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Argumentos renqueantes
Leo en un comentario editorial de un diario que el líder socialista «se compromete a defender en el Parlamento la regulación del matrimonio civil de los homosexuales, una iniciativa que no tendría nada de objetable porque ya está en vigor en varios países europeos». Prescindiré del fondo, es decir, de la cuestión de la posibilidad de aplicar el concepto de matrimonio a la unión estable homosexual, y atenderé a la forma argumental porque ella encierra un modo de pensar muy frecuente en nuestro tiempo y, si no me equivoco, quizá oculte una falacia que tal vez pueda mostrarse mediante su reducción al absurdo. Para empezar, el «tendría» resulta desconcertante. ¿Por qué «tendría» y no «tiene»? ¿Es sólo un desliz intrascendente o revelador de la escasa convicción del autor? Pero esto es cuestión, sin duda, menor.
Lo más llamativo es la razón aducida para demostrar que nada hay (¿o habría?) de objetable en la propuesta del dirigente socialista: «ya está en vigor en varios países europeos». De manera que, si mi lógica no falla, y, tal vez en tiempos relativistas cada cual tenga su propia lógica, todo lo que esté en vigor en varios países europeos deviene inobjetable. No alcanzo a comprender qué sagrada fuerza moral y jurídica le viene a algo por estar en vigor en algunos países europeos. Pero además, tan sutil argumento se refuta a sí mismo, pues, con la misma razón, cabría argumentar que nada habría de objetable a la exclusión del matrimonio entre homosexuales ya que no está en vigor en algunos países europeos. Ignoro qué extraña autoridad política y moral toca a unos países europeos en detrimento de otros. Habría que saber qué países legislan «ex cátedra» y jamás pueden equivocarse y cuáles están obligados a seguir la senda marcada por los que constituyen la vanguardia moral.
En el fondo, y más allá del modesto rigor del argumento, revela una manera tan habitual como extraviada de plantear problemas morales que bien puede interpretarse como uno de los síntomas de la indigencia de nuestro tiempo. Se trata del prejuicio de que todo lo que reviste apariencia de nuevo es necesariamente mejor que lo anterior y terminará por imponerse. Es, en definitiva, el prejuicio progresista. No importa que la novedad sea muchas veces más aparente que real y que apenas haya extravagancia actual que no sea imitación de una pasada. Ninguna payasada hay nueva bajo el sol y todas las perversiones están ya inventadas. Sólo nos queda reiterarlas o refutarlas, mas no inventarlas. El prejuicio progresista tiene además un curioso tufillo hegeliano y un optimismo difícil de justificar en una época en la que a su fealdad natural hay que añadir la existencia de fenómenos criminales como el fundamentalismo islámico, quizá el más atroz de todos. Tampoco nada nuevo.
Ciertamente, en el ámbito de la política democrática las leyes deben atenerse a la opinión dominante, sea ésta noble o abyecta. La mayoría puede casi todo, mas que pueda no significa que deba. Una abyección mayoritaria o dominante no deja de ser una abyección. En ningún caso un hombre libre admitirá que su criterio moral le venga suministrado por la legislación de «algunos» países europeos. Los hombres encuentran muy difícil ponerse de acuerdo para hacer el bien y poseen una sorprendente capacidad para alcanzar consensos bellacos y abrazar argumentos renqueantes. En el ámbito de la moral, y en el de casi todo, vale más la opinión de un hombre sabio que el consenso de una muchedumbre. Sólo en la política debe mandar el hombre medio, pero mandará mejor si se atiene al criterio de los mejores.
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