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Los ortodoxos no aceptan a los católicos de rito oriental

La imagen del Papa abriendo el 18 de enero la Puerta santa de la Basílica de S. Pablo Extramuros, acompañado por el Metropolita Ortodoxo Atanasio y once delegados más de iglesias ortodoxas, ha dado la vuelta al mundo. El hecho, inimaginable cincuenta años atrás, proporcionó una inmensa alegría al Santo Padre, que pudo ver allí reflejado el fruto concreto de uno de sus principales empeños pastorales: el diálogo ecuménico. Pero aquella sentida y esperanzadora celebración no fue, en absoluto, un encuentro fortuito, fruto de una coincidencia espontánea de unos y otros. Detrás están más de cuarenta años de oración, trabajo y diálogo fraterno entre ambas iglesias, con continuos encuentros entre el Papa y los jerarcas ortodoxos.

El movimiento de acercamiento entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, fue promovido, después de siglos de mutuo distanciamiento, por el Papa Juan XXIII que había pasado cerca de veinte años en el corazón de la ortodoxia, como Delegado Apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia.

A él se debe la creación del Secretariado para la unión de los cristianos; él convocó el Concilio Vaticano II, que tan importante impulso dio al diálogo ecuménico. Por la unidad cristiana ofreció a Dios su vida, como testificaría años más tarde Juan Pablo II.

El Concilio al que asistieron por primera vez en la historia como observadores delegados varios representantes de los patriarcados ortodoxos aprobó el Decreto Unitatis redintegratio, que sentó las bases del verdadero ecumenismo.

Precisamente la víspera de la clausura, el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras, decidieron levantar la excomunión que sobre ambas Iglesias se habían lanzado mutuamente hacía nada menos que 911 años, en 1054.

Avances en el último pontificado

Pero el verdadero titán del diálogo ecuménico ha sido el Papa Juan Pablo II. Miembro destacado de la Iglesia polaca, conocía el drama de la separación, al haberla experimentado en su propia patria, donde existe un Patriarcado ortodoxo. Sabía también del sufrimiento de los católicos de rito oriental asentados en las vecinas naciones de Ucrania y Bielorrusia.

Por eso no extrañó a nadie que en su primer Octavario de oración por la unidad como Pontífice afirmara: «el servicio a la unidad compromete de manera especial al Obispo de ésta antigua Iglesia de Roma y es el deber primordial de su ministerio» (17-I-79).

Cuando unos meses más tarde (4-III-79) publicaba su primera y programática encíclica Redemptor hominis, dedicaba un extenso número a tratar el tema de la unión de los cristianos, asegurando que «debemos buscar la unidad sin desanimarnos frente a las dificultades que puedan pre-sentarse o acumularse a lo largo de este camino, pues de otra manera no seremos fieles a las palabras de Cristo, no cumpliremos su testamento». (Enc. R.H. nº 6)

Para que no se quedase todo en buenas palabras decidió viajar a Estambul, la antigua Constantinopla, con la idea de visitar al Patriarca Demetrios I en su sede del Fanar y en la fiesta de S. Andrés de aquel año. Quería «mostrarle la importancia que la Iglesia católica da a las relaciones con la venerable Iglesia ortodoxa» (28-XI-79). Aeropuerto de Fiumicino). La finalidad del viaje era muy clara: «caminar juntos hacia esa unidad plena que tristes circunstancias históricas han vulnerado sobre todo a lo largo del segundo milenio», como le diría al Patriarca el día 29 de Noviembre, en el saludo que le dirigió en el Fanar.

Desde aquel viaje a Turquía, en todas sus salidas internacionales ya superan las noventa Juan Pablo II siempre ha reservado un momento para recibir a los miembros de la Jerarquía ortodoxa presentes en el país visitado. Su generosidad y su afecto sincero han derribado no pocas barreras.

Es de todo punto imposible enumerar, en un artículo, la cantidad de homilías, exhortaciones, discursos, etc., dedicados a la unidad entre las iglesias de Oriente y Occidente.

Documentos importantes

Destaca, sobre todo, la clarificación que pidió el Papa el 29 de junio de 1995, en presencia de Bartolomé I, acerca de la doctrina tradicional sobre el «Filioque», realizada por el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos.

En 1.995 se publicó también la Carta Apostólica Oriéntale lumen, conmemorando la escrita por el Papa León XIII cien años antes. En ella nos invitaba a conocer el Oriente cristiano, pues sólo desde ese conocimiento podremos acceder al encuentro.

Pero la que podemos considerar "carta magna» sobre el Ecumenismo en su pontificado es la Encíclica Ut unnum sint, publicada, también, en mayo de dicho año. En ella se afirma que «la división contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura» (nº 6).

Insiste en la primacía de la oración, a ser posible en común, pues «cuando los cristianos rezan juntos la meta de la unidad parece más cercana» (nº 22), en la necesidad del diálogo para resolver las divergencias, y en la colaboración de ambas Iglesias en el ámbito pastoral, cultural, social y testimonial.

Se muestra dispuesto a buscar y «encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar en modo alguno a lo esencial de su misión, se abra a una actuación nueva". "Durante un milenio afirma tomando palabras del Concilio Vaticano II (Dec. U.R. nº 14) los cristianos estaban unidos por la fraterna comunión de la fe y la vida sacramental, interviniendo la Sede Romana de común acuerdo cuantas veces había disentimiento acerca de la fe o la disciplina» (nº 88-89).

Gestos visibles

Si incontables son los documentos emanados por Juan Pablo II, directamente o a través de los organismos de la Curia, en favor de la unidad, no lo son menos los gestos de amor fraterno derrochados por el Papa para facilitar el encuentro entre ambas iglesias, el conocimiento mutuo, el diálogo sincero y la comprensión, buscando en todo caso lo que le une, que siempre es más que lo que les distancia o separa.

Sus encuentros con el Patriarca ecuménico han sido directos en muchos momentos y relativamente fluidos. Con el Patriarca Demetrios fueron siempre cordiales. Durante su patriarcado se obtuvieron los mayores logros. Más obstáculos ha habido con su sucesor, el Patriarca Bartolomé I, en-zarzado, a veces, en polémicas internas, que han repercutido a la postre en las relaciones con Roma. Ello no ha sido óbice para que el Papa le encargara en 1994 la composición del Viacrucis que él mismo presidiría en el Coliseo Romano aquel año.

Comisión mixta de diálogo teológico

Entre las muchas iniciativas tomadas en estos años se encuentra la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto.

Esta Comisión, cuya creación se acordó en la visita de Demetrios I a Pablo VI en 1.975, no tuvo efectividad práctica alguna ya que nunca fueron nombrados los miembros de la misma.

En el viaje de Juan Pablo II al Fanar en noviembre del año l.979, se decidió actualizar el viejo compromiso: ambas partes nombraron a sus delegados antes de finalizar aquel año.

Hasta el presente se han reunido al menos en ocho ocasiones. Como fruto de ese diálogo se han publicado cuatro documentos.

El primero en 1.982, tras la reunión celebrada en Munich (Alemania). Lleva por título:El misterio de la Iglesia y de la Eucaristía a la luz del misterio de la Santísima Trinidad.

Cinco años más tarde, en 1.987, se dio forma al segundo texto titulado: Fe, Sacramentos y Unidad de la Iglesia. Vio la luz en la reunión celebrada en Bari (Italia).

Una nueva reunión plenaria celebrada en Valamo (Finlandia), en 1.988, concluyó con la publicación del tercer documento, que trata de El Sacramento del Orden en la estructura sacramental de la Iglesia; en particular de la importancia de la Sucesión Apostólica para la santificación y la unidad del pueblo de Dios.

Balamand y el problema uniata

Concluida la reunión en los días finales del mes de Junio ambas Delegaciones, presididas por el Cardenal Willebrands y el Metropolita de Suiza Damaskinos, se trasladaron a Roma, para celebrar con el Papa la fiesta de S. Pedro y S. Pablo. Juan Pablo II no dejó de felicitarles y felicitarse por el éxito de la reunión, dando gracias a Dios por el avance de los trabajos teológicos. Otro tanto hizo el Patriarca Demetrios ante la Delegación Vaticana, presidida por el mismo Sr. Cardenal, cuando ésta le acompañó en la fiesta de S. Andrés, en el Fanar.

El cuarto documento, de carácter más disciplinar, fue elaborado en 1.993, en Balamand (El Líbano). Intentaba solucionar el problema de los grecocatólicos. Se titula El uniatismo, método de unión del pasado y la búsqueda actual de plena comunión.

Esta reunión de Balamand, que tuvo lugar entre los días 17 y 24 de junio de 1.993, dando origen al documento mencionado, iba a tener una muy pobre aceptación por la mayoría de los interesados, pese a que el Papa lo consideró «un nuevo paso» en el camino hacia la unidad.

Aceptado, más por obediencia que por devoción, por los grecocatólicos, el texto fue malinterpretado o incluso rechazado por la Iglesia ortodoxa, que retrasó un año su publicación.

No se presentaron en Balamand seis de las quince Iglesias ortodoxas que tenían comprometida su asistencia. Recibieron críticas muy duras de no pocas de ellas, incluso de alguna que sí asistió. Especialmente acerba fue la de la influyente Escuela Teológica del Monte Athos, en Grecia, que calificó de herejes a los grecocatólicos y negaba la validez de los sacramentos administrados por los católicos. Por su parte, la Iglesia ortodoxa rumana en Rumania el numero de grecocatólicos es abundante llamaba a los grecocatólicos hermanos, pero seguía pidiendo a Dios en alguna de sus oraciones del nuevo ritual entonces publicado, que librase a la ortodoxia de semejante «ensueño de herejía».

Tampoco la postura del Patriarca Bartolomé fue muy positiva, al considerar, ante la Delegación vaticana que le visitó por S. Andrés, que los grecocatólicos eran un cuerpo extraño que debía desaparecer.

Origen del problema

La Iglesia grecocatólica de rito bizantino tuvo su origen en la Unión de Brest, en 1.596, cuando un numeroso grupo de obispos, residentes en las actuales naciones de Ucrania, Bielorrusia y Rumania, acordaron desligarse del Patriarcado de Moscú para volver a la obediencia del Papa de Roma.

Durante los tres siglos y medio que separan aquella fecha de 1.946, vivieron en paz, conservando sus ritos y costumbres litúrgicas, en comunión con la Sede Apostólica Romana, admitidos unas veces y tolerados otras por los poderosos patriarcas de Moscú.

En 1.946 Stalin suprimió por decreto la Iglesia grecocatólica y entregó sus bienes, iglesias y edificios a la Iglesia ortodoxa rusa.

Cuando el 1 de Octubre de 1.990 entró en vigor la ley de libertad religiosa promulgada por Gorbachov para toda la URRS, la Iglesia grecocatólica volvió a adquirir la personalidad jurídica que ilegítimamente le había sido arrebatada y sus fieles y jerarcas, duramente perseguidos por la dictadura comunista, reclamaron sus templos, sus edificios y sus lugares de culto, surgiendo entonces el conflicto con el Patriarcado, que consideraba propios lo que a sus legítimos dueños les había sido arrebatado.

Una Comisión cuatripartita ortodoxos, grecocatólicos, Patriarcado y Vaticano fue constituida el 22 de Noviembre de 1.999 con ánimo de intentar buscar una solución que se antojaba bastante difícil.

Parece que no le faltaba razón a aquel obispo católico rumano que escribía al Papa el año 1.998: «siguen siendo los ortodoxos rumanos los opresores y nosotros los oprimidos; ellos eran los colaboradores del comunismo y nosotros las víctimas; ... y hasta el día de hoy». La situación no ha cambiado demasiado tras la visita del Papa a Rumania.

Difíciles relaciones con el Patriarcado de Moscú

Las mayores dificultades, los mayores obstáculos, para el diálogo ecuménico han surgido de la Iglesia ortodoxa rusa, del Patriarcado de Moscú.

Evangelizada Rusia por misioneros enviados desde Constantinopla, e impuesto el cristianismo por el Príncipe Vladimiro ya muy adelantado el siglo X, el Obispo-Metroplolita de Kiev quedó ligado a todos los efectos, al Patriarca Ecuménico de Constantinopla.

Ya mediado el siglo XV se constituyó en Iglesia autocéfala, desligándose de la obediencia al Patriarca Ecuménico al negarse éste a reconocer como Patriarca de Moscú al obispo Jonás de Riasau, elegido para el cargo por el Concilio Ortodoxo celebrado en dicha ciudad el año 1448.

Muy ligada siempre a los poderes civiles, ha pasado por momentos de postración y esplendor al compás de los dictados de quienes gobernaban Rusia, bien fuesen los zares del Imperio, bien los jefes comunistas de la URSS.

Durante siglos vivió de espaldas a la Iglesia Católica, ignorándola las más de las veces o considerándola otras como enemiga del pueblo ruso.

Cuando en 1946 Stalin eliminó por decreto a la Iglesia católica de rito oriental, establecida principalmente en Ucrania Occidental y Bielorrusia, no puso reparo en quedarse con los templos y edificios a aquella requisados, ni emitió protesta alguna ante el martirio o la deportación de cuantos no se avinieron a los deseos de Stalin.

Los primeros contactos llegaron con Juan XXIII que se esforzó ante el Patriarca Pimem para que éste aceptase la invitación cursada para la presencia de una Delegación del Patriarcado, como observadora, en el Concilio Vaticano II.

Tras el Concilio se constituyó una Comisión mixta que se ha reunido con cierta regularidad en un diálogo bilateral rico en experiencias, pero con pocos resultados positivos en el terreno práctico, propiciados, fundamentalmente, por la tesis del Patriarca Alexis II y sus consejeros que afirman, una y otra vez un supuesto proselitismo de la Iglesia católica contrario a la libertad religiosa.

Los muchos esfuerzos de Juan Pablo II por acercar posturas; los mil gestos de buena voluntad ofrecidos por el Papa el último, hasta el momento, la entrega de la Basílica de S. Basilio situada en el centro de Roma para que pueda ser utilizada por la iglesia ortodoxa rusa; las visitas reiteradas de miembros del Consejo, presididas en no pocas ocasiones por su Presidente; las reiteradas explicaciones de la Santa Sede sobre su postura y finalidad en el nombramiento de obispos para los católicos dispersos por la antigua URRS; la Carta Apostólica Euntes in mundo con motivo del milenario del cristianismo en Rusia, etcétera, no han servido para ablandar el hielo de la desconfianza y la animadversión.

Alexis II ha vetado todo intento del viaje a Moscú, tan deseado por el Papa, máxime desde que le invitase Gorbachov en el ya lejano 1989. Ello no ha impedido los contactos bilaterales ordinarios o extraordinarios entre ambas delegaciones.

Particularmente significativas fueron las Delegaciones enviadas por la Santa Sede con motivo del milenario del Bautismo de la Rus en Kiev en 1.988, y Moscú en enero de 1.990, presididas ambas por el Cardenal Willebrands y el Metropolita Filaret.

La primera tuvo como contrapartida la visita al Papa al año siguiente de una Delegación, portadora de una carta del Patriarca Pimem en la que le daba las gracias por la presencia de sus representantes en tan singular celebración.

La segunda tenía como objetivo solucionar los roces, a veces agrios, surgidos entre la Iglesia ortodoxa y los grecocatólicos con motivo, como ya se ha dicho, de la devolución de sus lugares de culto y edificios usurpados en 1.946. El resultado final fue pobre: un comunicado de buenas palabras y unas «recomendaciones» con vistas a la normalización de las relaciones entre la Iglesia católica de rito oriental y la Iglesia ortodoxa, que se han manifestado de poca utilidad, pese a la Comisión cuatripartita: Santa Sede, Patriarcado de Moscú, Jerarquía católica de rito oriental, Jerarquía ortodoxa.

Todas las actuaciones de la Santa Sede para cumplir con su obligación de cuidar a los católicos dispersos por las tierras de la antigua URRS, han sido consideradas por el Patriarca Alexis II y sus colaboradores, como proselitismo e injerencia en los asuntos internos de la Iglesia ortodoxa rusa.

Particularmente hiriente fue la actuación del Patriarca en la reunión ecuménica celebrada en el verano de 1.998 en la ciudad austríaca de Graz. El tono acusatorio y victimista de su discurso; su intervención para impedir el viaje del Papa a Rumania, felizmente realizado con posterioridad; sus gestiones para suprimir la asistencia de la Delegación ortodoxa a las fiestas de S. Pedro y S. Pablo en Roma; las tres condiciones que pone para admitir el eventual viaje del Papa a Moscú (renunciar al susodicho proselitismo, cesar en la ocupación de las iglesias ortodoxas y reconocer que los «uniatas» constituyen una herida sangrante en la Iglesia ortodoxa) hablan poco a favor de su interés por la unidad.

De mayor calado, si cabe, fueron sus esfuerzos para conseguir que el Parlamento ruso aprobara una ley de libertad religiosa claramente discriminatoria. La tensión aumentó cuando el Papa se vio obligado a pedir a Yeltsin que vetara tal ley, pues declaraba a la ortodoxia como religión oficial y árbitro de las demás confesiones cristianas, lo cual conllevaba la posibilidad, nada hipotética, de que excluyera a la Iglesia católica.

Aunque un tanto enfriadas las relaciones durante el año 1999, ello no ha impedido que el Papa Juan Pablo II haya seguido acumulando gestos de buena amistad.

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