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Laicidad y libertad religiosa

El 20 aniversario de la promulgación de la ley española de Libertad Religiosa ha coincidido con la celebración en Nueva York de la llamada Cumbre de las Religiones. Bajo los auspicios de las Naciones Unidas, más de mil líderes -representantes de 16 grandes corrientes religiosas del mundo- han estudiado la contribución de la libertad religiosa a la paz mundial. Y es que hoy el núcleo duro de las relaciones entre las Iglesias y los Estados es, precisamente, la libertad religiosa, el primero de los derechos humanos. Algunos de los grandes problemas que se debaten en las civilizaciones occidental, islámica, árabe-israelita, hindú o africana es el choque entre conciencia religiosa mayoritaria y conciencia minoritaria. Encontrar el equilibrio entre ambas, que es la clave de la verdadera libertad religiosa, será uno de los temas estrella del siglo XXI. Para ello es urgente que las Iglesias y los Estados redescubran sus propias naturalezas y el marco de sus relaciones. De modo que dejen de ser mónadas sin ventanas, en aquellas sociedades que se ignoran. O hermanos siameses, en aquellas en que se confunden.

Desde luego, entre lo espiritual y lo temporal hay una región fronteriza incierta. Sólo un ingenuo puede desconocer que donde hay frontera es casi imposible que no haya incidentes conflictivos. Ante ellos, la Historia anota dos reacciones que no han sido desgraciadamente infrecuentes. Para el Estado, la tentación extrema ha sido desembarazarse totalmente de la religión. Para el poder religioso, sofocar la necesaria e imprescindible autonomía del poder político. A la larga, ambas posturas le han costado caro tanto al Estado como a las comunidades religiosas. Todavía hoy se dan retrocesos y ambigüedades, conflictos e incomprensiones sobre el modo de entender el bien común por uno y otro poder. El punto de equilibrio es, para el Estado, la laicidad, y para las Iglesias, la independencia.

Pero ¿qué debe entenderse por laicidad? En un voto particular del juez Martens a la sentencia Kokkinakis, del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, se hace referencia a una ola de intolerancia que recorre el mundo. Intolerancia de doble signo. Una primera, que tiene su cobertura en postulados teocráticos, conduce al fundamentalismo. Otra segunda, que tiene su base en presupuestos ideocráticos, lleva directamente al laicismo agresivo. La primera forma de intolerancia es una perversión de la religión; la segunda, una caricatura de la verdadera laicidad. Si estamos a las últimas declaraciones de la ONU, del Tribunal de Derechos Humanos y del Consejo de Europa sobre tolerancia religiosa, se observa en Occidente el tránsito de una noción negativa a otra positiva de laicidad. Es decir, el redescubrimiento del verdadero sentido de la noción -que es la protección de las minorías religiosas frente a las mayorías- y no su polémica degeneración, que supone dejarse llevar más por el deseo de comprimir valores religiosos, que defender legítimos intereses sociales. Esta visión negativa -hostil en el fondo al libre mercado de ideas y religiones- tiene consecuencias peligrosas para la democracia pluralista. En especial, la de estimular ciertas fuerzas internas de las religiones, que llevan a algunas personas, por reacción irracional, a la búsqueda de lo religioso de manos de fundamentalistas prontos a aprovecharse de la imagen hostil con que se ha etiquetado a los valores religiosos. En esta línea, es urgente desmentir el carácter supuestamente religioso del fanatismo integrista, en todas sus formas violentas, ya sean físicas o psíquicas, laicistas o espiritualistas. En realidad, como se ha dicho, el fanático es irreligioso en la exacta medida en que recurre a la violencia que lo sagrado o lo simplemente razonable rechaza y detesta.

La laicidad civil lo que intenta, me parece, es centrar las relaciones comunidad religiosa-comunidad civil en el destinatario de ambas, es decir, el hombre, precisamente porque las grandes revoluciones modernas han concentrado el poder más en las bases que en los vértices. A su vez, las comunidades religiosas -por lo menos en Occidente y a partir del siglo XX- han centrado sus esfuerzos en trasfundir los valores religiosos en el hombre como ciudadano más que en las sociedades en su conjunto. De este modo el hombre pasa a ser, no solamente arena de encuentro de los valores temporales y valores espirituales, sino que pasa a ser el punto focal de la actual perspectiva Iglesias-Estados. Coincido con Neuhaus cuando sienta estas bases de la verdadera laicidad:

- La soberanía del Estado y del ámbito político deben ser definidas cuidadosamente, de modo que los temas más profundos, en torno a los que con frecuencia los hombres litigan ideológicamente, queden más allá de sus propios fines. Esto supone una revitalización de las instituciones sociales y la acentuación del Estado como poder arbitral en estos conflictos.

- El proceso político debe quedar abierto a los ciudadanos de todas las convicciones, sin premios ni castigos basados en las convicciones religiosas, o en la falta de ellas. La reapertura de una especie de macartysmo religioso, con su secuela de caza de brujas, es una forma anacrónica de enfocar el factor religioso.

- Las Iglesias deben reconocer los límites de sus competencias en la vida política y económica, limitándose a orientar la conciencia de sus fieles para que ellos sean los que actúen en la plaza pública. También en materia de libertad y laicidad tiene vigencia esta doctrina de la jurisprudencia internacional.

Las formas han cambiado, los canales han sido modificados, pero no hemos clausurado los pozos.

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