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Argumentos para demostrar la existencia de Dios
Cuando era joven, Kant escribió un libro que se titulaba algo así como La única demostración posible de la existencia de Dios. Esta simple idea me produce cierta desazón, porque encuentro sospechoso que sólo haya un camino para ir de la razón a Dios, cuando son tantos los que llevan a Roma. Lo más curioso es que Kant maduro se vio obligado a rechazar incluso ese único tinglado conceptual que había pergeñado en su mocedad. El caso no es insólito. Cuando abrimos los libros de teología natural, a menudo encontramos que sus autores dedican mucho más tiempo y esfuerzo a desmontar las pruebas ajenas que a asentar las propias. Uno se pregunta si los que elaboran tan ingeniosas refutaciones llegan a darse cuenta de que, al hacerlo, están creando un clima de desconfianza hacia todos los argumentos, incluido el que quieren erigir sobre las ruinas de los restantes. El problema quizá depende de que casi todos los filósofos que se empeñan en demostrar la existencia de Dios ven competidores y no colaboradores en los que han realizado el mismo intento antes que ellos. Tal vez piensan que la única demostración que cuenta es la primera, como si se tratara de conquistar una cima inexplorada. Eso explicaría el interés en invalidar las pruebas precedentes. Por mi parte, opino todo lo contrario: en este caso lo interesante no es ser el primero ni el único en escalar la cumbre: cuantos más lo hagan, mejor, y que para ello se habiliten la mayor cantidad posible de vías. También puede ser que la mayoría no precise demostraciones para creer o dejar de creer en Dios. Incluso entonces resulta paradójico que los que no creen en Él se empeñen en refutarlas todas& y los que creen, todas menos una: la suya.
Por fortuna, también hay personas sensatas que encaran el problema con mayor tolerancia y realismo: evitan las descalificaciones y manifiestan, en todo caso, sus preferencias, las fórmulas que les iluminan con mayor eficacia, para acceder a la verdad que buscan. Hay que reconocer, sin embargo, que las pegas que unos u otros ponen a los argumentos más conocidos no son gratuitas. Al fin y al cabo, el asunto es arduo. Dios es infinito; nuestra inteligencia y las fuentes que la alimentan, limitadas. A pesar de ello, encuentro que es mucho más fácil razonar la existencia del Ser supremo, que la simple presencia del hombre y el universo, despojados de todo rasgo de divinidad. De no haber ninguna potencia trascendente, ¿qué impediría al mundo crecer y crecer hasta alcanzar las dimensiones de lo incondicionado? ¿Por qué habría de ponerse a sí mismo límites en su ser, poder o conocimiento? Una de las más recientes doctrinas cosmológicas, la teoría del universo inflacionario, postula la existencia de algo bastante parecido: de un solo punto salen universos y más universos, como conejos de una mágica e inagotable chistera. La pregunta decisiva, por tanto, no es si Dios existe, sino por qué yo, tú, el otro o el universo mismo no lo somos. Panteísmo o teísmo trascendente: tales son probablemente las únicas alternativas teóricas serias.
Pero, volviendo a la cuestión de los argumentos, no excluyo que los haya errados, absurdos y hasta ridículos. Lo que cuestiono es que sólo haya uno veraz. O que todos tengan que reducirse de un modo u otro a él. Dado que Dios es principio de todo, todo puede ser principio para retornar a Él. Me sorprendería que no hubiera tantos argumentos posibles como posibles usuarios. Es alentadora la idea de que por ahí está, agazapada en la jungla de silogismos y teoremas, una demostración que lleva nuestro nombre y apellidos, adaptada a nuestra inteligencia como un traje hecho a medida. Y con un poco de optimismo, a lo mejor no hay una sola prueba, digamos, personalizada, sino muchas, ajustadas a los diversos momentos y situaciones de la existencia. De ser así, los argumentos tradicionales (el ontológico, el de la contingencia, el de la finalidad, etc.) no designarían especímenes aislados, sino familias de consideraciones que admitirían tantas versiones como la ejecución de una obra maestra de música.
Si algo de todo esto es verdad, no sería difícil encontrar nuevas formas de llegar a la misma conclusión. Aportaré una que probablemente no sea original, pero que se me ocurrió el otro día mientras conducía tediosamente mi coche por las interminables rectas de una carretera de la Mancha. Podría llamarse argumento de la deportividad, y se plantea así: Hoy día abundan las llamadas a tomar la existencia como un juego, vivir cada día como una aventura, mantener el espíritu joven y recibir con buen humor las peripecias por las que hemos de pasar, aunque no sean las más deseables. Me parece una receta excelente, en el supuesto de que sea posible aplicarla, lo cual resulta dudoso cuando las cosas se ponen muy cuesta arriba, como, por ejemplo, si uno está internado en el campo de Auschwitz, embarcado en una patera que naufraga, contaminado por un virus que no perdona, etc. Sin ponernos tan dramáticos, lo mismo ocurre si simplemente uno ya no es tan joven, guapo, sano, ocurrente, triunfador y querido como debiera o quisiera. Igualmente, es mucho más fácil comportarse con deportividad cuando se gana que cuando se pierde. Y, sin embargo, la esencia del fair-play es más fácil de reconocer cuando se arrostra con elegancia la condición de perdedor. Para conseguirlo son necesarias dos cosas: asumir que el juego es importante, que merece ser practicado con pasión, y, al mismo tiempo, tener muy claro que hay algo más importante que el juego mismo, más decisivo que ganar o perder, que disfrutar con él o sufrirlo. Ahí está el secreto de la deportividad, lo que funda el respeto al adversario por encima de la competencia. Para poseer ese secreto es esencial darse cuenta que la relación que se entabla entre los jugadores es mucho más valiosa que lo que se juegan.
Pasando ya a la formulación del argumento, diría que Dios es el elemento indispensable para tomar la vida con deportividad, lo único que puede aparecer como más importante que lo que nos jugamos aquí abajo (felicidad, placer, realización personal, empresas, etc.) Sin Dios no hay forma de evitar que la vida se convierta en un juego a cara de perro, en el que todo vale, en el que lo importante no es participar, sino única y exclusivamente ganar.
Podría seguir desarrollando mi argumento de tarde manchega, pero espero que lo indicado sirva para sugerir que, efectivamente, son muchos, inagotables, los argumentos que nos conducen al reconocimiento de la existencia de Dios. Tal vez el lector encuentre el suyo a poco que se esfuerce en buscarlo.
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