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Sobre Anticlericalismo y libertad de conciencia
Parece que, lenta y tímidamente, la historiografía contemporánea universitaria va saliendo de la ciénaga en que había embarrancado con los Tuñón de Lara más los Jackson, Preston y toda su abundante serie de discípulos españoles, sumidos, explícita o implícitamente, en las supersticiones de la "lucha de clases".
Una muestra de esa reacción puede ser el libro Anticlericalismo y libertad de conciencia, de Manuel Álvarez Tardío (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales). En la historiografía dominante en estos últimos veinte o treinta años, el problema religioso en España durante los siglos XIX y XX, y especialmente en la II República, provenía de la actitud integrista, reaccionaria y violenta de la Iglesia, y obstáculo fundamental para la modernización del país, y alimentadora de un lógico anticlericalismo en las progresistas formaciones de izquierda. Este punto de vista lo encontramos incluso en personas independientes y dotadas de una fina capacidad de razonamiento, como Madariaga, y, desde los años sesenta, en un buen número de clérigos, especialmente jesuitas, que se consideran a sí mismos progresistas.
Sin embargo, tan extendida coincidencia no es ninguna garantía de veracidad, y en realidad no se basa en los hechos sino en la seudoargumentación propagandística de los anticlericales. Pero, como explica muy bien Álvarez Tardío, "parece evidente que el anticatolicismo de la política laica del primer bienio republicano fue el motivo fundamental de la organización de un poderoso movimiento político católico de contestación, y no al revés. No hubo, de hecho, anticlericalismo por reacción a un poder clerical que pusiera en peligro la vida de la República. Como queda dicho, el anticlericalismo fue ante todo una ideología positiva que respondió plenamente a las exigencias del discurso revolucionario". Como recuerda el autor, citando a Prieto y a otros, el anticlericalismo era el único factor que unificaba a las izquierdas, y constituía casi todo el bagaje intelectual de los partidos autodefinidos como republicanos.
Contrariamente a una impresión común, el movimiento que trajo la república fue organizado por políticos católicos y conservadores como Alcalá-Zamora y Miguel Maura, promotores del Pacto de San Sebastián, y después, ante las vacilaciones de las izquierdas, de la toma de los ministerios y del poder aprovechando el impulso del éxito republicano en las ciudades (aunque los republicanos perdieran las elecciones en el conjunto del país). Alcalá-Zamora y Maura esperaban instaurar un régimen donde fuera posible la convivencia de los católicos y las izquierdas, y la alternancia del poder entre ellos. Sin embargo, los acuerdos y aparente armonía previa entre unos y otros se vinieron estrepitosamente abajo antes de que pasara un mes, con la enorme quema de conventos, bibliotecas y centros de enseñanza y formación profesional, por "el pueblo", como llamaban los izquierdistas, en exclusiva, a sus seguidores. No fueron los fanáticos religiosos, sino precisamente las supuestamente ilustradas izquierdas, quienes realizaron aquel tremendo ataque a la conciencia y sentimientos de la mayoría de los españoles, y a la cultura y al patrimonio histórico y artístico de la nación, acto con el cual se revelaron al desnudo. Y la reacción de los "intransigentes" y brutalmente agredidos católicos no fue tampoco la violencia. Pero desde aquel momento, grandes masas de cristianos españoles se divorciaron políticamente de la república. Ahora bien, incluso entonces la corriente principal de la Iglesia buscó el acomodo a la nueva situación, tratando de cambiar sus excesos de manera pacífica y de acuerdo con las propias leyes republicanas.
Como remate, las izquierdas impusieron su Constitución por rodillo, no por consenso, violentando, como admitió el mismo Azaña, la libertad de conciencia y otras libertades. Álvarez Tardío argumenta de modo convincente que "la izquierda republicana y socialista se equivocó al despreciar la herencia del liberalismo español e infravalorar el papel de las libertades formales". Y es que la empujaba la convicción revolucionaria de que el 14 de abril constituía "el momento fundacional de una nueva era", cuya labor esencial, en palabras de Azaña, consistía en "una empresa de demoliciones". Empresa comenzada en las jornadas incendiarias del mes siguiente.
En la Iglesia hubo dos corrientes, representada una por Segura, luego por Gomá, y la otra por Vidal i Barraquer. La segunda es tenida generalmente por más "progresista" y razonable. La persecución emprendida por el poder republicano, con el propio Maura a la cabeza, contra Segura, llevó a la renuncia de éste, impuesta por el Vaticano, y a la creación al viejo cardenal de una imagen fiera e intransigente. Sin embargo, en sus célebres declaraciones motivadoras del escándalo y el acoso izquierdista, Segura partía del acatamiento al nuevo régimen, pero pidiendo respeto al pasado y la actividad política de los católicos en defensa de su agredida conciencia y convicciones. Postura perfectamente legítima, y con tanto derecho a ser mantenida en un régimen democrático como, al menos, el de las izquierdas anticlericales a expresar la suya. Considerar una provocación las palabras de Segura era y es una señal clara de despotismo.
En cambio, Vidal, apoyado por el nuncio, consideraba "imprudentes" tales actitudes, y promovía una política sinuosa de concesiones muy próximas a la claudicación, al entender de muchos cristianos, para salvar lo salvable. Paradójicamente, Segura actuaba como si la república fuese un régimen democrático donde se podían defender con claridad y sin tapujos unas u otras ideas, mientras que Vidal lo consideraba, implícitamente, un sistema tiránico en el cual había que disimular y contentar al poder despótico para obtener, por concesión y no por derecho, algunas ventajas.
Álvarez Tardío, un poco en la línea de Vidal, afirma que "la izquierda republicana y socialista (&) tenía razón al considerar que la Iglesia católica había sido un feroz enemigo del Estado liberal en España y un poderoso aliado del conservadurismo autoritario". No viene aquí al caso extenderse sobre "quién empezó" las violencias en el siglo XIX, pero es evidente que durante la república, ni la línea de Segura y Gomá fue "feroz" en ningún sentido, ni la prevaleciente de Vidal sirvió para aplacar eficazmente el despotismo izquierdista.
Las izquierdas, en efecto, no apeaban de su boca las palabras libertad y democracia, pero las entendían de una manera muy peculiar. Hicieron una Constitución sectaria y ajena a la realidad española, y promulgaron una ley electoral de tipo mussoliniano, diseñada para perpetuarse en el poder y proseguir su "empresa de demoliciones". Para su asombro e indignación, su ley electoral no impidió un enorme triunfo de la derecha y el centro en 1933, y eso no lo admitieron. Toda la enorme moderación y espíritu conciliador de que hizo gala entonces la CEDA resultó inútil para calmar a los despechados republicanos y a los revolucionarios obreristas, que no dudaron en lanzarse textualmente a la guerra civil en octubre del 34. Vueltos al poder en febrero de 1933, en circunstancias por lo menos confusas, pusieron manos a la obra de "republicanizar" a la mejicana el poder, para impedir definitivamente el turno en el gobierno, y el anticlericalismo cobró tintes especialmente abusivos y brutales, acentuados mes tras mes, hasta que todo terminó como sabemos.
El libro de Álvarez Tardío, minucioso y detallado, aunque con algunas concesiones a mi modo de ver innecesarias como la señalada, o considerar "desorbitada" la represión del alzamiento de octubre del 34, es sumamente instructivo y aclarará muchas ideas a quienes se han visto influidos por unas interpretaciones de la historia demasiado en boga por poco combatidas. Es de esperar que en años próximos vaya cambiando el lamentable panorama historiográfico universitario, impuesto, para más inri, en nombre de la ciencia, el progreso y maravillas parecidas.
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