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Fides et ratio una nueva tarea para la Filosofía
I. INTRODUCCIÓN
La Fides et ratio es una encíclica de suma importancia para los cristianos que, bien en las instituciones de la Iglesia, bien en las universidades públicas o privadas, nos dedicamos a la filosofía. Es comparable --y el mismo Papa así lo sugiere-- a la Aeterni Patris de León XIII, de finales del siglo pasado (1879). Ambas tienen como tema central la filosofía, y la relación de ésta con la fe y la teología. Todos sabemos lo importante que fue la Aeterni Patris para la renovación tomista y del pensamiento cristiano en general; en gran medida el Concilio Vaticano II es deudor de los hombres que se tomaron en serio la enseñanza del Papa. Por ello es de desear y esperar que la Fides et Ratio genere en los creyentes --al menos en ellos-- una nueva valoración de la filosofía y una nueva voluntad de pensar en las direcciones señaladas por el Magisterio. El pensamiento cristiano debe de hacerse hoy más presente en el mundo; lo necesita la Iglesia y lo necesita el mundo. La nueva evangelización, el diálogo con otras culturas y religiones, con los no creyentes, precisa la mediación del pensamiento, y de un pensamiento cristiano. El carácter universal de la propuesta de salvación, que es la fe cristiana, es difícil que pueda ser evidenciado sin una reflexión filosófica que ponga de manifiesto que lo que la fe cristiana propone expresa la verdad del ser humano (n. 101).
La Aeterni Patris recomendaba la vuelta a Santo Tomás. No una vuelta historicista ni arqueológica, ni una mera repetición... Por eso la vuelta a Santo Tomás suscitó una importante renovación del pensamiento cristiano. Pero era una vuelta al fin y al cabo. No hay nada de esto en la Fides et Ratio. En varias ocasiones (nn. 43-44 y 78) se presenta el ejemplo de Santo Tomás, pues es sin duda un modelo a seguir en el asunto de la relación razón-fe, por la profundidad con que resuelve este problema, por el respeto a la actividad de la razón y sus métodos, por algunas intuiciones filosóficas fundamentales que son ya patrimonio vivo de la Iglesia, y por su fidelidad a la fe cristiana. Pero Santo Tomás es sólo un ejemplo. La encíclica dice taxativamente: «La Iglesia no propone una filosofía propia, ni canoniza una filosofía particular» (n. 49). Y nos indica que, para responder como cristianos filósofos a las exigencias que la fe plantea al hombre de hoy, hemos de inspirarnos en la gran tradición que «empezando por los antiguos, pasa por los Padres de la Iglesia, la escolástica y el pensamiento moderno y contemporáneo» (n. 85). Hay que tener en cuenta toda la tradición. Santo Tomás es un momento culminante de esta tradición.
La encíclica es, pues, una invitación a filosofar de verdad, una invitación sostenida por la convicción --apoyada en la fe y en la historia del pensamiento-- de que el hombre es capaz de verdad; y por la convicción de que la verdad que la razón humana puede encontrar hallará su pleno significado en la verdad personal que es Cristo.
La Iglesia, con su Magisterio, nos señala unas orientaciones para ese filosofar y unas exigencias mínimas para razonar correctamente. Por eso insiste en pedir una razón abierta a la fe y una fe que se deje mediar por la razón. Así se expresa: «La razón, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal» (n. 48).
II. SITUACIÓN INTELECTUAL QUE MOTIVA LA ENCÍCLICA
1) Durante casi tres siglos la Iglesia y la fe cristiana han tenido que habérselas con la Modernidad y la Ilustración. No es un secreto el carácter agresivo contra la Iglesia y la religión de cierta Ilustración. Fundándose en la concepción de una razón sustantiva fuerte, considerada como el "lugar primario" --por no decir el único-- de la verdad, la Ilustración cuestionó cualquier otra fuente de verdad (como la Revelación), cualquier autoridad que no fuera la suya (contra la Iglesia y la Tradición); negó lo sobrenatural en todos sus órdenes, propugnando la reinterpretación moral de los contenidos religiosos de la fe; prometió la salvación mediante el conocimiento racional y científico, mediante el progreso imparable de las luces. La Ilustración sostenía que la razón se autofundaba, que era, en consecuencia, autosuficiente en todos los órdenes, y único criterio de verdad. La apertura al Misterio, la aceptación de otras verdades como las que enseñaba la Iglesia, era negada en nombre de la autonomía de lo humano. La dependencia de Dios y de la Iglesia se consideraban perjudiciales, alienantes, prolongadora de la «minoría de edad». La fe en la razón y la idea de progreso, y el ejercicio autónomo de la razón en todos los órdenes, son elementos básicos de la Ilustración.
Desde estos supuestos, se comprende su lucha contra pensamientos e instituciones que, a su entender, comprometían el desarrollo de la razón y el progreso. En este momento es cuando se abre un gran foso entre la fe y la Iglesia, por un lado, y el mundo moderno por otro (esto hay que tenerlo en cuenta para entender la actitud de la Iglesia).
2) Esta situación ha ido cambiando. Desde finales del siglo pasado, pero sobre todo en la primera mitad del XX, una parte importante del pensamiento filosófico ha sometido a rigurosa crítica las pretensiones hegemónicas de la razón y la ciencia; y se ha esforzado por cambiar los planteamientos y buscar una racionalidad más abierta y acogedora, más respetuosa con la realidad y menos orgullosamente autosuficiente. Los grandes y negativos acontecimientos de la historia han conmovido la fe en la razón, y han debilitado la ideología del progreso. Y desde muchas perspectivas se ha ido poniendo de manifiesto el carácter limitado, contingente, histórico de la razón, y la necesidad de que se deje interpelar por experiencias e instancias distintas de sí misma. Y de nuevo aparecieron en el horizonte las grandes cuestiones fundamentales y últimas de la existencia humana. Es lo que he llamado pensamiento transmoderno (fenomenología, existencialismo, personalismo, hermenéutica, raciovitalismo, escuela de Frankfurt, etc.). Se trabaja desde distintos campos por un intellectus emendatione, una reforma de la razón. Este pensamiento no renuncia a la verdad, pero niega que sea la razón, y la razón científica, el único criterio de la misma; busca la verdad objetiva y real, pero se niega a erigirse en ventrílocuo del Absoluto o ponerse en su lugar; critica la metafísica tradicional, especialmente los grandes sistemas racionalistas, pero no niega la legitimidad de las preguntas últimas ni renuncia a ofrecer una filosofía del ser.
3) Pero en los años 80 hace su aparición lo que hoy se conoce como pensamiento postmoderno o débil, que es la radicalización de algunos aspectos del pensamiento transmoderno. Así:
----De la limitación y contingencia de la razón se pasa a afirmar que el hombre no es capaz de conocer la verdad objetiva; que de hecho no es deseable la verdad, pues quien dice que la tiene cae en el dogmatismo y la intolerancia. Es preferible alcanzar «verdades parciales» subjetivas, mías hoy y no sé si mañana. Es la instalación en la incertidumbre.
----De la condición histórica de todo pensamiento se pasa al historicismo radical, sosteniendo un total contextualismo, y negando toda objetividad y universalidad a las afirmaciones sobre lo real y a los valores. Frente al universalismo propio de la razón fuerte presentan lo particular y diferente. Ello ha engendrado relativismo y escepticismo.
----De la crítica al imperialismo de la razón y la ciencia, y a los sistemas cerrados se pasa a afirmar que no es posible acceder al fundamento último de las cosas, que no hay tal fundamento; que de nada valen los grandes relatos que pretenden conocer lo real en su globalidad y sentido, sino que sólo hay fragmentos y experiencias efímeras.
Y de la crítica a la metafísica racionalista se pasa a la negación de toda metafísica para hablar de un «pensamiento postmetafísico». No tiene sentido formular preguntas últimas, dicen, porque éstas no tienen respuesta; y es quimérico pensar llegar al ser de las cosas con nuestro conocimiento, ni mucho menos al ser infinito, pues sólo disponemos de apariencias. Todo esto ha dado lugar a un agnosticismo general y al nihilismo, un componente siempre presente entre los postmodernos.
Esta situación postmoderna, muy difundida, es la que principalmente contempla la encíclica. Así nos lo anuncia ya la introducción (n. 5), y luego se va repitiendo (nn. 46, 55, 56, 61, y 91). Esta situación parece ser el interlocutor, por así decirlo. No lo es ya la modernidad acrítica consigo misma y agresiva con la Revelación y la Iglesia, sino la postmodernidad que renuncia a la verdad, exalta el fragmento, privilegia lo efímero y el instante, y no quiere plantearse cuestiones últimas.
III. INDICACIONES Y ORIENTACIONES DEL MAGISTERIO
La encíclica, desde la fe, y como una exigencia de la misma, nos pone en guardia frente a ese pensamiento débil y sus consecuencias para el ser humano, al mismo tiempo que nos señala un camino para superarlo. Contra lo que pudiera pensarse, la Iglesia no se alegra ni desea un motivo que haya renunciado a su vocación de conocer la verdad. Cree incluso que eso no es bueno para la fe misma. Nos dice: «Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser» (n. 48). Por eso la encíclica nos exhorta a:
----Recuperar la confianza en la razón y sus posibilidades de conocer la verdad.
----Considerar siempre que la razón ha de ser humilde, no autosuficiente y orgullosa, que se deja interpelar por la Revelación, y que se abra con respeto y admiración a la trascendencia y al misterio; una razón que sea capaz de plantearse de nuevo las cuestiones fundamentales de la existencia humana y que procure con sus propios métodos buscar una respuesta. Una razón, en fin, que sea crítica con sus propios logros y evidencias, sin por ello hacerse escéptica o relativista.
El Papa parte de la convicción --que compartimos todos los cristianos-- de que la apertura a la Revelación es un gran bien para la razón misma, tanto en lo que se refiere a su ejercicio, como a los contenidos, nuevos horizontes de verdad y bien (n. 76) que la Revelación le presenta y que por sí sola no podría descubrir (n. 101). La historia del pensamiento occidental confirma la verdad de esta convicción.
1) Tareas para todo filósofo
Desde esta perspectiva de una razón que confía en sus posibilidades de conocer la verdad, que permanece abierta a lo que no es ella, pero puede estimularla, guiarla y fecundarla, el Papa propone a los filósofos unas tareas y cometidos muy importantes. En el fondo, pide a la filosofía que sea de verdad filosofía.
A. Teniendo en cuenta que el ser humano necesita tener un sentido para vivir, un sentido que tenga todas las garantías de ser verdadero; y que la razón humana debe plantearse la cuestión del sentido global y último, y no limitarse a análisis sectoriales, hermenéuticos o sociológicos, el Papa pide a la filosofía que recupere para el hombre de hoy su dimensión sapiencial (n. 81).
B. Como esa dimensión sapiencial de la filosofía sólo puede recuperarse si la filosofía misma se constituye como un saber auténtico y verdadero, que abarque la verdad total, el Papa pide a la filosofía que se proponga como meta conocer la verdad objetiva y universal, esa verdad que trasciende su subjetividad fáctica y se impone a la inteligencia exigiendo ser reconocida (n. 82).
C. Exhorta también el Papa a los filósofos a que recuperen la dimensión metafísica del conocimiento. Pide, pues, un filosofar que sea capaz de trascender los datos empíricos y los fenómenos para llegar a la verdadera realidad y al fundamento último de todo lo real; que sea capaz de realizar el paso del fenómeno al fundamento (n. 83).
D. Por último, unido a todo lo anterior, pide a los filósofos que se esfuercen por conseguir una visión unitaria y orgánica del saber. Su fragmentación actual, y la desorientación que ello produce, lo exigen. Estas tareas y cometidos son irrenunciables para una auténtica filosofía. Y hoy son especialmente urgentes. Pensemos en las grandes cuestiones que tenemos planteadas: ecología, dignidad del ser humano, ética y valores, etc. Todo ello, si se aborda con pasión por la verdad, nos lleva siempre a planteamientos metafísicos; y los planteamientos metafísicos, en un primer momento intramundanos, acaban llevándonos a la cuestión del fundamento último y extramundano de todo ser (Dios).
2) Tareas para el pensador cristiano
Hemos enumerado unas cuantas tareas, válidas para todo filósofo, para todo filosofar y, por tanto también, para el cristiano que es filósofo. Pero el filósofo cristiano tiene, además, otras exigencias.
El filósofo cristiano cree en Dios, y acepta la revelación como verdad dirigida al hombre para que, viviéndola, pueda alcanzar la plenitud. En esa Revelación hay, como dice el Papa, una «filosofía implícita», es decir, una manera de entender a Dios, de concebir al hombre y su destino, una visión del mundo, una doctrina de la libertad, del mal, etc. Pues bien, esa «filosofía implícita» debe ser explicitada (n. 80). Esa filosofía implícita es la respuesta a las grandes cuestiones que el hombre se plantea. Es además una respuesta verdadera, y por ello, la plenitud de toda respuesta.
Hacer explícita esta filosofía supone dos tareas:
1º) Desarrollar en todos sus aspectos estas verdades, mostrando así la unidad y belleza de la visión cristiana del mundo; y hacerlo partiendo de lo que la fe sugiere pero con argumentos y razonamientos aceptables para todo ser racional (por ejemplo, la verdad de la existencia de Dios o la idea de ser humano que se deduce de la Revelación cristiana).
2º) Hacer ver que, efectivamente, esta verdad que viene de fuera, que se nos regala, es al mismo tiempo la que mejor responde a las exigencias de sentido del ser humano, a su búsqueda de la verdad. Es el trabajo de la inteligencia por el cual el hombre, todo hombre, sea cual sea su cultura y situación, puede reconocer en la verdad cristiana su propia verdad, la verdad de sí mismo.
Y esto se puede hacer por una razón muy sencilla: si la fe cristiana dice verdad, debe haber en todo hombre un signo, una huella de la verdad. El pensador cristiano tendrá que poner ese signo de manifiesto. Y así mostrar que: «ser cristiano es la forma plena de ser humano»; poner de manifiesto que Cristo es la verdad capaz de colmar toda pregunta.
Cristo como plenitud de verdad, es quien hace inteligible al mundo y al hombre, decimos nosotros los creyentes. Pues bien, es tarea nuestra mostrar con razones esta inteligibilidad.
Como dice Pascal, «los hombres desprecian la religión; le tienen miedo, y miedo de que sea verdadera. Para curar esto es preciso comenzar por probar que la religión no es nada contraria a la razón; que es venerable, digna de respeto; volverla enseguida amable, hacer desear a los buenos que sea verdadera y después demostrar que es verdadera». Me parece un programa perfecto para un filósofo cristiano. Cuatro son los tareas que describe Pascal:
----Probar que la religión cristiana --la verdad cristiana-- es razonable, no contraria a la razón.
----Mostrar que es venerable y digna de respeto, pues en ella el hombre se conoce en su justa realidad.
----Mostrar, además, que es amable (digna de ser amada), ya que promete el único y definitivo bien, lo único que vale la pena amar: Dios.
----Y finalmente, demostrar que es verdadera después de haber hecho desear que lo sea.
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