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Las raices

La continuidad del tiempo desdibuja y oscurece su articulación. Conviene recordar las fases por que se ha pasado en los primeros decenios del siglo XX. Entre 1927 y 1930 aparecen dos libros de gran calidad e influencia: «Sein und Zeit», de Heidegger, y «La rebelión de las masas», de Ortega, profundo análisis de la época y en que se postula con gran energía la Unión Europea, los Estados Unidos de Europa. Poco después de esas fechas se acumulan las situaciones difíciles y peligrosas: acceso de Hitler al poder, con el racismo y el holocausto de que fueron víctimas millones de judíos; la ofensiva del fascismo italiano; la creciente influencia del comunismo, con los atroces procesos de Moscú; la guerra civil española; a continuación, la segunda guerra mundial, que termina en 1945.

Justamente a partir de esta fecha se inicia una etapa asombrosamente positiva: creación de riqueza, recuperación del respeto a la vida humana, prosperidad intelectual.

Muy poco después, en el decenio de los sesenta, surgen perturbaciones que habrán de ser graves; en parte accesos generalizados de frivolidad, con dosis considerables de estupidez; recuérdese la amplísima difusión, casi fascinación, por las tres M (Marx, Mao, Marcuse); el librito rojo de Mao fue devorado con entusiasmo, así como otros libritos acaso opuestos pero con culto semejante.

En este decenio de los sesenta se inicia una época de agitación y confusión, que amenaza la continuidad y la vida apacible de las sociedades occidentales. Empieza a haber una epidemia de «revisionismos» que intentan dar al traste con la visión justificada y aceptada de la historia; se organizan congresos dominados por jóvenes profesores discrepantes -¿de qué?, en principio de todo-, mientras los historiadores más responsables y maduros continúan sus trabajos sin prestar mayor atención. Estos movimientos fueron fugaces y dejaron escasa huella, pero constituyeron un factor de perturbación de la vida normal. Pequeños equipos volantes de perturbadores agitaban las aguas habitualmente pacíficas de algunas universidades, durante tres o cuatro días, y se desplazaban a otras para realizar la misma función. Se produjo entonces un fenómeno que me parece particularmente interesante, pero que apenas fue señalado y rara vez se recuerda: la reacción saludable de grandes grupos de obreros, irritados por lo que les parecía una frivolidad de «señoritos satisfechos» que eran los estudiantes díscolos, los cuales, a su parecer, despreciaban y atacaban su propia situación privilegiada.

Todos estos fenómenos, que se podrían situar entre 1964 ó 65 y mil novecientos setenta y tantos, no tuvieron demasiada importancia, y pronto se restableció la normalidad y el equilibrio; solamente con una evidente declinación, un descenso de nivel; en las universidades, que es donde se percibió más claramente este fenómeno, se volvió a la convivencia pacífica, al trabajo habitual, pero ciertamente con un nivel inferior que ha costado mucho tiempo superar, y no del todo. En España, que es lo que mejor conozco, tengo amigos de todas las edades, y coinciden en el reconocimiento de diversos descensos de calidad desde la fabulosa Facultad de Filosofía y Letras de que gocé desde 1931 hasta que acabó con todo ello la guerra civil de 1936.

Las grandes destrucciones sociales e intelectuales me han hecho pensar muchas veces en las ciudades bombardeadas: se tiene la impresión de que han quedado destruidas; pero había tantas calles, plazas y casas, que todavía queda mucho. En la Europa tan destrozada durante la segunda guerra mundial se ha advertido la conservación de espléndidas ciudades, en buena parte destruidas, que se han ido reconstruyendo con grandes esfuerzos. Por cierto, en algunas ciudades alemanas, en que la destrucción fue muy grande, con excepciones como Heidelberg, ha habido dos reconstrucciones: una que podríamos llamar utilitaria, acompañada de desmaño y fealdad; otra, posterior y más «lírica», en que se ha recuperado la estética y el deseo de convivencia civilizada; Munich podría ser un buen ejemplo.

En los últimos decenios se ha producido una asombrosa recuperación del nivel de vida, que ha desembocado en un increíble aumento de la riqueza de Europa. Esto fue posible en gran parte por uno de los actos más inteligentes y generosos de la historia: el Plan Marshall, que permitió la recuperación de amigos y enemigos, de vencedores y vencidos, y cambió la faz de Europa y también del Japón.

Hay que tener en cuenta, en otro sentido, la floración de demagogias en gran parte de la América Hispánica, que dio al traste con lo que podía haber sido el equivalente transatlántico de la prosperidad europea. Por cierto, todo esto se ha contado desde el partidismo y la falta de veracidad, con omisiones y distorsiones que han ido depositando una costra de desfiguración difícil de corregir. Sería tan urgente como difícil restablecer la imagen justa de lo que han sido los países europeos y americanos durante varios decenios, de manera que resultaran inteligibles y se pudieran evitar las recaídas que amenazan una y otra vez.

A veces se suprimen de raíz y se borran de la conciencia años enteros, que son aquéllos en que se han engendrado perturbaciones cuya historia posterior se cuenta con falsedad, previa amputación de los orígenes. La tarea de rectificar esta distorsión generalizada sería extraordinariamente dificultosa, y como la memoria histórica es deficiente, resulta casi imposible, sin contar con la probable falta de voluntad de restablecer la verdad mutilada.

El problema más grave y de improbable solución es el hecho sorprendente de que al cabo de muchos años persiste la resistencia a decir la verdad cuando los protagonistas de esos acontecimientos pertenecen al pasado, a veces remoto. Al cabo de muchos decenios ¿por qué no decir la verdad? Para hablar de lo más próximo piénsese en el tratamiento actual de algo tan lejano ya como la guerra civil española. Un hecho sorprendente y peligroso es el de los que se podrían llamar «herederos»: personas de generaciones muy posteriores, tal vez jóvenes, que no han vivido ni de lejos los acontecimientos pero persisten tozudamente en su desfiguración.

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