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La libertad desdeñada

La libertad no es algo que otorga algún poder; es algo que se toma. Que se toma o a lo que se renuncia. No faltan casos y ejemplos de renuncia a la libertad de expresar los pensamientos propios ante la censura fáctica de la corrección política. Resulta cada vez más inusual que alguien piense por sí mismo y desde sí mismo. Y más aún que se atreva a decir lo que piensa. Hay silencios sabios, pero también los hay cobardes y cómplices. Hay quienes aceptan no molestar a cambio de no ser molestados. No hay peor traición que la que se ejecuta contra uno mismo. La cobardía intelectual y moral entraña una claudicación culpable que contribuye al fracaso de las propias convicciones despreciadas. Cada día resulta más difícil decir lo que se piensa y pensar lo que se dice. Escasean los que desdeñan asumir el privilegio que corresponde a quien no busca votos ni complacencias sino, si acaso, la adhesión de un pequeño número de almas afines. Es la deserción pusilánime de los mejores que, por ello, dejan de serlo. Logran el aplauso efímero de la mayoría de sus contemporáneos y el desprecio de los mejores y de la posteridad. Frágil y pírrico triunfo. Ante estos desdenes a la libertad, la melancolía de Cervantes sería incurable. Extraña esclavitud esa que uno se inflige a sí mismo.

Olvidan acaso que la misión del intelectual no es complacer a la opinión dominante sino oponerse a ella. Su objetivo no es el aplauso, y su riesgo es la cicuta, física o moral. Sus patrones son el profeta y el filósofo, Amós, Heráclito y Sócrates, que desdeñaron las opiniones y costumbres imperantes para combatirlas y se atrevieron a recriminar a sus conciudadanos. El intelectual que adora al becerro de oro de la opinión pública deja de serlo para convertirse en mercenario o bufón. No basta el reconocimiento legal de la libertad de expresión, si la opinión dominante ejerce su implacable censura. Hoy se hace necesario reivindicar el derecho a distinguirse. Al fin y al cabo, el adjetivo «distinguido» posee un sentido valioso positivo. Un error contra corriente siempre es preferible a un tópico a favor de la corriente. Es preferible equivocarse solo a someterse al dictado de la plebe. Las masas casi nunca tienen razón. Como escribió Séneca, «las sentencias del pueblo en gran parte las derogan los sabios». Acaso nos encaminemos hacia una termitera intelectual y moral. Una termitera sin reina. Esclavos sin amo: «los esclavos felices». Ante esta siesta del coraje y estas vacaciones de la independencia intelectual, llegamos a anhelar la existencia de más almas solitarias que desdeñen el aplauso y proclamen su verdad. Casi llegamos a preferir los errores solitarios a los aciertos gregarios.

Acaso me equivoque, pero creo que esta acomodaticia cobardía se basa en un error de apreciación, pues se somete además a una dictadura ejercida, en el fondo, por una minoría ruidosa. Tal vez se trate de una falsa mayoría que se beneficia de la desidia de quienes, si fueran fieles y proclamaran en público lo que reconocen en la intimidad de su conciencia o ante un pequeño grupo de afines, podrían invertir los términos, y las opiniones más sensatas acabarían siendo las dominantes. Pudiera ser que todo obedeciera a un error en la estimación y que la opinión real no coincidiera con la aparente. Lo que aparece como opinión pública podría ser el resultado de una interesada manipulación. Quizá más perentorio que el ilustrado «atrévete a saber» sea hoy proclamar «atrévete a decir». Por algo afirmó Aristóteles que la filosofía es la ciencia de los hombres libres. Y la libertad no consiste sólo en pensar libremente sino en hablar y actuar libremente. Los hombres nacen libres y por todas partes se encuentran encadenados. A veces, por ellos mismos.

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