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Los olvidos de la filosofía y la memoria de la teología

El cardenal Ratzinger, en su lúcida conferencia Fe, verdad y cultura, leída en Madrid el pasado 16 de febrero y publicada íntegramente por Alfa y Omega, reivindica la potencia filosófica que emana de la fe bíblica y la pretensión de verdad universal interna al cristianismo. Posición filosófico-teológica que rechaza de plano el relativismo epistemológico reinante, la pérdida de confianza en la razón que manifiestan tantos filósofos de diversas tendencias y, sobre todo, el intento de reducir el cristianismo a un mero proceso histórico-cultural sin contenido alguno de verdad universal.

Esto es lo que, en esencia, la Iglesia a través de diversas encíclicas (especialmente Veritatis splendor y Fides et ratio, aunque también en algunos párrafos de Centesimus annus y Evangelium vitae) está proponiendo al pensamiento actual en su conjunto: la filosofía no ha de cerrarse en sí misma, ni ha de renunciar a las preguntas radicales y últimas, aquellas que originaron el pensar griego, y que han constituido el impulso secular tras la búsqueda racional de la verdad sobre el mundo, el hombre y Dios. Por ello, no es del todo inoportuno recordar en estas páginas cuáles son algunos de los problemas que ha olvidado la filosofía de finales del siglo XX y que, según la teología cristiana, han de seguir planteándose para que el propio pensar filosófico no se encierre en un callejón sin salida, se niegue a sí mismo y renuncie a su función cultural.

Según la Iglesia el problema metafísico y epistemológico de la verdad es el núcleo de la historia del pensamiento y, por ello, su olvido en la filosofía reciente postmoderna es tan grave que afecta a todos los niveles del pensamiento y a las diversas dimensiones de la vida humana, tanto personal como socio-política. Todas las encíclicas mencionadas suponen, en sus respectivas argumentaciones, este olvido de la verdad, y extraen sus consecuencias éticas, sociales, políticas, e incluso teológicas y eclesiales.

Junto al olvido de la verdad, la filosofía ha renunciado a plantear el problema antropológico del sentido de la vida y de la muerte, considerando que es una cuestión privada y meramente sentimental, que cada uno ha de resolver según sus proyectos personales y particulares creencias, dado que la filosofía o la razón nada pueden decir.

Y de igual manera la ética contemporánea ha marginado el problema filosófico de la felicidad y del bien, centrándose sobre todo en la justicia y las normas morales, que son las que han de regular la convivencia ciudadana en medio de un pluralismo cultural. La preocupación greco-romana y cristiana por la vida buena y la felicidad, ha sido reivindicada recientemente por los éticos llamados comunitaristas, la mayoría de ellos cristianos.

Por último, las filosofías jurídica y política han olvidado en gran medida la preocupación por el fundamento de los derechos humanos y de la dignidad de la persona. Se han centrado en esclarecer los procedimientos dialógicos para aprobar leyes y hacerlas cumplir en los Estados. Junto a ello han marginado también la búsqueda de la base moral de las democracias, reduciendo tal sistema de gobierno a un mero mecanismo formal para resolver conflictos, obviando la defensa coherente de los derechos humanos, entre ellos el de la vida.

Es claro que la muerte de Dios, vociferada por Nietzsche a finales del siglo pasado, ha ido lentamente arrastrando consigo la crisis de la verdad, la relativización del bien moral y, en definitiva, como proclamó el estructuralismo francés, la muerte del sujeto. Hoy se postulan como evidentes en nuestro contexto filosófico tesis como éstas: la razón no es capaz de atravesar sus limitaciones culturales; el hombre no tiene naturaleza, sólo historia; lo bueno es la expresión de nuestros sentimientos o prejuicios; la libertad es el único valor y criterio de autenticidad; la vida del hombre en este mundo no se encamina hacia ningún fin último; Dios es un obstáculo para la autonomía; la muerte es el final absoluto de la persona y de la Humanidad entera...

Ante este panorama intelectual y existencial, ciertamente nihilista, la teología y el testimonio cristiano se convierten en un incentivo para el pensar filosófico profundo y la vida moral. Nos recuerdan que Dios no ha muerto, que es posible amarlo y conocerlo humanamente. Que siendo tarea ardua buscar y encontrar la verdad, ella nos posee, hay que descubrirla y contemplar su esplendor. Que el bien, como creía el anciano Sócrates, es cognoscible, argumentable y válido para todos los hombres. Que la vida humana tiene sentido, que el dolor y la muerte no son zarpazos de un destino irracional y cruel del que hay que huir. Que la razón -es decir, la filosofía- es una de las alas con la que, como proclama nada más comenzar Fides et ratio, el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Por consiguiente, y así concluía Ratzinger su conferencia, una filosofía que ya no pregunta quiénes somos, para qué somos, si existe Dios y la vida eterna, ha abdicado como filosofía.

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