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La autoridad del Papa

El presidente de LA RAZÓN, Luis María Anson, ha denunciado vigorosamente y de acuerdo con la denominación del periódico (1/08/02), el un tanto sorprendente ataque generalizado contra Juan Pablo II, en el que participan quienes parece que debieran tener una actitud bien distinta. Objetivamente, el hecho es muy llamativo y puede ser esclarecedor del estado mental de los formadores de la opinión pública en el mundo occidental y en España en particular. Pues no se trata en este caso de una querella entre religiones o confesiones, como la secular diatriba de protestantes y ortodoxos contra la cabeza de la Iglesia católica. Esto podría ser justo, injusto o excesivo pero sería natural, por tratarse de una disputa entre concepciones rivales. Se trata de otra cosa.

Los argumentos contra el Papa polaco pueden reducirse a dos: el más antiguo, que es muy conservador; el más reciente, su edad. Lo de conservador tiene una doble causa. La primera, que su actitud frente al comunismo fue decisiva para el derrumbamiento de la Unión Soviética y no se lo han perdonado la izquierda en general ni el progresismo propiamente dicho, con gran influencia en los medios de comunicación. La segunda causa es su defensa de la ortodoxia en cumplimiento de la función para la que fue designado. En este argumento coinciden bastantes clérigos con quienes quisieran una Iglesia que aceptase sin más todos los supuestos progresos morales (en realidad ideológicos) del siglo, desde el aborto y la eutanasia o la desnaturalización del matrimonio hasta un catolicismo a la carta, puramente subjetivo, y que la Iglesia se democratice, igual que el Estado, como si Iglesia y Estado tuviesen la misma naturaleza, en lo que participan los estatistas. Todo ello va contra la esencia de la Iglesia: desde luego, se puede aceptar o no libremente el cristianismo tal como lo entiende la Iglesia católica; pero si se acepta, aunque se discrepe en lo accidental, por lógica y sentido común no es lícito hacerlo en lo que la Iglesia considera fundamental, aunque pueda parecer equivocado.

El argumento de la senectud del pontífice unido al de su delicado estado de salud, tiene que ver con las mismas causas, en la esperanza de un futuro Papa más acomodaticio. Por sí solo, refleja una fuerte tendencia intelectual del siglo XX ligada al mito de la juventud divulgado por los fascismos, tras el que se esconde el del hombre nuevo preferido por los socialismos, como si sólo la gente joven debiese gobernar. Sucede más bien lo contrario: gobernar requiere experiencia de la vida y no es cuestión de energía física. Gobernar, mandar es, como decía Ortega, cuestión de posaderas, de saber estar sentado y hacer que otros hagan. En una ordenación natural de las cosas, el mando y el consejo corresponde a los ancianos como han creído siempre todos los pueblos hasta la inversión del siglo XX. Y en el caso del papa Woyjtila es evidente que tiene la cabeza muy bien. El argumento de la ancianidad es, en cierto modo, el de que mandar y gobernar corresponde a los vigorosos o violentos, como en caso de las ideologías citadas más o menos periclitadas. Por otra parte, tras todo ello se esconde una causa profunda ligada al mito llamado por J. Barzun la «muerte del ignorante» - todo el mundo es igual de sabio - , del que se infiere lógicamente la muerte de la autoridad. La autoridad no es poder, pero es más que el poder. La autoridad implica una superioridad intelectual y moral reconocida socialmente y en la época del nihilismo es natural el rechazo de toda autoridad. En el fondo, la hostilidad al Pontífice es debida a que tiene autoridad y se reconoce su autoridad, hasta por miembros de otras religiones e Iglesias, ciertamente más fuera de Europa que en Europa. El mismo espectáculo de su dominio sobre la incapacidad física cumpliendo lo que cree su deber, que los críticos califican de penoso, le da autoridad, es decir, superioridad, lo que hace de barrera frente a las tendencias nihilistas de la época, incapaces de comprender la energía que da la fe. Pues siempre será natural que la fortaleza moral, de un hombre o una mujer, muy distinta de la energía física, suscite admiración y respeto.

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