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La Certeza Metódica

Decía Descartes que el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, porque no hay nadie que no esté satisfecho con la porción que le ha tocado en suerte. Hay quien se queja de su salud, de su fortuna, de su patrimonio, de innumerables dolencias del alma y del cuerpo, pero nadie se queja de su falta de sensatez. Además, pensaba el filósofo que, al menos una vez en la vida, había que poner en duda todas las ideas y opiniones recibidas. Una duda, pues, universal, pero metódica. Es decir, dudamos, pero no para permanecer en la duda, sino para salir de ella y adquirir certeza. Desde luego, no parece que los partidos políticos sigan esta cartesiana recomendación en la comisión de investigación. Aquí, nadie duda de nada. Todos saben la verdad y de lo único que se trata es de desmontar la falsedad ajena. Ignoro cómo se le puede llamar a eso investigación. Naturalmente, esto no quiere decir que a todos les asista la razón por igual, ni que las mentiras y las medias verdades se repartan equitativamente. Sólo que no busca la verdad quien ya la tiene, y que una cosa es investigar y otra buscar argumentos y hechos en favor de la propia posición. No se debe confundir la investigación con el alegato y la propaganda. Es difícil ser, a la vez, juez y parte.

Pero no son pocas las cosas que cabe descubrir. La Comisión, como la vida, es tragicomedia. Nació de la tragedia, pero no tardó en dar paso a la comedia. O, si se prefiere, a la farsa. No ignoro la utilidad ni la necesidad de los servicios de inteligencia o, si no se quiere utilizar el nombre en vano, de espionaje. También sé que la seguridad del Estado requiere de la discreción y del secreto. Pero tiene que haber un medio de limitar la opacidad al ámbito para el que se creó, y no convertirla en licencia para matar, robar o mentir.

Por lo demás, no hay secreto de Estado que no esté destinado a dejar de serlo. Todos han de tener fecha de caducidad. Sin transparencia, la democracia no puede respirar, se asfixia. Bajo la cobertura de la razón de Estado, algunos justifican la mentira de Estado. Con Kant, no creo que nunca sea lícita la mentira. Ni siquiera en el Congreso de los Diputados. En tiempos relativistas, el perjurio es delito de muy difícil prueba. Ya lo dijo Campoamor. Y en política, el cristal parece serlo todo. Pero lo mismo pasa con los medios de comunicación, al menos con algunos. Leer las portadas de dos diarios del mismo día provoca vértigos en el perplejo lector y agravios al principio de no contradicción. Pura dialéctica. A lo mejor, de la oposición de los contrarios acabamos por extraer la esquiva verdad.

Hay una cuestión que me tiene sumido en profundas dudas y cavilaciones. Más de cuatro meses después de los atentados terroristas, seguimos enredados en sutilísimas disputas acerca de los datos que el Gobierno tenía o dejaba de tener sobre la autoría. Como mínimo, y en el caso más favorable para la oposición de entonces, habrá que admitir que la cosa es sumamente compleja. Se disputa sobre milésimas de segundo, como en las finales de los 100 metros lisos. Y, sin embargo, en caliente y a las pocas horas de los hechos sangrientos, algunos zahoríes ya tenían la certeza de que el Gobierno mentía. ¿Cómo van a estar ahora en condiciones de investigar? Sólo puede tratarse de corroborar lo ya sabido. Líbrenos Dios de la funesta manía de dudar. Dudar debe de ser cosa diabólica. Aquí lo que pasa es que hay pocos cartesianos y menos dubitativos. La mayoría se adhiere a la certeza universal y metódica.

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