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Supercherías científicas
Ocurre con la ciencia, durante los últimos años, lo contrario que con la literatura o el cine. Las nuevas tendencias artísticas imponen que los géneros de ficción se contaminen de verdad; y así los melodramas y comedias adoptan estrategias propias del documental, a la vez que las novelas entablan su juego de seducción entreverándose de ensayo y biografía. Esta moda mistificadora ha influido a la inversa sobre los investigadores científicos, que ya no fundamentan su trabajo sobre el mero empirismo, ni siquiera sobre la especulación abstracta, sino que recurren descaradamente a la superchería, para que sus alumbramientos ejerzan un mayor poder de sugestión sobre el público lego. Aparece, por ejemplo, un tío disfrazado con una bata de laboratorio, portando un artilugio que presuntamente le ha permitido desplazar una molécula a una velocidad superior a la luz; el artilugio se parece sospechosamente a una caja de zapatos (puede, incluso, que sea una caja de zapatos forrada con papel de aluminio), pero la perspectiva quimérica del viaje en el tiempo nos deslumbra, y nos tragamos la bola. Luego llega otro tipo disfrazado con otra bata de laboratorio y nos asegura que la experimentación con embriones nos permitirá sanar enfermedades ignotas y espantar el fantasma de la decrepitud; la hipótesis parece estrambótica, o al menos improbable, pero el anhelo de inmortalidad nos vuelve crédulos hasta extremos de beatería y energumenismo.
Jan Hendrik Schön, el físico americano que acaba de ser defenestrado por la comunidad científica, seguramente no urdió fraudes más inverosímiles. Pero, arrastrado por la soberbia o el cinismo, no se recató de introducir en sus supercherías un componente burlón: siempre acompañaba sus ensayos -que las prestigiosas «Science» y «Nature» se rifaban- con los mismos gráficos, a los que incorporaba leyendas distintas. Un colega seguramente envidioso de sus hallazgos, golpeado por una especie de déjà vu, reparó en el timo; y así se ha derribado el prestigio meteórico de un físico al que ya se le auguraba una plaza en los catastros de lumbreras que anualmente se confeccionan en Estocolmo, en homenaje al inventor de la dinamita. La aparatosa declinación de Hendrik Schön, ayer héroe y hoy villano condenado a perpetuidad al ostracismo, nos recuerda el final del célebre falsificador de cuadros Hans Van Meegeren, cuyas copias de Vermeer fueron autentificadas por los expertos más conspicuos y adquiridas por las pinacotecas más selectas. Aburrido de que sus fraudes nunca fueran detectados, Van Meegeren decidió utilizar como modelos los rostros de personajes abrumadoramente populares en su época, como Rodolfo Valentino o Greta Garbo; y así se desenmascararon sus trapisondas.
La comunidad científica se rasga las vestiduras ante los fraudes urdidos por Hendrik Schön. Antaño la pira se reservaba para aquellos científicos que se atrevían a infringir el ámbito de superstición religiosa que sustentaba la tiranía sobre los más crédulos. Hogaño, la ciencia ha suplantado a la religión como fábrica de supersticiones, logrando que la plebe acate sus designios, por muy torcidos o delirantes que sean, con estupefacto fervor, como el niño que asiste deslumbrado al repertorio de un prestidigitador. Así, convertida en un género de ficción, la investigación científica ya sólo aspira a ofrecer nuevos finisterres de sobresalto al público lego; y cuanto más peregrinas resulten y embaucadoras sus conclusiones, más probabilidades tendrán de cotizar en el mercado bursátil. A Hendrik Schön no lo repudian sus colegas por cultivar la superchería científica, sino por burlarse -arrastrado por la soberbia o el cinismo- de un género que les reporta beneficios fastuosos. Y es que no conviene matar (y menos tomarse a chirigota) a la gallina de los huevos de oro.
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