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Elogio de la razón
En la época del pensamiento débil, la certeza de una fe que es razonable porque corresponde a la verdad. Extractos de una entrevista al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe aparecida en la revista alemana
Eminencia, usted ha formulado la tesis de que la crisis del cristianismo puede reconducirse a la crisis del concepto de verdad. Precisamente en este sentido el Papa ha vuelto a resaltar en su reciente encíclica el vínculo entre fe y razón. ¿No se remiten ambos pronunciamientos al concepto de razón fuerte que la filosofía postmoderna ha desmentido con buenas razones? ¿No le convendría hoy a la Iglesia reclamar para sí un concepto de razón débil mejor que fuerte? En el fondo, el concepto fragmentado de verdad de la postmodernidad deja un espacio que la Iglesia podría ocupar sin entrar en contradicción con su mensaje de fe.
Naturalmente hay algo de verdad en el concepto postmoderno de razón débil. Usted conoce seguramente la afirmación de Aristóteles según la cual nuestra razón es como el ojo de la lechuza frente a la gran luz de Dios, absolutamente incapaz, por tanto, de verla; el mismo Concilio Vaticano I, que elaboró un concepto de razón muy fuerte, añadió al mismo tiempo que en el contexto contemporáneo la razón está tan debilitada que tiene necesidad de ayuda, pues por sí sola no es capaz de reconocer la verdad. Negar esta debilidad de hecho de la razón sería ciertamente irracional. Pero es muy distinto decir que las coyunturas históricas hacen difícil a la razón el reconocimiento de la verdad misma y de Dios, que decir que en el hombre no hay ningún órgano apto para el conocimiento de la verdad. Y es precisamente esta última posición la que se afirma en muchas versiones del concepto postmoderno de razón débil. Esta sería, entonces, una debilidad de razón sobre la que se apoyaría la fe como pura fe, en un cierto sentido sin pretensión de conocimiento de la verdad. Desde esta perspectiva la fe sería una respuesta que no puede seguir a la razón, sino que ilumina subjetivamente a determinados hombres satisfaciendo sus exigencias religiosas subjetivas.
Pero ¿quién puede realmente decir cómo se comporta la verdad? La racionabilidad de la fe ¿no se muestra precisamente en cuanto deja abierta la pregunta sobre la demostración de su verdad, y en virtud de un criterio pragmático apunta más a la esperanza que al conocimiento? ¿No podríamos limitarnos, con Richard Rorty, a entender el Cristianismo como una tradición entre otras, sin plantear su pretensión de ser la verdad?
Si la razón no es una realidad abierta a la fe, una realidad que la fe asume y hace avanzar, si ella misma no es un lugar que puede entrar en relación estrecha con la fe, entonces la fe permanece como algo no razonable, sufre una reducción fideísta, pertenece por tanto al ámbito de la costumbre y no al ámbito de la verdad. Ya Tertuliano había acuñado esta bellísima afirmación: Cristo no dijo: «Yo soy la Costumbre», sino «Yo soy la Verdad». Aunque ciertas tradiciones religiosas quieran justificarse por el hecho de ser tradiciones, el Cristianismo no se ha contentado jamás con ser una realidad que se justifica por las tradiciones, costumbres o culturas. El Cristianismo quiere ser creído como el camino, la verdad y la vida una pretensión que, de hecho, aparecería como irracional, si no la hubiera dado Dios mismo en Jesucristo, y con ello hecha comprensible de forma razonable. Desde el comienzo, la fe cristiana ha llevado consigo la dinámica de querer ser testimoniada hasta los confines del mundo. Esto sólo se justifica si ella no testimonia únicamente su cultura, sus tradiciones, sino que habla a las comunes esperanzas de los hombres, a una común capacidad de comprensión, haciendo que estas se sientan verdaderamente comprendidas y, por así decir, relanzadas y abiertas en Cristo, y que contribuyan, por tanto, a la íntima unidad entre los hombres. (...)
Para terminar, Eminencia, una última mirada a la teología a nivel planetario. Al comienzo del nuevo milenio se tiene la impresión de que los problemas de incomprensión entre las diversas posiciones teológicas en el seno del Cristianismo se han vuelto tan clamorosos que ya no es posible ni siquiera hablar de polos dentro de un mismo espectro, sino de diversas estrellas que siguen su órbita unas junto a otras casi sin relación entre ellas. En este contexto está en el aire la petición de convocatoria de un nuevo Concilio o un nuevo Sínodo general, de forma que puedan expresarse abiertamente los conflictos que laten desde el Concilio Vaticano II y puedan ser dirigidos hacia soluciones aceptables.
Quizá conozca usted la anécdota atribuida al obispo y teólogo Gregorio Nacianceno, quien, habiendo sido invitado por el emperador al Concilio de Constantinopla del 380, respondió así por carta: «Nunca jamás volveré a un Concilio, pues allí no he tenido más que experiencia de las disputas, la cólera y la multiplicación de los conflictos: lo que se consigue es simplemente que todo empeore». Esta era la experiencia que Gregorio había tenido con los concilios del siglo IV, indudablemente justa vista desde una perspectiva histórica tan próxima. Desde una perspectiva más lejana, nosotros debemos afirmar que estos concilios resultaron decisivos y que fueron episodios positivos para la autoconciencia de la Iglesia y de su fe. Pero lo que hay que subrayar en esta carta - que, por otra parte, Lutero citó después con mucha complacencia al no tener tampoco él ningún deseo de un Concilio - es la constatación de que un Concilio representa siempre una fuerte injerencia en el organismo-Iglesia. Personalmente lo compararía con una pesada operación quirúrgica. Es verdad que a veces resulta necesaria una intervención de este tipo, pero hay que reflexionar también sobre el hecho de que toda intervención quirúrgica lo primero que provoca en el organismo es confusión y complicaciones y que no conduce de forma automática a la mejoría.
Qûiremos, pues - creo que nadie puede negarlo con seriedad -, la terrible conmoción que provocó el Vaticano II en la Iglesia católica y en toda la cristiandad. Hasta que no se produzca la traducción positiva de esta conmoción, mi opinión personal es que una nueva intervención de este tipo provocaría sólo una confusión ulterior respecto de aquello que podría resolver y sanar. Lo que en cambio sí considero necesario es el incremento de mecanismos de consulta y de encuentro; el Sínodo de los obispos es sólo un ejemplo de esto. Creo que las modalidades de encuentro menos centralistas y menos espectaculares resultan más fructíferas, porque es posible en ellas una discusión más intensa, porque la presión externa es menor y porque pueden desarrollarse procesos de maduración más tranquilos. A mi parecer hoy se deberían buscar más bien ulteriores formas para poner en conexión estos contactos de ámbito regional. Así, de hecho, tendría lugar a largo plazo algo así como un Concilio verdaderamente ecuménico, pero con una modalidad de maduración y de desarrollo histórico más sosegados.
(entrevista a cargo de Eleonore Büning)
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