas y nos encadena a la vez. Esa es su condición.
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