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¡Nunca más odio, violencia o discriminación!

No era la primera vez que Juan Pablo II pedía perdón por los pecados de los hijos de la Iglesia (lo ha hecho unas cien veces en estos 21 años de pontificado). Sin embargo, el domingo pasado fue la primera vez que un obispo de Roma presidía una celebración solemne dedicada al reconocimiento, ante Dios y los hombres, de las faltas pasadas y presentes de los hijos de la Iglesia.

Quienes abarrotaban la Basílica vaticana (miembros de la Curia romana, representantes del Cuerpo diplomático, peregrinos...) eran conscientes de que asistían a un momento histórico. La cúpula de Miguel Ángel se hizo eco de la confesión de siete cardenales arzobispos, colaboradores cercanos del Papa, quienes junto a él elevaron a Dios siete súplicas de perdón.

El cardenal africano Bernardin Gantin, Decano del Colegio cardenalicio, comenzó pidiendo la purificación de la memoria de los cristianos para que este Jubileo se convierta en un auténtico motivo de conversión. El cardenal Joseph Ratzinger confesó las culpas de hombres de Iglesia, quienes, en nombre de la fe y de la moral, han recurrido a veces a métodos no evangélicos en su justo deber de defender la verdad. El cardenal vasco-francés Roger Etchegaray confesó los pecados que han dividido a los cristianos. El cardenal Edward Cassidy reconoció los atropellos cometidos contra el pueblo de la Alianza, Israel. El arzobispo japonés Stephen Fumio Hamao hizo una confesión pública de las culpas cometidas con comportamientos contra el amor, la paz, los derechos de los pueblos, el respeto de las culturas y de las religiones. El cardenal nigeriano Francis Arinze invitó a pedir perdón por los pecados que han herido la dignidad de la mujer y del género humano. Por último, el arzobispo vietnamita François Xavier Nguyên Van Thuân, por los pecados que afectan a los derechos fundamentales de la persona.

Estas siete confesiones públicas eran fruto del examen de conciencia que ha hecho la Iglesia en la preparación del Año Santo, como fue subrayado por el Papa en la homilía. No sólo se recuerdan los pecados pasados, sino también los actuales. Confesamos con mayor motivo nuestras responsabilidades de cristianos por los males de hoy: frente al ateísmo, la indiferencia religiosa, el secularismo, el relativismo ético, las violaciones del derecho a la vida, el desinterés por la pobreza de muchos países, no podemos dejar de preguntarnos cuáles son nuestras responsabilidades, dijo el Papa.

PEDIMOS PERDON Y PERDONAMOS

Al final de la celebración Juan Pablo II explicó el significado de este gesto que será considerado como uno de los más característicos de este Jubileo del año 2000. El Año Santo es tiempo de purificación: La Iglesia es santa porque Cristo es su Cabeza y Esposo; ahora bien, los hijos de la Iglesia conocen la experiencia del pecado, cuyas sombras se reflejan en ella oscureciendo su belleza.

No se trata de un juicio sobre la responsabilidad subjetiva de los hermanos que nos han precedido: esto es algo que sólo le corresponde a Dios, quien -a diferencia de nosotros, seres humanos- es capaz de "escrutar el corazón y la mente" -aclaró el sucesor de Pedro-. El acto que hoy se ha realizado es un reconocimiento sincero de las culpas cometidas por los hijos de la Iglesia en el pasado remoto y en el reciente, y una súplica humilde del perdón de Dios. Esto no dejará de despertar las conciencias, permitiendo que los cristianos entren en el tercer milenio más abiertos a Dios y a su designio de amor.

El gesto histórico de Juan Pablo II no fue sólo una petición de perdón. Ofreció también el perdón para todos aquellos que han atacado, perseguido, martirizado a los cristianos, ayer y hoy. Mientras pedimos perdón, perdonamos, añadió. ¡Que esta Jornada jubilar traiga a todos los creyentes el fruto del perdón recíprocamente concedido y acogido! De este modo, con la memoria purificada y reconciliados, los cristianos podrán entrar en el tercer milenio como testigos más creíbles de la esperanza.

Nunca más contradicciones con la caridad en el servicio de la verdad; nunca más gestos contra la comunión de la Iglesia; nunca más ofensas contra cualquier pueblo; nunca más recursos a la lógica de la violencia; nunca más discriminaciones, exclusiones, opresiones, desprecio de los pobres y de los últimos, fue el grito del Papa que resonará en el futuro del cristianismo.

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