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La derecha y la fe
Si alguien dice que no es de izquierdas ni de derechas, entonces es que es de derechas. Hace más de treinta años que escuché por primera vez esta sentencia. Me pareció en aquel momento que no le faltaba buena parte de razón. Pero después la he oído repetir una y otra vez. Y ahora pienso que los que mantienen actualmente esta tesis no saben en qué mundo viven.
Las categorías políticas de izquierda y derecha estaban vinculadas a la alternativa de las visiones revolucionaria y contrarrevoluciaria de la Historia. Pues bien, hoy día tales concepciones del mundo y de la sociedad prácticamente han desaparecido, al menos en los países occidentales. El eje político fundamental ya no es derecha/izquierda, sino humano/no humano. De manera que hay que repensar toda la configuración del espectro ideológico.
La izquierda se oponía sistemáticamente a todo lo establecido en la sociedad burguesa. Por eso estaba en contra del capitalismo, de la religión, de la estabilidad familiar, de la enseñanza privada y de la ética tradicional; al mismo tiempo que reivindicaba formas extremas de libertad, mayor peso del Estado y ruptura de los convencionalismos rancios. La derecha, en cambio, era fundamentalmente conservadora. Estaba a favor de las manifestaciones públicas de la fe religiosa, del capital y la empresa privada, de la libertad de enseñanza, del papel esencial de la familia y de la autonomía de las iniciativas sociales; a su vez, se oponía al igualitarismo económico, a la creciente influencia de la Administración en todos los aspectos de la vida, a la secularización de la sociedad y a la pérdida de respeto a los valores y costumbres tradicionales.
Tales convicciones y propósitos en la medida en que perviven están hoy tan entrelazados que difícilmente se podrían adscribir con certeza a los presuntos progresistas o a los tomados por conservadores. Desde luego, no tiene mucho sentido decir que quienes se oponen a la fe religiosa son preferentemente de izquierdas, y quienes la favorecen más bien de derechas. Y la inversa tampoco es cierta.
Para no continuar protestando indefinidamente contra la realidad vigente, la izquierda se hizo tecnocrática y acogió buena parte de las ideas típicas de la derecha, sin recatarse de acudir ocasionalmente a la religión para defender los pocos ideales humanitarios que todavía recordaba. Los representantes de la derecha se convirtieron en valedores de la libertad, pero frecuentemente ya no sabían a qué objetivos encaminarla, como no fuera al afán de lucro económico y el mantenimiento de ventajas adquiridas; por ello comenzaron a sospechar de la doctrina social de la Iglesia católica, que insistía en ponerse a favor de los más necesitados. Hoy por hoy, derecha e izquierda vienen a coincidir en la visión tecnocrática de la esfera político-económica y en el individualismo moral.
HUMANO, O NO HUMANO
Todo esto es en buena parte cierto, se dirá, pero aún siguen existiendo partidos de izquierda y de derecha, aunque tanto unos como otros tiendan a deslizarse hacia esa zona, más bien ambigua, que recibe la mágica denominación de centro. ¿Cómo evaluar entonces sus respectivas posiciones respecto a una ética no relativista y a una fe religiosa que no se agote en el sincretismo de la new age, sino que admita francamente la realidad de los misterios cristianos con su necesaria repercusión en la vida personal y social? Mi respuesta quedó apuntada antes: ya no vale medir estas actitudes en términos de progresismo o conservadurismo; ahora hay que juzgarlas desde la perspectiva de lo humano y lo no humano. Porque el Hijo de Dios, encarnado en Jesucristo como hombre perfecto, confirma y eleva la dignidad de toda persona humana.
Con esta clave, parece que la izquierda se queda con la peor parte. Eufemismos al margen, es patente sobre todo que la mentalidad abortista encuentra un apoyo casi generalizado a babor del arco político. Y si hay algo que merezca la calificación objetiva de no humano, inhumano incluso, es el atentado masivo contra la vida de seres humanos concebidos y aún no nacidos. Con el agravante de que las nuevas posibilidades biotecnológicas pueden utilizarse también contra la dignidad de la persona humana. No es casual que los partidarios de la liberalización del aborto apoyen, en buena parte, tal tipo de prácticas rechazadas por la bioética seria y por las confesiones religiosas de alcance universal. Éste es hoy el punto crítico: la defensa de la vida. Lo que todavía se llama convencionalmente izquierda tiene aquí poco que aportar. Sus estrategias han evolucionado, en cambio, positivamente en lo que concierne a la libertad de enseñanza, e incluso en algunos aspectos de protección económica a la familia. A su favor hay que poner, más claramente, la defensa de los menesterosos, la solidaridad internacional, el apoyo a los emigrantes y la protección del medio ambiente natural.
Al hacer un balance que tenga en cuenta los valores de la ética y de la fe religiosa, lo que coloquialmente se sigue llamando derecha tiene, aparentemente, todas las de ganar. Pero si esto fue así en el planteamiento clásico de esta dicotomía, cosa que también habría que matizar, el entreveramiento ideológico antes examinado motiva que la situación es hoy día menos clara. Desde luego, ni el militar en un partido de derechas ni el votar a su favor en unas elecciones es garantía de un temple netamente positivo respecto al valor de la vida y la vigencia de la fe cristiana en la sociedad actual. Y habrá que añadir que el factor ideológico neoliberal y economicista, tan notorio a estribor de la nave pública, se presenta demasiado frecuentemente como escasamente humano, muy pobre al menos en componentes humanistas.
Es cierto que las formaciones políticas de la derecha y el centro-derecha no han sido las protagonistas del lanzamiento legislativo del aborto. Entre otros motivos porque la mayoría de sus votantes siguen estando en contra de tal aberración ética. Pero, llevadas de una comprensible táctica y de un menos admisible oportunismo, su defensa de la vida no nacida ha solido adoptar un perfil minimalista. Además, la generalizada debilitación de criterios morales en la sociedad consumista, que inevitablemente se ha filtrado entre los líderes y votantes de la derecha, les ha privado de la lucidez y la energía para adoptar posiciones claras en cuestiones de tipo biotecnológico que afectan negativamente a la ética médica y a la recta conciencia religiosa.
Nos acercamos así a un aspecto clave del problema. Tanto la derecha tradicional como la modernizada no se han caracterizado precisamente por su alta valoración de la cultura. La peligrosa manía de discurrir y estar al tanto de las letras y la filosofía del momento parecía reservada a los intelectuales de izquierda, especie poco fiable para las gentes de orden. La pobre densidad conceptual que ha caracterizado la fe religiosa de no pocas personas en los dos últimos siglos es una de las causas del retroceso social de la vida cristiana en nuestro país y los de su entorno. Y lo que es más preocupante: la insistencia por parte del magisterio ordinario de la Iglesia en la necesidad de una sólida y profunda formación doctrinal no ha encontrado un eco suficiente entre los católicos. En esto, siento decirlo, no hemos avanzado gran cosa últimamente, a pesar del audaz testimonio de ese profundo pensador que es Juan Pablo II. No es justo, en consecuencia, transferir a los políticos una responsabilidad que recae sobre un pueblo cristiano que padece anorexia cultural y se muestra inclinado al materialismo práctico.
FE Y CONVIVENCIA, INSEPARABLES
La doctrina social de la Iglesia contiene un rico acervo de orientaciones acerca de la vida ciudadana, con especial énfasis en los aspectos éticos de la actividad económica y en las exigencias de la justicia social. Pero habría que preguntarse: ¿cuántos católicos españoles han leído las recientes encíclicas sociales? Si la respuesta es la que me malicio, no es extraño que bastantes políticos, tecnócratas y empresarios encuadrables en la consabida derecha, adopten hoy día teorías y prácticas alejadas de una concepción humanista de la vida económica y social. Ciertamente, defienden a capa y espada la libertad. Lo cual está muy bien, porque el estatismo y la socialización centralizada de la actividad productiva y financiera han resultado nefastos allí donde se han intentado implantar. Pero una libertad que tenga su núcleo en la transformación e intercambio de bienes materiales es difícil que no ronde los aledaños del materialismo y, por lo tanto, que acabe perdiendo su envergadura personal y comunitaria. No dejaría de ser paradójico que los presuntos defensores de la fuerza del espíritu tuvieran siempre en la boca modelos y cálculos que están plenamente insertos en lo que Niklas Luhmann llama sistema y que considera, con toda razón, como lo más típicamente no humano.
En clave positiva, la tarea actual de los promotores de la libertad y amigos del espíritu debería ser obtener a fondo las consecuencias del presente tránsito hacia la sociedad del saber. Porque, en esa nueva configuración social que se vislumbra, lo decisivo ya no será lo cuantitativo sino lo cualitativo; las personas volverán a situarse delante de las máquinas; la verdadera riqueza de las naciones ya no residirá en las mercancías: consistirá en la capacidad de generar nuevos conocimientos. La renovada primacía de la inteligencia y la voluntad, la amplitud de horizontes y la claridad de finalidades permitirán la conexión fecunda entre lo personal y lo sistémico, posibilitando así evitar los extremos del economicismo craso y del moralismo utópico: hoy es posible ser de izquierdas en lo económico y de derechas en lo cultural.
No cabe confundir tan prometedor panorama con ese precipitado suyo que es la globalización. Porque, como bien se ha dicho, lo primero que se ha globalizado es la pobreza. Y, según un personaje tan poco sospechoso como Michel de Camdessus, la pobreza puede producir el colapso de todo el sistema. Entre tanto, los especialistas en la cuestión señalan que el curso actual de la mundialización está agudizando las diferencias entre los países pobres y los ricos. Dentro de las propias naciones del capitalismo avanzado, también en España, la distancia entre los más necesitados y los más favorecidos, se amplía y se ahonda. Mientras que la sensibilidad social de los grupos más conservadores tiende a reducirse drásticamente. Todo lo cual no puede figurar, por supuesto, en la columna contable del haber de la nueva derecha.
La fe religiosa y la derecha política igual que la izquierda no se mueven en el mismo plano. La política es terrena y de suyo opinable; la fe es trascendente y confiere certezas. La Iglesia no está comprometida con ningún sector ideológico determinado y los católicos, dentro de la ética ciudadana, gozan de la más plena libertad política. De ahí que estén de más los intentos de mezclar las cosas, confundirlas, o intercambiar acusaciones. Pero la persona humana que cree y que convive es unitaria. Casi todo se le puede perdonar, pero no la incoherencia.
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