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Pena de muerte y legítima defensa

Don Manuel del Campo, Director del Secretariado Nacional de Catequesis de la Conferencia Episcopal Española, nos informa que está realizada ya la traducción al español del «Catecismo de la Iglesia católica» en su Edición Típica Latina (aprobada y promulgada por la Carta apostólica «Laetemur magnopere», de 5-VIII-1997), y en este momento ya está en prensa para su muy próxima publicación. Muy en breve podremos contar con esta edición del «Catecismo de la Iglesia católica» en España y en todos los países de lengua española. Entre las correcciones -pocas- que se han hecho a la edición de 1992, en esta Edición Típica resultan de especial interés las correcciones que presentamos a continuación:

Nº 2265

Versión de 1992: La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad.

Versión definitiva: La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave para el que es responsable de la vida de otros. La defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar perjuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítima tienen también el derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad.

Nº 2266

Versión de 1992: La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte. Por motivos análogos quienes poseen la autoridad tienen el derecho de rechazar por medio de las armas a los agresores de la sociedad que tienen a su cargo.

Las penas tienen como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, tiene un valor de expiación. La pena tiene como efecto, además, preservar el orden público y la seguridad de las personas. Finalmente, tiene también un valor medicinal, puesto que debe, en la medida de lo posible, contribuir a la enmienda del culpable (cf. Lc. 23, 40-43).

Versión definitiva: A la exigencia de tutela del bien común corresponde el esfuerzo del Estado para contener la difusión de comportamientos lesivos de los derechos humanos y de las normas fundamentales de la convivencia civil. La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito.

La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de expiación. La pena finalmente, además de la defensa del orden público y la tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda del culpable.

Nº 2267

Versión de 1992: Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo estos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.

Versión definitiva: La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la pena de comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas.

Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.

Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo «suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos».

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