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El aire se serena

Se me viene con frecuencia a la memoria la Oda a Salinas que 0compuso Fray Luis de León: «El aire se serena / y viste de hermosura y luz no usada, / Salinas, cuando suena / la música extremada, / por vuestra sabia mano gobernada».

El aire se serena cuando cesa la algarabía, cuando se dejan de decir múltiples cosas que engendran confusión, y se escucha una voz aislada, que habla en soledad, sólo en compañía de los que pueden escuchar, de aquellos a los que se habla.

Temo a las reuniones, a eso que se llama impropiamente diálogo, palabra nobilísima cuando se es fiel a su significado real. El diálogo consiste en que se dice algo a otras personas que reciben las palabras y las ideas, y reaccionan personalmente a ellas. Es esencial esa recepción, el efecto que se produce en el que oye, y que provoca un cierto cambio, una variación en el ánimo del oyente. Cuando este responde, se entiende que no es exactamente el mismo de hace unos momentos, sino que su mente ha experimentado una dilatación, un enriquecimiento, o una rectificación a causa de eso que ha oído.

El diálogo supone una serie de cambios, de variaciones; los interlocutores van modificando su realidad a medida que hablan. Lo esencial es la recepción de lo que se oye, el efecto que produce en el oyente y lo va transformando, diríamos que en cada frase, a cada momento, si es un diálogo efectivo.

Lo frecuente es que cada uno de los interlocutores esté encastillado en sus posiciones previas, que a lo sumo responda a lo que ha oído, como quien devuelve una pelota en un juego, sin que esta forme parte de la realidad del que responde.

De ahí que el diálogo requiera reposo, pausas en las que lo dicho hace su efecto sobre el receptor, y también sobre el que ha emitido un juicio, una reflexión, un fragmento de ese diálogo.

Se da por supuesto que los que hablan son los mismos a lo largo del diálogo. Si esto fuera así, no sería un diálogo; este consiste en la variación constante, paso a paso, frase a frase, de los interlocutores. Como todo lo humano, es una realidad dramática, algo que acontece, en que se realiza la transformación de la realidad humana. Si esto no ocurre, quedan sólo monólogos independientes y sin consecuencias. Podría recordarse el admirable verso de aquel viejo romance: «Yo no digo mi canción sino a quien conmigo va». Para que haya efectivo diálogo, real comunicación, hay que ir con el otro, acompañarlo, asistir a la variación de su realidad, adquiriendo así otra propia, modificada por esa misma convivencia.

Es esencial a la comunicación humana el verla como algo que acontece, que dura, con pausas indispensables en que se opera la transformación constante de los que hablan. El que habla y sigue hablando es el mismo, pero no es lo mismo, va siendo sucesivamente otros en los que permanece la mismidad, pero en manera alguna la identidad. Justamente la mismidad se va creando, afianzando, enriqueciendo, corrigiendo a lo largo del diálogo.

Ni siquiera hace falta que haya un interlocutor: el mismo proceso de la vida en soledad tiene esos caracteres: «Converso con el hombre que siempre va conmigo», dijo Machado.

Después de un rato de conversación, los que han hablado no son exactamente los que empezaron a hablar; si lo son, es que no han hablado realmente; a lo sumo han cruzado monólogos inoperantes. No es frecuente que se haga el balance de las vidas combinadas en unos minutos de conversación; en la mayoría de los casos, ello no ha tenido consecuencias, o al menos es la impresión que se tiene, pero en definitiva es falsa. Si ha habido verdadero contacto, si ha acontecido algo en las vidas implicadas en una fase de convivencia, los que han hablado callan y se separan como personas «nuevas», distintas de lo que eran unos momentos antes. No sólo de lo que eran, sino de quienes eran, si la conversación ha sucedido en el nivel propiamente personal, el del «yo» que era y se ha ido transformando a medida que se hablaba, es decir, que se vivía.

Rarísima vez se tiene esto presente; si se pensara sobre ello, la conclusión sería: «No ha pasado nada». Esto es un error. La vida humana consiste en una continuidad siempre cambiante. Se va haciendo en el tiempo, con un sustrato de continuidad que establece vínculos en cada episodio, en cada momento. En muchas personas esos momentos temporales se van disociando; a medida que pasan, quedan aislados, en cierto modo olvidados. La vida tiene muy distintos grados de coherencia, lo cual hace variar enormemente su contextura. En ello interviene decisivamente la memoria, que se suele entender como la capacidad de «recordar» -es decir, volver al corazón- el tiempo pasado. Pero antes que eso hay la «retención», que no es sino la conservación sin necesidad de interrupciones del tiempo transcurrido.

La textura de las vidas humanas es muy diversa; los grados de coherencia difieren profundamente. Los diversos momentos de la continuidad temporal se organizan en una variedad de formas que habitualmente se pasa por alto, sin que nos demos cuenta de lo que acontece en nosotros mismos y todavía menos en los demás.

Cuando se trata de convivencia, y éste es el rasgo decisivo, porque vivir es convivir, y cuando ello falta es porque uno se ha «quedado solo», hay una coexistencia de configuraciones vitales cuyo grado de semejanza presenta diferencias inmensas.

Si se pudiera hacer un mapa de las formas de convivencia, de las relaciones entre personas, se descubriría la inmensa variedad de posibilidades. Casi todo está por considerar, por examinar, por entender. Se resbala sobre la multiforme realidad que tienen las vidas humanas. Piénsese en la configuración según el sexo, en lo que significa la vida dentro de cada uno de los dos sexos y en la presencia mutua de los dos. Adviértase lo que significa la edad, desde la niñez hasta la vejez; en sus colosales diferencias y todo ello en movimiento, cambiando constantemente, articulado en edades que son como «remansos» de estabilidad en los cuales se está «instalado», pero de una manera precaria y en continua modificación.

Habría que hacer una cartografía de lo humano, trazar planos de las formas de vida, que acaso permitirían orientarla y descubrir su sentido.

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