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Pío IX, pastor universal

Fue figura central del siglo XIX y, aunque en su pontificado destacaron aspectos políticos relacionados con la pérdida de los Estados Pontificios, sin embargo, su solicitud pastoral tuvo carácter universal, pues no se limitó a Italia, sino que se extendió a todas las naciones del mundo. Convocó el Concilio Vaticano I, porque estaba convencido de la necesidad de la plena independencia del Papa y de la Iglesia en su conjunto, aunque los anticlericales de la segunda mitad del XIX descargaron sobre él calumnias estúpidas e infames. El Papa no quiso consolidar su poder temporal, y la infabilidad se refería única y exclusivamente al aspecto religioso, pues no se consideró un soberano puesto al frente de la Iglesia, sino un Papa que tenía también responsabilidades temporales a las que no podía renunciar espontáneamente.

Fomentó una piedad cálida y humana, fundada sobre la frecuencia de los sacramentos, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, a la Virgen María y a san José, el rezo del Rosario y a la contemplación de los misterios de Cristo. De esta piedad se nutrió el futuro Juan XXIII.

Pío IX no fue anti-italiano. Es más, de todos los Papas del siglo XIX fue el que tuvo un sentido más profundo de la nacionalidad italiana porque, súbdito del Estado Pontificio, nunca pretendió ningún legitimismo dinástico. Si abandonó Roma cuando entraron los piamonteses, fue porque -como él mismo dijo-, si la lucha hubiera sido determinada por motivos religiosos, mi puesto habría estado aquí para ser mártir; sin embargo, era de carácter político, por ello era oportuno que yo abandonase la ciudad para consentir que la situación se decantase en favor del naciente reino de Italia.

El Papa sólo quiso un poder temporal mínimo para defender la independencia y la libertad de la Iglesia de los poderes y vínculos civiles y, en concreto, del liberalismo decimonónico -esencialmente anticlerical y masónico-, que pretendía controlarla y le negaba las libertades más esenciales. En su pontificado prevalecieron los aspectos pastorales, aunque éstos quedaron en parte ofuscados por el protagonismo político del Papa.

Ocurre a menudo que, al valorar a eclesiásticos que han tenido responsabilidades socio-políticas, no se tenga en cuenta su espíritu sacerdotal. En el caso de Pío IX, la riqueza espiritual distinguió todo su pontificado, y su paternidad sacerdotal estuvo basada en una espiritualidad cristológica muy sólida. Su fama de santidad, reconocida cuando el Papa todavía vivía, se conservó íntegra después de su muerte y fue creciendo a medida que pasaba el tiempo. Así consta en las numerosísimas cartas enviadas a León XIII y a sus sucesores, en las cuales tanto obispos como simples fieles pidieron su elevación a los altares. Pío IX miró con escepticismo al régimen constitucional, no sólo porque no lo consideraba apto para la Iglesia, sino porque lo juzgaba malo en sí mismo. Persiguió un ideal abstracto de cristiandad y no captó el significado del proceso histórico del cual fue, al mismo tiempo, actor y víctima.

El pontificado de Pío IX ha de ser analizado a la luz de los acontecimientos posteriores: cuánto de lo que él sembró murió como la semilla para producir frutos abundantes, y cuánto, en cambio, aparece vinculado a un contexto histórico particular, contingente. La dificultad es mayor cuando nuestra atención se dirige a una personalidad tan compleja y discutida como fue la de Pío IX -que vivió tiempos muy difíciles para la Iglesia- y, sobre todo, cuando el debate o la polémica caen en la tentación de olvidar la investigación histórica desinteresada, y tratan de instrumentalizar el pasado en función del presente.

Pío IX sigue suscitando polémicas entre quienes le critican como soberano temporal y por algunos aspectos de su pontificado -a los que nuestra mentalidad no es tan sensible- y quienes le exaltan como el Papa de la Inmaculada, del Vaticano I y de la infalibilidad. Al hablar de él se piensa inmediatamente en la Cuestión Romana; sin embargo, esto es un error histórico, porque se olvida que, aunque fue el último Papa-Rey de la Historia, sin embargo los aspectos cualificantes de su gobierno fueron de carácter exquisitamente religioso, y toda su acción pastoral tuvo un objetivo único: renovar espiritualmente a la Iglesia. Por ello, emprendió una auténtica obra de reforma, y en aquel preciso momento histórico contribuyó eficazmente a reforzar la unidad eclesial, a salvar algunos valores de fondo, amenazados por el indeferentismo y el laicismo y a reavivar la piedad. Las antiguas Órdenes religiosas, minadas por abusos introducidos por la dispersión napoleónica, así como la formación del clero, fueron las primeras preocupaciones de Pío IX. Desde el comienzo de su pontificado promovió una restauración general de la sociedad cristiana, poniendo en evidencia, frente al laicismo imperante, la corrupción causada por el pecado original y la necesidad de ayuda sobrenatural. Y en este sentido hay que entender tanto la proclamación del dogma de la Inmaculada como la publicación del Syllabus.

La beatificación de Pío IX demuestra la valentía de Juan Pablo II. Esta decisión puede parecerles a algunos impopular, pero el Papa actual supera una vez más cálculos políticos, ambigüedades eclesiásticas y rémoras de clérigos y laicos, que ignoran la Historia, pues denigran a Pío IX sin conocer su vida y su obra. Si la historia política y civil lo considera un derrotado y le niega el honor de las armas, no se le puede negar el de los altares. Historiadores laicos tan rigurosos como Spadolini, reconocieron que la historiografía laica no tenía que temer de la beatificación de Pío IX, que fue un gran Papa, y que no debía interpretarse como un insulto a los valores del Risorgimento.

A propósito de las polémicas suscitadas con motivo de su beatificación, diré que nadie está obligado a alegrarse por ella, pero no es correcto pretender impedir que otros nos alegremos porque reconocemos la santidad de Pío IX; que muchas críticas lanzadas contra él carecen de fundamento histórico; y que el pontificado de Juan XXIII tuvo más puntos de continuidad que de ruptura con el de Pío IX, aunque algunos se obstinen en negarlo.

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