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Demagogia y paridad

Hace algún tiempo se me ocurrió escribir un artículo en el que me recochineaba de esa fantochada de la «paridad electoral», que los centinelas de la virtud pretenden enarbolar como banderín de enganche ante cierto feminismo de cartón piedra. De inmediato, un puñado de ménades devotas del anacoluto enviaron sus diatribas a este periódico. Las cartas que me remitieron entonces las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan, y hasta las muchas que no quieren verme ni en pintura, no admitían resquicio a la controversia: con unánime hilaridad, se burlaban de las sinrazones proferidas por las ménades, y prometían mirarme con algo menos de animadversión en el futuro. Agradezco, pues, efusivamente a las ménades su esfuerzo de apostolado, que a tantas lectoras reticentes o hurañas ganó para mi causa. Ahora leo que el Consejo de Ministros ha decidido interponer recursos contra las leyes electorales autonómicas que postulan la paridad; y aunque celebro la gallardía del Gobierno, lamento que el Tribunal Constitucional haya de dirimir pejigueras que la mera imposición del sentido común resolvería. Pero la engañifa demagógica ha enquistado la acción política; y así hemos llegado a situaciones rocambolescas como la que nos ocupa, en la que los órganos representativos se convierten en remedos chuscos del arca de Noé, donde todas las especies animales se salvaron paritariamente del diluvio.

Para justificar sus recursos, el Gobierno ha aducido que las leyes autonómicas de marras «vulneran varias disposiciones constitucionales, que hacen referencia a la exclusividad del Estado para garantizar la igualdad de los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos». No creo que haga falta ponerse tan campanudo. Bastaría recordar que la imposición de la paridad pervierte la misión del político en una democracia representativa, que no es otra que la de defender los intereses del conjunto de los ciudadanos. Pero el embeleco de la paridad preconiza tácitamente que los intereses de las mujeres los defienden mejor quienes participan de sus peculiaridades anatómicas; y así la política se confunde con la fisiología. Extendiendo este razonamiento oligofrénico a otras peculiaridades variopintas, aceptaríamos que a los conquenses sólo pudieran representarlos concejales (¡y concejalas!) oriundos de Cuenca; o que se incluyese a un diabético (¡o diabética!) en cada lista electoral, para que los individuos con el azúcar alto no se sintieran desprotegidos o discriminados.

Como la reducción del electorado a una mera agregación de compartimentos estancos, cada cual con su cuota o parcelita de poder, resulta demasiado obscena, los partidarios de la paridad se inventan otras triquiñuelas demagógicas. Y aseguran que así se favorece la incorporación de la mujer a puestos de responsabilidad; y que así se garantiza el «funcionamiento democrático» de los partidos (como si un partido político fuese un sexador de pollos); y no sé cuántas chorradas más. Ante lo cual, cualquier persona con sentido común se pregunta: «¿Entonces por qué no se aplica tan salutífero método en cualquier oferta de empleo? ¿Por qué no se impone por ley la paridad en las empresas y en las oposiciones públicas?». Y enseguida halla la respuesta: porque las mujeres que caminan por la vida confían en sus méritos, en su inteligencia, en su capacidad para imponer el talento sin cortapisas paritarias. En cambio, en ciertas camarillas políticas se desconfía tanto de la mujer, se la considera tan escasamente dotada, tan lerda o incompetente, que necesitan acudir a estos cambalaches. Así, mediante la adjudicación obligatoria de cuotas, se pisotean los méritos de la mujer, y se la convierte en beneficiaria de caritativos cholletes. Así se humilla la dignidad de la mujer.

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