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El hombre que mató el futuro

HACE cincuenta años, los hará el cinco de marzo, Stalin cerraba los ojos al mundo, huía entre las sábanas, mientras huía también un tiempo momificado en sangre, tejido y destejido con los jirones de las ilusiones perdidas. La muerte del jerarca soviético señalaba el final de una época de crímenes que ya había comenzado en 1917, cuando Lenin y Trotsky profetizaron el terror elevando la depuración del otro, «del enemigo político o social», a principio de poder y de Estado. Después de medio siglo, las consecuencias siguen sobrecogiéndonos: los fusilamientos y las persecuciones políticas, las torturas, las masacres de campesinos, las deportaciones en masa, los páramos invernales, cubiertos de nieve o de barro, delimitados por barreras de púas y torres de vigilancia, construcciones enteras de alambradas que atenazaban el cielo y la tierra, que se aferraban al paisaje blanco, al horizonte gélido...

Hoy, contemplada en su turbia fusión de idealismo y crueldad, el comunismo sigue mostrándose como una lengua dolorosa hecha de paradojas. Como filosofía política atraviesa la Historia desde la Antigüedad. En 1516 Tomás Moro, inspirándose en los griegos y en la tradición cristiana, imaginaba una isla llamada Utopía. La obra del canciller de Enrique VIII de Inglaterra, que esbozaba un mundo aterrador y feliz a la vez, un mundo misterioso y opresivo, suscitó muchas pasiones y dudas y halló suelo fértil en generaciones y generaciones de inconformistas que quisieron hacer realidad lo ilusorio de aquel «no-lugar», desde Campanella, que en 1602, encerrado en los calabozos de la Inquisición, torturado hasta la locura y sin esperanza de libertad, escribiría La ciudad del sol, hasta los socialistas utópicos del siglo XIX o los mismos revolucionarios rusos del final de esa centuria. No se debió al azar el hecho de que los bolcheviques decidieran autodenominarse comunistas ni tampoco fue producto de la casualidad el que en el monumento dedicado a sus precursores reservarían un lugar privilegiado a Moro o Campanella. En las utopías de aquellos escritores humanistas de los tiempos recios de la Reforma y en el siglo de las Luces querían Lenin y, su sucesor, Stalin, mostrar a Occidente su tradición.

Es cierto que imputar a Moro la responsabilidad de hechos ocurridos cinco siglos después de haber sido ejecutado por orden de Enrique VIII sería absurdo, como hacer dialogar entre sí a hombres de distintas épocas, a los muertos y los vivos. Tampoco es menos cierto, sin embargo, que las palabras son precursoras de los actos venideros, la chispa de los incendios futuros. Los grandes libros de los maestros del pensamiento como los libros santos son fuente de moralidad y de caos, de caridad y de crimen: el libro no es peligroso, lo peligroso es uno mismo. Tomás Moro, como después Campanella y, más tarde Karl Marx, no comprendieron que bajo aquellos hermosos sueños plasmados en el papel habrían de agitarse siempre hombres, pasiones, intereses. Morirían sin saber que en el siglo XX su anhelo de una sociedad perfecta iba a ser revelado a la ciega y sorda humanidad con una lucidez despiadada y criminal.

Tras las jornadas revolucionarias de octubre de 1917, la persecución del bien se confundió con la práctica del mal en tanto que olvidó a los hombres como sus propios beneficiarios, causándoles todo el sufrimiento que fuera necesario para la consecución de la sociedad perfecta. La fanática pretensión de Lenin - perfeccionada luego en la geometría depuradora de Stalin- de llevar a rastras a la humanidad hacia el paraíso terminó trasformando el comunismo en una inmensa colonia penitenciaria. Tiempo después, tras haber vivido el horror de la persecución y los campos de concentración, Vassili Grossman escribiría: «Allí donde se levanta el alba del bien perecen niños y ancianos, corre la sangre».

La transformación de la utopía en un régimen opresor y el crimen que iba a cometerse en 1917 ya había sido anunciado por Franz Kafka en sus relatos, como en una exacta profecía. Cuando Lenin todavía no podía imaginarse los frutos que iba a recoger de la Primera Guerra Mundial, el escritor de Praga, atento al murmullo enfermizo de la Historia, había descrito en la ficción, de un modo alucinatorio, más allá del lenguaje, en la frontera misma donde están las alambradas del lenguaje, la maquinaria de un mundo donde todos podían ser acusados y culpables, la estrecha colaboración entre las víctimas y los verdugos, el aburrimiento siniestro de los asesinos, su sadismo furtivo. Franz Kafka moriría en Praga en 1924. En esa fecha, sin embargo, las escenas ya eran reales, como también eran reales los cadáveres y los testimonios de quienes denunciaban la trágica impostura que se ocultaba tras la revolución bolchevique.

En París, en 1921, en un periódico de la emigración rusa se describía Sebastopol como una ciudad de ahorcados. «Las calles», se leía, «tenían un perspectiva de ahorcados». Tres años después se publicaba en Estados Unidos una novela escrita por un antiguo bolchevique: Nosotros. Las páginas de aquel relato encerraban la desilusión del hombre ante las utopías de la modernidad. Quienes leyeron el libro comprendieron que tenían ante sus ojos el atroz mecanismo del Estado que pronto construiría Stalin. La voz de su autor, Zamiatín, apenas escuchada, sería urna de pensamiento muerto. En 1937, exiliado e ignorado en París, nostalgia, hoteles sucios, cucarachas, facturas sin pagar, moría el autor de la primera anti-utopía del siglo XX.

Y mientras Zamiatín desaparecía sin dejar casi rastro de su presencia en el mundo y su obra descansaba en los estantes de bibliotecas y librerías de Estados Unidos, cubierta de polvo, conservada no como un pensamiento, no como un hombre, sino tan sólo como un objeto muerto e inútil ... mientras la obra de Zamiatín se pudría anónima, huérfana entre los libros triturados por la censura revolucionaria, y un sinnúmero de ilusos y seres anónimos eran arrastrados a morir «como un perro», igual que Joseph K., el aparato publicitario de la Internacional Comunista, dirigido por el infeliz genio de la propaganda Willi Münzenberg, presentaba en Europa el régimen de Stalin como un ideal humano y progresista, heredero de la isla de Moro y la Ilustración.

Y lo cierto es que la propaganda de Münzenberg, que actuaba como un ilusionista mostrando el rostro luminoso de la Unión Soviética para ocultar el otro, el atroz de las ejecuciones en masa y las depuraciones políticas, halló eco en Occidente. En aquellos años de alambradas y listas de futuros ejecutados, como el propio Münzenberg, que caido en desgracia ante Stalin, aparecería ahorcado en la espesura de un bosque de Francia, la izquierda europea dio muestras de una ceguera excepcional. ¿Era esta ceguera consecuencia del profundo convencimiento de que los resultados justifican todos los medios o, como escribió María Zambrano, era una simple cuestión de fe en el hombre y sus grande sueños, una debilidad de creyente que se empeña en ver amor donde hay mandíbulas y garras, egoísmo feroz, hombres que acechan a hombres? Tal vez no lo sepamos nunca. Lo relevante es que la historia de la utopía y su tiniebla soviética no podría entenderse sin la historia de todo este colectivo humano, miles de personas de carne y hueso, de idealistas y arribistas, de hombres de acción y poetas, que creyeron que Stalin estaba construyendo el comunismo, que la utopía se estaba haciendo carne en Moscú. Muchos pagarían con la libertad, incluso con la vida, su idealismo. La avalancha hacia la utopía terminó convirtiéndose, también para ellos , en una pesadilla. Nadie hubiera podido decir que el futuro funcionaba sino que había muerto.

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