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Misión de la Teología en la «Fides et Ratio»
La Fides et ratio, inmediatamente después de declarar que tiene como interlocutores muy directos a los filósofos y los teólogos, añade que se dirige igualmente a todo hombre que busca la verdad [1] . La mención expresa de este tercer tipo de destinatarios, que amplía el horizonte a la vez que lo refuerza --filósofos y teólogos se definen ambos en referencia a la búsqueda de la verdad--, nos sitúa de lleno ante lo que constituye, a mi juicio, el núcleo de la encíclica y, más radicalmente aún, ante lo que la sostiene y la explica. Con la Fides et ratio Juan Pablo II aspira, en efecto, a reivindicar el pensar humano en cuanto tal. Desde el principio al final este documento pontificio tiene el tono de una interpelación dirigida al hombre de nuestros días para invitarle a que confíe en sí mismo y en su destino, y en consecuencia --la confianza se fundamenta siempre, de un modo y otro, en un saber-- a que confíe en su inteligencia, en su capacidad de alcanzar la verdad y entrar en comunión con ella.
Esa invitación presupone un diagnóstico sobre la situación cultural contemporánea que ha sido ya analizado por quienes me han precedido en esta sesión, pero en el que me parece oportuno insistir. Juan Pablo II considera que la humanidad contemporánea --o, al menos, esa parte de la humanidad que constituye lo que suele calificarse como civilización occidental-- atraviesa una profunda crisis. Y, lo que es más, una crisis que tiene sus raíces en una quiebra del pensar en cuanto tal. La crisis que Juan Pablo II detecta no es una crisis de dimensiones exclusivamente políticas o sociales, sino una crisis que deriva de una desviación en el proceso del pensar, e incluso, más profundamente aún, de la renuncia a pensar, o, al menos, de la renuncia a pensar a fondo, ya que se duda de la capacidad de la inteligencia para llegar hasta la raíz, hasta el fundamento. El hundimiento del racionalismo heredado de la primera ilustración y llevado al extremo por las grandes construcciones idealistas y sus derivados, ha dado paso a un cientificismo y a un relativismo que llevan a afirmar, por una u otra vía, que la inteligencia humana puede percibir sólo fragmentos o facetas de lo real, sin tener capacidad para pensar el todo, para llegar a una verdad sobre la que se fundamente la percepción de una meta y de un sentido.
De ahí un pesimismo existencial, del que son reflejo la ausencia de ideales, el hastío y una resignación cansina que abre las puertas al aislamiento y al egoísmo. Frente a todo ello Juan Pablo II realiza, en la Fides et ratio, un acto de fe, proclamando que la vida humana tiene valor y sentido, que el hombre no es un ser arrojado en el mundo, sino alguien que viene a la vida llamado a la plenitud; más en concreto, a esa plenitud que nos revela el Evangelio al anunciar que hemos sido creados por Dios y llamados, en Cristo, a participar de Él. Pero quiere también, inseparablemente de ese acto de fe, y como prolongándolo, subrayar que esa plenitud de sentido puede ser percibida, o al menos entrevista, siempre y en todo momento por la inteligencia humana. El hombre no debe dudar de su inteligencia, sino confiar en ella, lanzándola audazmente a la aventura de pensar, ya que esa aventura, si es emprendida con hondura y autenticidad, le llevará siempre, aunque sea en ocasiones a través de vericuetos y senderos de montaña, a abrirse a la verdad.
Tal es, me parece, el tema de fondo de la encíclica y por tanto la perspectiva desde la que debe enfocarse la cuestión concreta que me corresponde desarrollar: su mensaje sobre la teología. Desarrollaré al efecto tres puntos: primero expondré qué entiende la encíclica por teología; después haré referencia a su insistencia en la importancia de la profundización metafísica para el quehacer teológico, y, finalmente, me ocuparé de la circularidad entre teología y filosofía.
LA TEOLOGÍA: SU NATURALEZA Y SU MISIÓN
La Fides et ratio entronca con el concepto clásico de teología, asumiéndolo de forma decidida. Así lo manifiestan, junto al tono general del documento, el recurso, precisamente en este punto, tanto a San Agustín dos de cuyas expresiones --intelligo ut credam, credo ut intelligam-- dan título a los capítulos segundo y tercero de la encíclica, como a San Anselmo, al que cita con tono especialmente laudatorio y del que asume, aunque sin citarlo literalmente, el proyecto de la fides quaerens intellectum [2] , y a Santo Tomás de Aquino, presentado como "maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología" [3] .
Las declaraciones expresas son igualmente netas. Aunque Juan Pablo II no se propone en ningún momento dar una definición formal de la teología, su texto contiene diversos pasajes en los que, al hilo del discurso, procede de hecho a una definición. Citemos concretamente los tres que nos parecen más significativos:
- la teología, «elaboración refleja y científica de la inteligencia de esta palabra (la de la revelación) a la luz de la fe» [4] ;
- «para la teología, el punto de partida y la fuente original, debe ser siempre la palabra de Dios revelada en la historia, mientras que el objetivo final no puede ser otro que la inteligencia de ésta (la palabra de Dios), profundizada progresivamente a través de las generaciones» [5] ;
- «el objetivo fundamental al que tiende la teología consiste en presentar la inteligencia de la Revelación y el contenido de la fe» [6] .
En todo momento la teología es considerada y descrita, definida, como intellectus fidei, como esfuerzo de la inteligencia creyente para tomar conciencia cada vez más plena de la verdad en la que cree y poder, en consecuencia, no sólo asumirla de forma cada vez más consciente y acabada, sino también, e inseparablemente, expresarla de forma cada vez más penetrante e interpeladora [7] .
Todo ello es, repitámoslo, clásico. No obstante, una vez dicho cuanto precede, conviene subrayar un matiz cuyo olvido podría conducirnos a una interpretación reductiva de lo que debe entenderse por inteligencia de la fe y a una comprensión equivocada del teologizar tal y como lo propugna Juan Pablo II. La expresión «inteligencia de la fe» podría, en efecto, entenderse como si la teología consistiera meramente en glosar el contenido de la fe dando a la palabra «glosar» una significación restrictiva, es decir, reduciendo la función del teólogo a la tarea de explicar la confesión de fe, poniendo de manifiesto la inteligibilidad de los misterios revelados hasta llegar, como meta suprema, a evidenciar la íntima conexión que reina entre ellos.
Ciertamente la teología se ocupa de todo eso. Más aún, lo indicado constituye su momento básico y, en consecuencia, imprescindible y decisivo. Pero, tanto en sí misma como en la enseñanza de Juan Pablo II, implica algo más. Los misterios de la fe, las verdades dogmáticas, los artículos del Credo son elementos de un todo dotado de inteligibilidad y de trabazón, y ahí se enraíza el teologizar, pero no se debe olvidar que ese todo, al desvelar el sentido último de la vida y de la historia, afecta al núcleo mismo del existir humano. Explicar la fe no es por eso, sólo, poner de manifiesto el sentido y la coherencia del mensaje en el que el cristiano cree, sino, a la vez e inseparablemente, poner de manifiesto cómo ese mensaje ilumina el conjunto de la realidad y de nuestro existir.
Cuanto acabamos de decir entronca con una de las afirmaciones fundamentales de la Fides et ratio el carácter sapiencial del conocer humano. A él alude la encíclica ya desde el principio, cuando, evocando las más variadas tradiciones culturales, subraya que en todas ellas resuenan, de una u otra forma, con unos u otros acentos, «las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida?» [8] . Y a él vuelve a referirse en otros muchos momentos para poner de manifiesto la necesidad de que la filosofía mantenga o recupere, si en algún caso lo hubiera perdido, ese carácter sapiencial [9] .
El mensaje cristiano, en cuanto mensaje de salvación, posee, intrínseca y necesariamente, una dimensión sapiencial, y por cierto en grado sumo. Mejor, es sapiencial por esencia. Juan Pablo II lo reitera ampliamente en la Fides et ratio, en la que evoca, una vez más, uno de los textos que con más frecuencia reaparecen en su magisterio: el pasaje de la Gaudium et spes en el que se declara que en Cristo, y sólo en Cristo, se revela con plenitud al hombre su propio misterio [10] . La "convicción fundamental" de la "filosofía" contenida en la Biblia, dirá hacia el final de la encíclica, "es que la vida humana y el mundo tienen un sentido y están orientados hacia su cumplimiento, que se realiza en Jesucristo" [11] .
La teología, en cuanto profundización en el mensaje bíblico, debe girar en torno a esa "convicción fundamental". Debe proceder, en consecuencia, "no sólo asumiendo las estructuras lógicas y conceptuales de las proposiciones en las que se articula la enseñanza de la Iglesia, sino también, y primariamente, mostrando el significado de salvación que estas proposiciones contienen para el individuo y la humanidad" [12] . El carácter sapiencial que define a la revelación y a la fe repercute en la teología que no puede olvidar nunca que versa sobre un mensaje en el que se le desvela al hombre el sentido último de la realidad; más todavía, que debe en todo momento ser consciente de ello, procediendo de modo que, sin merma de la cientificidad que le es propia, evidencie en todo momento sus implicaciones existenciales del mensaje que analiza y explica.
Al llegar a este punto puede resultar útil aludir, aunque sea brevemente, a la diversidad de los itinerarios que siguen, respectivamente, el filósofo y el teólogo. El filósofo parte de experiencias o vivencias concretas, determinadas, a partir de las cuales se interroga sobre el sentido: ¿por qué esto y no lo otro?, elevándose así desde lo inmediatamente percibido y conocido hasta la explicación y el fundamento últimos. El teólogo no parte de experiencias de ese tipo, aunque las tiene en cuenta, sino de la revelación que le trasmite la tradición cristiana, es decir, de la palabra de un Dios que, dirigiéndose a hombres que se interrogan acerca de su destino, les da a conocer cuál es la plenitud a la que Él, Dios mismo, los llama. La teología sigue pues un itinerario no ascendente, sino descendente: penetra en la palabra de Dios y desde ella dirige la mirada al conjunto de lo real para analizarlo y valorarlo desde la perspectiva de su destino.
Santo Tomás de Aquino se planteó, al inicio de la Summa Theologiae, y ya antes en el Comentario a las Sentencias, si en la teología se da la distinción que la tradición intelectual aristotélica había establecido entre el momento especulativo y el práctico. Responde diciendo que la teología es simultáneamente especulativa y práctica ya que considera la realidad desde la perspectiva de la palabra con la que Dios desvela, a la vez e inseparablemente, su propio ser y el origen y meta de todas las cosas, y por tanto no necesita elevarse hasta la percepción del fin para, desde él, descender luego, sino que, desde el inicio, se encuentra situada en el fin desde lo que todo puede, en última instancia, ser valorado [13] . Con un lenguaje diverso, la Fides et ratio expresa la misma concepción.
Hacer teología, teologizar, es, en suma, profundizar en el núcleo central de la fe cristiana y, desde ese núcleo, dirigir la mirada al conjunto de lo real. Con expresión acuñada por la teología italiana, puede decirse que la teología presupone esa capacidad de pensar el entero, la totalidad de las cosas, que otorga la palabra de Dios. Y se despliega analizando los diversos ámbitos y dimensiones de lo real precisamente en referencia a ese entero, a esa unidad del conjunto de lo real que la fe, desvelando la meta última del acontecer, permite percibir. Esa aspiración, connatural a la teología, es lo que hace que hoy y ahora tenga algo decisivo que decir en orden a afrontar la crisis contemporánea tal y como la Fides et ratio la describe, es decir, en cuanto crisis de sentido. Si bien para eso hace falta que lleve hasta sus últimas consecuencias el dinamismo intelectual que le es propio. Pero eso nos conduce al segundo punto que debemos tratar: el carácter intrínsecamente metafísico del teologizar.
DIMENSIÓN METAFÍSICA DE LA TEOLOGÍA
Para que la teología pueda afrontar la tarea que está llamada a desempeñar es, en efecto, necesario que sea consciente de su valencia o dimensión metafísica. Al realizar esa afirmación nos situamos, muy claramente, ante una cuestión que la Fides et ratio desarrolla en referencia no sólo a la teología sino a la totalidad del pensar humano. Entronca, en efecto, con una de las expresiones emblemáticas de la encíclica: la audacia de la razón, frase que Juan Pablo II emplea en un contexto de relaciones entre fe y razón, pero con intención de aludir a un constitutivo básico del dinamismo racional [14] . Puede ser por eso útil detenernos un momento para precisar su alcance.
Acudamos para ello a un proceso indirecto: analizar el concepto antitético, al menos terminológicamente, de humildad de la razón. Se afirma con frecuencia que una de las características del pensamiento llamado postmoderno, es precisamente la renuncia a la autosuficiencia u orgullo de la razón que marcó el periplo de la razón ilustrada y muy especialmente el de la razón hegeliana. Ese diagnóstico apunta a una realidad cultural innegable, y ofrece perspectivas válidas para un análisis de la coyuntura intelectual contemporánea, pero conviene precisar sus contornos marcando las distancias frente a lo que podríamos calificar como falsa humildad de la razón; la falsa humildad de la razón que estaba ya presente en Kant, cuando en una de sus Críticas consigna una frase muchas veces recordada: he tenido que destruir la razón para abrir el camino a la fe [15] .
Kant habla ahí, en efecto, no tanto de una razón humilde, cuanto de una razón finita; de una razón que se reconoce limitada al mundo de representaciones que ella misma engendra y que percibe precisamente porque lo engendra. Razón que acepta que mas allá de lo que ella expresa hay un mundo en sí en el que ella no entra, pero razón que proclama que ese mundo en el que no penetra es no sólo desconocido sino incognoscible. Razón, en consecuencia que, aún reconociéndose finita, no es existencialmente humilde ya que en el mundo que le es propio reina por entero, sin reconocer recovecos ni admitir intervención o ayuda alguna. Para hablar con verdad de humildad de la razón es necesario situarse en otra onda intelectual: proclamar no ya la finitud de la razón, sino su apertura a una infinitud para la que está hecha, pero que le trasciende.
Es una razón así entendida la que tiene presente Juan Pablo II y a la que, de un modo al menos implícitamente provocador, se dirige para lanzarle una invitación que recuerda las palabras que el propio Kant escribiera en uno de sus escritos más emblemáticos: sapere aude, atrévete a pensar [16] . En el texto kantiano esas palabras significan: no te sientas atado por lo que te ha legado la tradición, no te limites a repetir lo que han dicho otros, atrévete a ejercer tu inteligencia. Juan Pablo II retoma esa invitación, ese "atrévete a pensar", dándole un sentido diverso y más profundo. En la Fides et ratio la audacia de la razón indica, en efecto, no ya que la razón puede poner en tela de juicio datos recibidos, sino, más radicalmente, que ha de atreverse a pensar incluso lo que está más allá de ella misma, lo que la trasciende, ya que está, constitutivamente, abierta a lo infinito. El hombre no esta hecho sólo para reinar en el universo que construye con su razón, ni tampoco sólo para dominar mediante la ciencia el mundo que le rodea, sino para ir más allá, mucho más allá, hasta trascender el universo y llegar a Dios.
Una audacia así, en la que se funden la conciencia del límite con la apertura a lo que está más allá, a lo que la razón, en virtud de su propia dinámica, no alcanza a percibir con nitidez, pero sí a entrever, forma una sola cosa con la humildad. Y lo que es más, con una humildad que está no sólo al inicio, en la proclamación de una limitación que, una vez reconocida, queda en el olvido, ya que se procede con actitud de pleno dominio sobre el mundo intelectualmente cognoscible, sino que marca la totalidad del conocer, ya que en todo momento la razón se reconoce penetrada por lo que la trasciende. Pero si esa audacia forma una sola cosa con la humildad, también es cierto lo contrario: que esa humildad forma una sola con la audacia, ya que la infinitud de la verdad con la que la inteligencia se reconoce en comunión la incita a la vez al respeto y al sentido del misterio y a la profundización constante e ininterrumpida.
En el cristiano, al que la palabra de la revelación le desvela, en el claroscuro de la fe, el misterio de la vida y del amor de Dios, esa experiencia, ese entremezclarse de humildad y audacia, se radicaliza, dando origen a una actitud espiritual en la que la humildad es llevada al extremo, pues el hombre se reconoce como criatura, ser que lo recibe todo de Dios, incluso la propia existencia, pero, a la vez y en virtud del mismo movimiento, transformada en exaltación. La humildad cristiana no se basa tanto en el reconocimiento de la propia pequeñez, cuanto en la advertencia de que Dios, siendo infinito, se vuelca en esa pequeñez que es el hombre, haciéndole partícipe de su infinitud.
La teología --junto con la oración-- forma parte del movimiento que esa actitud espiritual provoca. El cristiano en cuanto teólogo --y todo cristiano lo es de algún modo, análogamente a como todo hombre es también de algún modo filósofo-- no sólo confiesa la verdad de lo creído, sino que, consciente de la riqueza y la infinitud que esa verdad posee, aspira a penetrar en ella, a comprenderla cada vez mejor, y a dejar, en consecuencia, que la luz que implica reverbere en todo el conjunto de su pensar. El "atreverse a pensar" llega así a su cumbre. Ya que se trata de un atreverse a pensar a Dios, y, en Dios y desde Dios, el universo entero lanzando confiada y audazmente la propia inteligencia por los caminos que abre la palabra divina.
Si tenemos presente este trasfondo se entiende la fuerza con que la Fides et ratio insiste en la exigencia que antes apuntábamos: la necesidad de que la teología tome plena conciencia de la valencia metafísica del mensaje cristiano y proceda en coherencia con esa realidad. Sólo, en efecto, una teología así está a la altura de la misión que le compete. Juan Pablo II lo subraya repetidas veces a lo largo de todo el documento. Podríamos evocar, a modo de ejemplo, los lugares en los que denuncia la falsedad de todo fideísmo, es decir, de todo planteamiento que pretenda afirmar la fe pasando a través del valor de la razón [17] . Nos parecen, sin embargo, aún más significativos los pasajes en los que señala que la verdad contenida de los textos bíblicos «no se reduce a la narración de meros acontecimientos históricos», ya que en ellos se presentan «acontecimientos que van más allá de las vicisitudes históricas» [18] . Los escritos bíblicos narran, ciertamente una historia, pero una en y través de la cual se manifiesta, se da a conocer, nuestra salvación, es decir, Dios mismo, que es a la vez e inseparablemente nuestro salvador y nuestra salvación. Hacia ese núcleo debe, pues, dirigirse la teología en cuanto ciencia, de modo que «el verdadero centro de su reflexión será la contemplación del misterio mismo de Dios Trino», al que llega «reflexionando sobre el misterio de la encarnación del Hijo de Dios» hasta abrirse a la plenitud de un «amor que se da sin pedir nada a cambio» [19] .
La Fides et ratio entronca en estos pasajes con el modo de hablar de quienes contribuyeron de forma decisiva a introducir la palabra teología en el lenguaje cristiano, dándole un matiz que interesa ahora remarcar. Nos referimos concretamente a los padres griegos y a su distinción entre economía y teología. Los Evangelios y el conjunto de la Escritura narran una economía, una historia en la que se entrelazan sucesos que obedecen a un plan, a un designio. La economía presupone, pues, y manifiesta la teología, la realidad de Dios, el logos o verdad de lo que Dios es y de lo que Dios realiza en la historia. Por eso la mirada no puede detenerse en los sucesos narrados sino que a través de ellos, mejor, en ellos, debe dirigirse a Aquél a cuyo designio obedecen y del que, en consecuencia, brotan. Desde la historia el cristiano, y el teólogo, han de elevarse hasta la Trinidad en sí misma, hasta la Trinidad inmanente, porque la historia, la economía que la Biblia recoge, no es otra cosa que el manifestarse de un Dios Trino, que el hacerse presente de Dios Trino da a conocer que Él mismo es nuestro destino.
Ese es el reto que la Fides et ratio lanza a la teología: atreverse a desplegar todas las implicaciones del mensaje evangélico, pensándolo a fondo. Todo lo cual, repitámoslo, no se puede realizar sin metafísica, sin ir más allá de lo contado, de lo descrito, para expresar la verdad profunda sobre Dios y sobre el hombre que en todo ello se contiene. Si no diera ese paso el teólogo permanecería en los umbrales del teologizar. Más aún, se expondría a dar la impresión de que el mensaje evangélico carece de verdad y se reduce a interpelación vacía o, lo que es peor, puramente emotiva y sentimental. El creyente puede, e incluso debe, conmoverse, porque lo que se le narra en la predicación y lo que recibe en la fe es nada menos que la realidad de un Dios que no sólo es amor, sino que le ama a él en concreto. Pero la conmoción que el Evangelio provoca no es sino el reflejo de su verdad.
Y es esa verdad lo que fundamenta la teología, expresión de la audacia de una razón, que, consciente de la valencia metafísica de su conocer, se siente autorizada a penetrar en la palabra que Dios le dirige y a la que la fe le abre, con conciencia, sin duda, de la excelsitud de Dios y, por tanto, en actitud de adoración, pero, a la vez e inseparablemente, con toda la capacidad de interrogar y de interrogarse que tiene una razón que aspira a comprender y que sabe que la realidad ante la que la fe le sitúa, la realidad de Dios, es verdad suprema, que cabe constantemente profundizar aunque nunca se agote. En el núcleo mismo de la fe están implicadas la infinitud de Dios y la infinitud potencial de la razón y del encuentro entre esas dos infinitudes nace la teología.
CIRCULARIDAD ENTRE TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA
Para completar el análisis de las enseñanzas sobre la teología contenidas en la Fides et ratio convendrá que hagamos referencia a un último tema: la circularidad entre teología y filosofía.
La palabra "circularidad" aparece relativamente tarde en la encíclica [20] , pero está presente desde el principio, incluso en las palabras iniciales cuando se afirma que "la fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad" [21] . Se habla de hecho ahí de una circularidad entre fe y razón a la que se atribuye además del adecuado desarrollo de la vida de la inteligencia y, en consecuencia, la efectiva consecución de esa comprensión que el hombre está llamado a alcanzar respecto del conjunto de la realidad y de su propio destino. «No hay --añade en un número posterior-- motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de otra, y cada una tiene su propio espacio de realización» [22] .
Por fe la Fides et ratio entiende, en este lugar y en otros paralelos, ante todo, como es obvio, la fe cristiana, pero también, al menos en ocasiones, una actitud más amplia: la receptividad de la inteligencia, su apertura a lo infinito y en general a cuanto pueda enriquecerla, también aunque, en algún caso, implique el reconocerse trascendida. Por razón entiende la capacidad de buscar y preguntarse, de analizar llegando hasta el fondo de las cosas, de valorar críticamente, de pedir razones. Ambas actitudes o dimensiones estructuran el pensar humano, de tal manera que, unidas, completándose en virtud de su interacción o circularidad, hacen posible que la inteligencia abra al hombre a la plenitud de ser y de verdad para la que está hecho.
En el interior de esa circularidad básica, se encuentra otra que la completa, aunque se sitúa en un plano menos radical o, si preferimos decirlo así, más especializado: la circularidad entre teología y filosofía, de la que se ocupa formalmente el número de la encíclica al que hace un momento aludíamos y al que ahora debemos volver. Ahí, en efecto, Juan Pablo II subraya que esos dos itinerarios, el interrogarse del hombre partiendo de sus experiencias inmediatas en busca de una explicación y de un fundamento y el profundizar del creyente en el contenido de su fe con la esperanza y el deseo de comprenderlo cada vez mejor, son solidarios el uno con el otro, se alimentan el uno al otro.
No puede haber --afirma-- teología sin filosofía, un pensar que aspire a dar razón de las realidades en las que el creyente cree, si ese pensar no se estructura poniendo en juego todo el poder de la inteligencia y por tanto la filosofía en cuanto tal. "No se trata simplemente --precisa, en efecto, la encíclica-- de utilizar en la reflexión teológica, uno u otro concepto o aspecto de un sistema filosófico, sino que es decisivo que la razón del creyente emplee sus capacidades de reflexión en la búsqueda de un proceso en el que, partiendo de la palabra de Dios, se esfuerza por alcanzar su mejor comprensión" [23] . La teología se configura como tal teología --no olvidemos lo dicho antes sobre su imprescindible dimensión metafísica-- precisamente filosofando y no de otra manera [24] .
Pero si la teología necesita de la filosofía, algo análogo ocurre a la inversa. Ya que si bien, ciertamente, puede haber filosofía y, hablando más ampliamente, conocimiento verdadero y veritativo al margen de la revelación cristiana --la Fides et ratio lo reitera sin ambages--, es cierto también que una razón que se cierra sobre sí misma se condena a la esterilidad [25] ; lo que, dicho positivamente y en referencia concreta al pensar del cristiano, implica reconocer que el espontáneo interrogarse del cristiano, como todo hombre, acerca de la realidad resulta iluminado, enriquecido, por lo que, acerca de esa misma realidad, le manifiesta la palabra de Dios. Es claro --prosigue la Fides et ratio en el número que estamos comentando-- que en el creyente la razón, «moviéndose entre estos dos polos» que son la palabra de Dios y su mejor conocimiento, «está como alertada, y en cierto modo guiada, para evitar caminos que la podrían conducir fuera de la Verdad revelada y, en definitiva, fuera de la verdad pura y simple; más aún, es animada a explorar vías que por sí sola no habría siquiera sospechado poder recorrer». «De esta relación de circularidad con la palabra de Dios la filosofía sale enriquecida, por la razón descubre nuevos e inesperados horizontes» [26] .
Las consideraciones expuestas en este último párrafo conducen a la noción de filosofía cristiana sobre la que la encíclica vuelve en párrafos posteriores [27] . Todo ello trasciende nuestro tema; centrémonos, pues, en lo que esa circularidad implica respecto a la teología. ¿En qué sentido y con qué alcance entiende Juan Pablo II la afirmación según la cual la teología presupone la filosofía? Tal es la pregunta que conviene formularse.
Para responder a ella resultará útil acudir a uno de los primeros números de la encíclica, aquél concretamente en el que Juan Pablo II distingue entre «pensar filosófico» y «sistema filosófico», atribuyendo al primero la primacía sobre el segundo [28] . Filosofar, interrogarse sobre las cosas, es algo consustancial al hombre, fruto de esa admiración, de ese asombro que suscita la contemplación del mundo que nos rodea y en el que vivimos, con sus riquezas y sus limitaciones, sus tristezas y sus alegrías, sus esperanzas y sus dramas. Como resultado de esa reflexión, la inteligencia humana precisa los conceptos y acuña términos y expresiones, que relaciona entre sí dando origen a un pensamiento estructurado y, en ese sentido, a un sistema. Ese proceso es, en sí mismo, positivo: el sistema filosófico no es, en cuanto tal, criticable. Más aún, todo pensador profundo es, en uno u otro grado, sistemático. Sólo que, y es esto lo que recalca la Fides et ratio, los sistemas no deben ser cerrados, y el filósofo ha de estar atento para evitar esa "soberbia filosófica" que le llevaría a convertir la "propia perspectiva incompleta en lectura universal". Más allá de todo sistema, y dotándolo de sentido, está la referencia a la verdad, de cuyo amor se nutre la filosofía, más aún, la constituye. El pensar, el interrogarse sobre las cosas, estando dispuesto a dejarse iluminar en todo momento por la verdad ha de tener siempre la primacía.
Apliquemos esas consideraciones a la relación entre teología y filosofía, y, más concretamente, al análisis del modo cómo la filosofía se integra en el proceder del teólogo. Una conclusión salta enseguida a la vista. El teólogo debe, sin duda, escuchar al filósofo, atender a lo que la filosofía de su propia época o de épocas anteriores han dicho sobre la cuestión concreta que le ocupa. Pero, como apunta la Fides et ratio en pasaje ya citado [29] , ése es sólo un aspecto del problema. Más aún interpretaría mal, superficial y equivocadamente, el proceder teológico quien pensara que el teólogo trabaja asumiendo conceptos acuñados por la filosofía para aplicarlos sin más a las cuestiones suscitadas por la revelación. En teología, como en filosofía, tiene la primacía el pensar. El teólogo que verdaderamente lo es no se limita nunca a tomar conceptos y consideraciones, sino que los reconstruye en su interior, iluminándolos y valorándolos desde la perspectiva que le es propia, es decir, desde lo que la palabra de la revelación manifiesta sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo. Los conceptos filosóficos, cuando la teología se refiere a ellos, son siempre, en uno u otro grado, repensados, reelaborados y, en más de un momento, transformados. Todo ello sin olvidar que, en otros momentos, la teología abre caminos, aportando, como acredita la historia, conceptos y consideraciones que la filosofía no había alcanzado y, en ocasiones, ni siquiera entrevisto.
Si se aspira a captar el mensaje de la Fides et ratio en este punto es importante, a mi juicio, no «cosificar» ni «sustancializar» filosofía y teología. Es decir, superar la tentación, a la que estamos expuestos por nuestro mismo lenguaje, a considerarlas como dos cosas, como dos realidades objetivas que están ahí, ya hechas y acabadas, inertes, de las que el hombre se sirve como se sirve de un objeto material. Teología y filosofía no son cosas, sino saberes, realidades que tienen, ciertamente, una consistencia objetiva, pero que no existen en abstracto o en el vacío sino en referencia a la mente humana, de la que han brotado y de la que en todo momento reciben dinamismo y vida.
La delimitación de ámbitos y competencias, decisiva a otros niveles, tiene, desde esta perspectiva, un interés menor. De hecho poner ahí el acento nos expondría al riesgo de dejar en segundo plano lo que constituye ese núcleo del mensaje de la Fides et ratio al que al principio aludíamos. La preocupación de Juan Pablo II por reafirmar en la actual coyuntura cultural el valor del ser humano, y en consecuencia, y como presupuesto, su capacidad de verdad y de infinito, pues ése, y no otro, es el fundamento absoluto de su valor. La razón y la fe, la filosofía y la teología, la inteligencia humana como potencia que, a la par que busca y se interroga, se abre a la verdad que le adviene, se presentan desde esta perspectiva, en el texto de la Fides et ratio y en la realidad de las cosas, como fuerzas no ya rivales, sino solidarias, más aún, hermanadas: saberes que se potencian el uno al otro, en virtud de una circularidad que no es, a fin de cuentas, sino expresión de la unidad tanto del espíritu humano como del universo en cuanto surgido e impulsado por el designio creador y salvador de Dios.
NOTAS
[2] Fides et ratio, nn. 14y42.
[7] La noción de intellectus fidei, inteligencia de la fe, es ampliamente glosada en Fides et ratio , nn. 65-66.
[9] La orientación sapiencial de la filosofía es afirmada explícitamente en Fides et ratio , n. 3y luego ampliamente reiterada (ver, por ejemplo, nn. 28-29). La pérdida del carácter sapiencial constituye por lo demás, a los ojos de Juan Pablo II, uno de los factores determinantes de la crisis de la filosofía contemporánea, tal y como la describe en la Fides et ratio; entre otros textos, ver nn. 81 ss.
[10] Fides et ratio, n. 12, que remite a Gaudium et spes , n. 22.
[13] Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I, q. 1, a. 4.
[14] Cfr. Fides et ratio, n. 48.
[15] La frase, como es bien sabido, se encuentra en el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura.
[16] Concretamente en Qué es la ilustración.
[18] Fides et ratio, n. 94; ver también, en el mismo sentido, n. 66.
[20] Es glosada concretamente en el n. 73.
[24] Cfr., entre otros pasajes, algunos ya citados, Fides et ratio, n. 69, donde, reconociendo la importancia de un diálogo de la teología con diversos saberes, reafirma la necesidad imprescindible de un diálogo con la filosofía.
[25] Es el tema que desarrolla ampliamente en el apartado destinado a tratar de "el drama de la separación entre fe y razón" (nn. 45-48), así como, aunque más brevemente, en otros muchos momentos.
[27] Ver al respecto, fundamentalmente, el número 76.
[29] Concretamente en el párrafo del n. 73 al que se refiere la nota 25.
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