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La abolición del hombre
Proponemos una entrevista al Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, publicada en Le Figaro Magazine el 17 de noviembre, que ofrece un punto de vista acerca de las cuestiones fundamentales de nuestra época. La Iglesia y la tolerancia, Occidente y el Islam, la ciencia y el futuro
Usted escribió, en una ocasión, que «la fe no ha desaparecido, sino que se ha replegado al reino de lo subjetivo». Para la Iglesia, ¿cuáles son las consecuencias del relativismo contemporáneo?
Desde la época de la Ilustración la fe ya no es la misión común del mundo, como lo era, por el contrario, en el Medievo. La ciencia ha codificado una nueva percepción de la realidad: se considera objetivamente fundado lo que puede ser demostrado como en un laboratorio. Todo el resto - Dios, la moral, la vida eterna - se ha transferido al reino de la subjetividad. Además, pensar que pueda existir una verdad accesible a todos en ámbito religioso implicaría una cierta intolerancia. El relativismo se convierte así en la virtud de la democracia.
Para la Iglesia, ¿sigue teniendo la fe cristiana un contenido objetivo?
Desde luego. Y es precisamente el contexto cultural que acabamos de describir el que representa nuestra mayor dificultad a la hora de anunciar el Evangelio. Pero los límites del subjetivismo están a la vista: aceptar incondicionalmente el relativismo, tanto en el ámbito de la religión como en lo referente a las cuestiones morales, lleva a la destrucción de la sociedad. El aumento progresivo del racionalismo lleva a la destrucción de la razón misma, instaurándose la anarquía: al convertirse cada individuo en una isla de incomunicabilidad, las reglas fundamentales de convivencia desaparecen. Si compete a las mayorías definir las reglas morales, una mayoría podrá imponer mañana reglas contrarias a las de ayer. Hemos vivido ya la experiencia del totalitarismo, en el que es el poder quien fija autoritariamente las reglas morales. De este modo, el relativismo total desemboca en la anarquía o en el totalitarismo.
¿Sigue considerándose misionera la Iglesia?
Sí, yo diría: de nuevo misionera. Hoy la palabra misión no es siempre correctamente recibida, porque se piensa en la destrucción de las antiguas culturas por parte de los occidentales. La realidad histórica, sin embargo, es diferente: sabemos que los misioneros cristianos - en África, en Asia y en la misma América Latina - fueron con frecuencia los verdaderos defensores de la dignidad humana. Estos misioneros salvaron una parte de las culturas antiguas transcribiendo las lenguas indígenas y redactando diccionarios y gramáticas. Ayudaron a llevar a cabo esa gran revolución que fue el encuentro entre Europa y estos pueblos, integrando las tradiciones que convergían con la fe cristiana. Algunos de los problemas que África tiene en la actualidad derivan de que, con el racionalismo occidental, hemos destruido los antiguos valores morales, sin ofrecer nada a cambio. Y, dado que hemos importado la tecnología, lo que queda son las armas y la guerra de todos contra todos. En definitiva, lo que puede defender la edificación de las sociedades modernas es precisamente la misión cristiana, al permitirles mantener el vínculo con sus propias raíces.
La Iglesia se declara contra la intolerancia. Pero, ¿no es ella misma víctima de la intolerancia?
En efecto. Ha habido, por una parte, filosofías de corte totalitario, si bien en la actualidad el marxismo está en crisis. Por otra parte, el racionalismo agnóstico no es tan pacífico como podría parecer. Algunos consideran a la Iglesia el último baluarte de la intolerancia, pero cuando combaten esta intolerancia se vuelven a su vez intolerantes. Y entonces la intolerancia puede convertirse en violencia.
En las polémicas contra la Iglesia, las cuestiones relativas a la sexualidad y al libre albedrío moral reaparecen una y otra vez. ¿A qué se debe esta incomprensión entre el mundo moderno y la Iglesia?
Aquí llegamos a la visión individualista del hombre. Nuestra época glorifica el cuerpo y sus placeres, exalta la libertad sexual, pero piensa que todo eso tiene que ver más con la esfera de la biología que con la psicología. Se establece una sutil separación entre lo biológico, lo corporal - factores que se sustraen a la responsabilidad espiritual dado que se relegan al orden de la naturaleza- y el ser humano como tal. Desde el momento en que se considera la sexualidad como un fenómeno puramente biológico, deja de tener sentido una moral sexual.
La cultura contemporánea afirma una libertad absoluta, mediante la que el hombre debe "realizarse" a sí mismo. No existe, por tanto, una naturaleza humana que defina el bien y el mal. Esta visión se opone no sólo a la tradición de la Iglesia, sino a todas las concepciones que consideran que en nuestra naturaleza se halla inscrita una determinada línea de comportamiento, el sentido mismo de nuestro ser.
La Iglesia habla de derecho natural, de moral natural. Por el contrario, si no somos más que productos de la evolución, somos libres de autodefinirnos. Existe entonces, como decía Sartre, una libertad en el sentido en que «yo no soy definido»: en mi situación, yo debo inventar lo que es el hombre. En la visión cristiana, por el contrario, la existencia del hombre - del hombre y de la mujer - es portadora de una idea de Creador, un Creador que tiene un proyecto sobre el mundo, que expresa ideas encarnadas en la realidad del mundo. Y la relación de fidelidad entre el hombre y la mujer revela que están hechos el uno para el otro, en una profunda unidad de cuerpo y espíritu, a la que están ligadas las generaciones futuras. La elevación de reacciones físicas al rango de realidades vividas en el respeto de la persona es el camino difícil, pero grande y bello, de la moral cristiana acerca de la sexualidad.
La Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, adoptada el pasado año, no ha querido hacer referencia a la "herencia religiosa" de Europa. ¿Qué piensa usted de esta interpretación del laicismo?
Es preciso definir bien el laicismo. En mi opinión, existe una noción positiva de laicismo en el sentido de que el cristianismo, fenómeno nuevo en la historia, estableció una diferencia, al reconocer la distinción entre la religión y el Estado.
Esta distinción entre el reino de Dios y el del César está en el origen del concepto de libertad que se ha desarrollado en Europa, en Occidente. Implica que la religión ofrece al hombre una visión para toda la vida, no sólo para la espiritual. Pero la institución religiosa no es totalitaria, sino que se halla limitada por el Estado. Y el Estado no puede pretender controlarlo todo porque está a su vez limitado por la libertad religiosa. El Estado no lo es todo y la Iglesia, en este mundo, no lo es todo. Entendida en este sentido, la laicidad es profundamente cristiana. La hostilidad de los nazis hacia el cristianismo, especialmente hacia el catolicismo, se funda en esta idea de que el Estado lo es todo.
Pero si laicismo significa que en la vida pública no hay sitio para Dios, entonces nos hallamos ante un grave error. Las instituciones políticas y las instituciones religiosas poseen ámbitos que les son propios. Sin embargo, los valores fundamentales de la fe deben manifestarse públicamente, no por medio de la fuerza institucional de la Iglesia, sino por medio de la fuerza de su verdad interior. Cuando el laicismo pretende excluir la religión, obra una mutilación del ser humano.
¿La confrontación entre el mundo occidental y el mundo musulmán es un choque de civilizaciones?
El Islam no existe como un bloque único. No existe un magisterio del Islam, ni una constitución islámica centralizada. El Corán proporciona al mundo islámico algunas referencias comunes, pero da lugar también a interpretaciones diferentes. El Islam se concreta en contextos culturales muy diversos, desde Indonesia hasta la India, desde Oriente Medio hasta África. Por tanto, el mundo islámico no es un bloque y no cancela los temperamentos nacionales: hay países de mayoría islámica que son muy tolerantes y otros que excluyen en mayor o menor medida el cristianismo.
Hoy el Islam está masivamente presente en Europa. Y puede constatarse un cierto desprecio por parte de cuantos creen que Occidente ha perdido su conciencia moral. Así, por ejemplo, mientras que el matrimonio y la homosexualidad se consideran equivalentes, el ateísmo se transforma con frecuencia en derecho a lo blasfemo, especialmente en el arte, estos mismos hechos son horribles para los musulmanes. De aquí la impresión tan difundida, en el mundo islámico, de que el cristianismo agoniza, que Occidente está en decadencia, y la percepción de que el Islam es el único que porta la luz de la fe y de la moralidad. Una parte de los musulmanes ve en ello una oposición incurable entre el mundo occidental - con su relativismo moral y religioso - y el mundo islámico.
No obstante, no me parece incorrecto hablar de una confrontación de culturas: en el reproche dirigido a Occidente nos encontramos de nuevo con las consecuencias del pasado, cuando el Islam padecía la dominación de los Países europeos. Se puede llegar, de este modo, a formas terribles de fanatismo. Ésta es una de las caras del Islam, pero no es todo el Islam. Existen también musulmanes que buscan el diálogo pacífico con los cristianos. En consecuencia, es importante juzgar los diversos aspectos de una situación que es preocupante para todas las partes en cuestión.
El año pasado monseñor Biffi, arzobispo de Bolonia, levantó una polémica al afirmar que la inmigración musulmana creaba problemas&
La reflexión del cardenal Biffi era más sutil. Él subrayó que existe actualmente una migración de pueblos, pero que es evidente que cualquier gobierno, incluso el más abierto, no puede aceptar indefinidamente a todos los inmigrantes. Hay que distinguir, pues, entre los que pueden llegar y los otros. ¿Con qué criterios? Ésta era la pregunta de monseñor Biffi. Desde el momento en que se hace inevitable llevar a cabo determinadas elecciones, hay que aceptar ante todo - en vista de la paz civil de nuestras sociedades europeas - a los grupos que pueden integrarse con más facilidad, a los más cercanos a nuestra cultura. Si se manifiesta una incompatibilidad cultural, una incomprensión, toda la sociedad resulta afectada. Y esto no beneficia a nadie, ni siquiera a los inmigrantes musulmanes. Definir los criterios que permitan la unidad de un país y favorezcan su paz social es, por tanto, interés de todos.
El mundo moderno vivía en el culto al progreso y la razón. Tras dos guerras mundiales, los gulag, Auschwitz, el terrorismo, ¿ siguen teniendo sentido las nociones de progreso y razón?
Siempre he sido escéptico respecto del concepto de progreso. Naturalmente, se da un progreso en el número de conocimientos, en la ciencia y en la técnica. Pero estos progresos no implican necesariamente un progreso en los valores morales, ni en nuestras capacidades de hacer buen uso del poder conferido por el conocimiento. Por el contrario: el poder puede ser un factor de destrucción. He sido siempre contrario al espíritu utópico, a la fe en una sociedad perfecta: concebir una sociedad perfecta de una vez por todas significa excluir la libertad que tenemos que ejercer cada día. La prueba de que la razón y la moral son frágiles es que una sociedad puede siempre autodestruirse. En lo que hace falta esperar es en la presencia de fuerzas morales suficientes capaces de oponerse al mal.
Venta de órganos, manipulaciones genéticas, clonaciones: ¿hace falta poner límites a la investigación médica y científica?
A los oídos del hombre moderno, la idea de poner límites a la investigación suena como una blasfemia. Existe, sin embargo, un límite extrínseco: la dignidad del hombre. Es inaceptable cualquier forma de progreso que tenga como precio la violación de la dignidad humana. Si la investigación amenaza al hombre, se trata de una desviación de la ciencia. Aunque se argumente que una u otra vía de investigación puede abrir posibilidades para el futuro, hay que decir "no" cuando lo que está en juego es el hombre. La comparación es un poco fuerte, pero quisiera recordar que ya en una ocasión alguien llevó a cabo experimentos médicos con personas que consideraba inferiores. ¿A dónde llevará la lógica que consiste en tratar a un feto o un embrión como una cosa?
¿Qué espera la Iglesia de los jóvenes?
Que los jóvenes no tengan los prejuicios de la generación del 68, que alejaron a muchísimas personas - hombres de Iglesia incluídos - de la fe. Esperamos que los jóvenes manifiesten una nueva vitalidad, con una apertura que les permita descubrir en Cristo a un Dios que es verdad y amor.
¿Cuáles serán las grandes tareas del próximo pontificado?
¡No me corresponde a mí establecer el programa de las mismas! Además, el mundo cambia rápidamente: lo que ayer parecía imperativo hoy ya no tiene la misma importancia. Creo que los problemas más urgentes, para la Iglesia, provienen de cuanto acabamos de decir. ¿Cómo hacer frente a la situación creada por un mundo occidental que duda, que ya no reconoce un fundamento racional en una fe común, un mundo abandonado, por tanto, al subjetivismo y al relativismo? Y además, el Islam y el budismo, los dos grandes desafíos que tendrá que afrontar el mundo occidental: es preciso dialogar con ellos, encontrar la posibilidad de comprenderse sin perder la gran luz que nos viene de la figura de Jesucristo.
(© Le Figaro Magazine/Volpe. Entrevista realizada por Jean Sévillia)
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