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La purificación de la Iglesia en el Jubileo

Durante los siglos XVI y XVII fueron ejecutadas anualmente menos de tres personas por la Inquisición a todo lo largo y ancho de los territorios de la monarquía española, desde Sicilia hasta el Perú, lo cual representa una tasa inferior a la de cualquier tribunal provincial de Justicia. Cualquier comparación entre tribunales seculares e Inquisición no puede por menos de arrojar un resultado favorable a ésta (...) La cantidad proporcionalmente pequeña de ejecuciones es un argumento efectivo contra la leyenda de un tribunal sediento de sangre. Quien así habla no es ningún católico apologeta ni, menos aún, la Comisión Teológica Internacional en su reciente documento sobre La Iglesia y las culpas del pasado. Son palabras de un reconocido historiador inglés, Henry Kamen, en su libro La Inquisición española. Su desmitificación coincide con la realizada también por el Congreso sobre la Inquisición celebrado en el Vaticano en 1998. Sin embargo, el Papa ha pedido perdón.

El pasado 12 de marzo, primer domingo de Cuaresma de este Año Jubilar 2000, pasará a la historia como un hito importante en la profundización de la conciencia que la Iglesia tiene de sí misma como Cuerpo místico de Cristo y Pueblo de Dios. Juan Pablo II, junto con cinco cardenales y dos arzobispos, celebró, dentro de la misa solemne, un rito especial de petición de perdón a Dios por los graves pecados de tantos hijos de la Iglesia en el milenio que termina. Ningún Papa había hecho nunca nada así. La basílica vaticana, construida sobre la tumba de san Pedro, fue testigo de un acontecimiento singular que nos recuerda aquella otra escena de la que el mismo Pedro había sido protagonista: el arrepentimiento y el perdón que le convirtieron en roca sobre la que Cristo edifica su Iglesia.

No hay duda. Juan Pablo II es de la misma fibra que Pedro: un hombre apasionado por la verdad, por Jesucristo. Su propia peripecia biográfica le ha ayudado a amar con ardor la verdad que nos hace libres. La experiencia de los totalitarismos de este siglo, basados en la mentira disfrazada de ciencia y de progreso, le ha echado completamente en brazos de la fe en la verdad. Pero no de la verdad abstracta y racionalista, en la que se escudaban también las ideologías nazi y comunista, sino de la verdad concreta y universal de Cristo crucificado y resucitado: la potencia de la Cruz, de la que habla en la homilía del domingo pasado. Por eso, en noviembre de 1965, ya antes de terminar el Concilio, el arzobispo Wojtyla está entre los primeros firmantes de la carta de los obispos polacos que perdonan y piden perdón a sus hermanos alemanes y les invitan a olvidar no sólo la guerra pasada, sino también la guerra fría. El Gobierno comunista de Varsovia desató entonces una feroz campaña contra los prelados bajo el lema: No olvidaremos ni perdonaremos. Era la lógica del poder del mundo, contraria a la del Evangelio de la Cruz, la cual, como muy tarde en 1989, resultó ineficaz y desacreditada por los mismos hechos históricos.

Pero ¿ha seguido también la Iglesia la lógica del mundo? ¿No es ella santa en su vida e infalible en su adhesión a la Verdad? ¿Qué sentido tiene que el Papa, actuando solemnemente como tal en el templo que custodia su cátedra de Maestro universal, pida perdón a Dios por los pecados de la Iglesia? ¿Implica la novedad de la liturgia del domingo pasado una ruptura con la Tradición católica y, por tanto, un apartamiento de la Verdad a la que se quiere servir?

Las claves principales para responder a estas preguntas se encuentran en la citada homilía pronunciada por el Papa el domingo pasado. Naturalmente, no cambia nuestra fe en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. La Iglesia es y será siempre santa porque, habitada y guiada por el Espíritu Santo, participa de la santidad de su Señor, el único santo de verdad. Ella es el Cuerpo místico de Cristo, de cuyo costado siguen brotando la sangre y el agua, es decir, la Eucaristía y el Bautismo. Los sacramentos dan la vida de Cristo a los hijos de la Iglesia. Por eso, aunque algunos llegan a perder (ojalá que no definitivamente) esa vida de santidad, nunca han faltado ni faltarán santos y santas, gracias a los cuales la luz de Cristo brilla con resplandor en el rostro de la Iglesia. Han sido innumerables en el siglo XX, como ponen de manifiesto las canonizaciones realizadas y los procesos en curso, los que precisamente han perdonado a sus perseguidores.

Pero la Iglesia, en efecto, vive de la lógica de la Cruz. La vida que ella da a sus hijos le cuesta el dolor y la muerte, de modo análogo a lo que le sucedió al mismo Cristo. Él, que no había cometido pecado, cargó con los pecados de todos y murió la muerte del pecador. El mencionado documento de la Comisión Teológica Internacional, al que el Papa remite en su homilía, explica esta analogía. Se trata de una analogía porque la santidad de la Iglesia no es propia, sino recibida de Cristo, quien, como Hijo de Dios, no tiene en modo alguno pecado. De la Iglesia, en cambio, se puede decir que es pecadora en sus hijos, como hace la Comisión: pecadora, no en cuanto sujeto del pecado, sino en cuanto asume con solidaridad materna el peso de las culpas de sus hijos. De este modo ella es Madre de dolores, que sufre no sólo a causa de las persecuciones externas, sino sobre todo por las traiciones internas, los fallos, las lentitudes, y las contaminaciones de sus hijos. Observamos, con todo, que el Papa, siguiendo al Concilio, y a diferencia de la Comisión de teólogos, no aplica a la Iglesia el calificativo de pecadora. Seguro que de este modo se evita mejor el error de pensar que la gracia de Cristo no tuviera la última palabra en su Iglesia, haciéndola siempre santa.

La imagen del Papa, abrazado al Crucificado, y sus palabras solemnes de petición de perdón ponen de relieve ante todos el misterio de Cruz que vive la Iglesia, que es santa, pero que carga con los pecados de sus hijos. Es la doctrina del Concilio Vaticano II (Lumen gentium 8) y es la doctrina de siempre, a la que la Iglesia permanece y permanecerá fiel en virtud de su unión con Cristo por obra del Espíritu de la Verdad. Éste es el sentido de la infalibilidad eclesial, que nos asegura, si no lo impedimos, el acceso cierto a la doctrina y a la gracia de Cristo. El Papa pide perdón a Dios en nombre de la Iglesia y para ella, precisamente porque él representa la indefectible fe de la Iglesia en la gracia de Cristo y la permanencia victoriosa de esta gracia en ella. Lo cual no quiere decir, como algunos han interpretado, que los afectados sean solamente los laicos. También los Papas, los obispos y demás ministros son hijos débiles y pecadores de la Iglesia.

Quedan también problemas de orden histórico. ¿No se arriesga el Papa a actuar anacrónicamente juzgando hechos de ayer con criterios de hoy? ¿No le juzgarán a él mañana por esto y por otras cosas que hoy no valoramos negativamente? ¿No será justamente la conciencia de estos problemas la que ha aconsejado a sus predecesores una postura de reserva respecto al pasado de la Iglesia?

A la hora del Angelus del domingo el Papa afirmó claramente: No se trata de un juicio sobre la responsabilidad subjetiva de los hermanos que nos han precedido: esto es algo que sólo le corresponde a Dios. Se trata, pues, de valorar acontecimientos y hechos por lo que significan objetivamente de desviación o contradicción con el Evangelio. La responsabilidad subjetiva está condicionada por las circunstancias históricas. Pero, como escribía el mismo Papa en la Tertio millennio adveniente: La consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos. Y ello por dos motivos.

En primer lugar, porque si concediéramos que no se puede enjuiciar objetivamente el carácter más o menos evangélico de los hechos del pasado, caeríamos en el relativismo histórico, según el cual no habría criterios objetivos de verdad válidos para todos los tiempos y culturas. Hay que advertir que son algunos de los que hoy niegan la existencia de estos criterios, quienes, por un lado, aplauden el gesto del Papa respecto del pasado y, por otro lado, le reprochan no actuar consecuentemente respecto del presente y el futuro. Cabría preguntar en nombre de qué criterios protestan así. ¿Tal vez de unos criterios objetivos aún más sólidos que los que le niegan al Papa, a la Iglesia y, con frecuencia, a la misma razón humana en cuanto tal? ¿Cuáles serían esos criterios y cuál su autoridad? Son problemas que los nuevos profetas de calamidades suelen rehuir.

En segundo lugar, porque el juicio sobre el pasado es el juicio de misericordia de la Madre Iglesia. El Papa, al pedir perdón a Dios por acontecimientos de ayer, lo hace solidarizándose con los hermanos que fueron víctimas del pecado en el pasado, no irguiéndose con soberbia por encima de ellos. La Iglesia es la misma ayer, hoy y siempre: es un sujeto absolutamente único en el acontecer humano, dice la Comisión Teológica. Todas las generaciones estamos unidas en la Iglesia en una especial comunión en Cristo. A Cristo pedimos perdón para todos. De Él obtenemos también la gracia para todos. No es esto fácil de comprender para nuestras mentes individualistas de hoy acostumbradas a pensar que cada uno carga en soledad con sus culpas, igual que disfruta de sus logros. Es verdad que la responsabilidad es, en el fondo, de las personas. Pero las personas no son islas aisladas en el océano. Los dogmas del pecado original y de la salvación vicaria de Cristo para todos nos lo recuerdan.

Sin duda nuestros hermanos de mañana pedirán también perdón para nosotros. No hemos de caer en la soberbia de presumir que no será así. Ello no le asusta al Papa para no pedir perdón a Dios por lo que ayer y hoy ha sido puesto como obstáculo en el camino del Evangelio. Tampoco se enreda en hacer cuentas sobre el número de los ajusticiados o maltratados en sus derechos. Es cierto que, para liberarnos de mitos y leyendas, hay que establecer la verdad de los hechos. Pero lo que el Papa considera prioritario en este momento jubilar es que los hechos se dejen juzgar por la Verdad. Un juicio que lleva consigo, no cabe duda, la experiencia de la cruz. Pero ¿no es de la Cruz de donde nos viene la salvación?

No temamos seguir al Papa en el camino de la verdadera y humilde penitencia. Como él repite: Perdonemos y pidamos perdón. Los tiempos están maduros para ello. A cada generación se le otorga una gracia y se le encarga una tarea. La purificación de la memoria, novedad de las celebraciones jubilares del año 2000 introducida proféticamente por Juan Pablo II, abrirá nuevos caminos al Evangelio en el próximo milenio.

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