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Garantías de la verdad

Es una viejísima convicción mía que sólo sobre la verdad se puede construir algo. Hay una amenaza permanente, que comenté hace ya mucho tiempo: la fragilidad de la evidencia. El hecho de que lo que vemos con claridad, diáfanamente, sin sombra de duda, al cabo de algún tiempo y sin motivos claros, ha perdido esa condición. La repetición, lo que «se dice» una vez y otra, las perspectivas distintas que se van introduciendo y provocan visiones diferentes, todo eso hace que lo que parecía claro, más aún, inquebrantable, pierda su fuerza, deje de ser algo en lo cual uno se apoya para seguir pensando, en definitiva para vivir.

La cuestión radica en la constante dilatación de la vida humana. Pensamos ante una situación más o menos compleja, teniendo en cuenta sus elementos; llegamos a una visión que nos parece satisfactoria, que cumple las exigencias de verdad. Pero la vida sigue, surgen nuevas cuestiones, la atención se dispara en varias direcciones, y ello nos obliga a seguir pensando, es decir, a abandonar el suelo aparentemente firme de una visión a la que habíamos llegado, para enfrentarnos con nuevos horizontes, con factores que no habíamos tenido en cuenta, con cuestiones que han ido surgiendo al vivir.

Esto obliga a cambiar el punto de vista, a incluir algo nuevo que no estaba en el horizonte, a forzarlo a convivir con lo que por un momento pareció seguro. No es fácil conciliar las diversas visiones, que se imponen por caminos diferentes, con ocasión de preocupaciones y necesidades muy varias, que afectan a regiones independientes de nuestra vida.

El sistematismo de esta es un hecho, el gran hecho que casi siempre se olvida; vivir es una operación de conjunto, en la cual intervienen innumerables elementos, la mayor parte de ellos desatendidos, pero actuantes. Como esa vida no es instantánea, sino temporal -transcurre sin cesar, se va nutriendo de elementos nuevos, a la vez que otros ocupan posiciones secundarias hasta desaparecer-, hay una variación constante.

Recuerdo un brevísimo drama americano, «The long Christmas dinner», cuyo argumento consiste en una larga cena, en una habitación con dos puertas, una blanca y otra negra. Por la blanca entran algunas personas, comen, conversan; un momento después salen por la puerta negra mientras otras nuevas aparecen por la blanca. Es, naturalmente, una imagen de la vida humana, de su condición sucesiva y alternativa a la vez.

Esa imagen de continuidad es esencial, pero no suficiente. La vida se detiene, tiene pausas, remansos, vuelve a empezar una vez y otra en circunstancias distintas, después de que se han operado cambios que quedan incorporados a lo anterior. Por mucho que se insista en la continuidad, que esta sea un hecho irrefragable, no lo es menos el cambio permanente, el que se vuelve a empezar una vez y otra. Si se quiere entender una vida humana, hay que tener presente que empieza, se desarrolla, se detiene, cambia de perspectiva, vuelve a empezar, con pérdidas y ganancias, con olvidos e innovaciones.

La vida es argumental, lo cual supone variaciones, etapas, sin verdadera interrupción. Olvidamos con frecuencia lo que es la estructura elemental de la vida: simplemente la alternancia del día y la noche, que durante la milenaria historia humana ha sido algo decisivo; en muchos sentidos la vida terminaba con la luz, se interrumpía en la oscuridad y renacía con el amanecer. En el mundo actual esto no ocurre, sino muy limitadamente, hasta el punto de que casi lo pasamos por alto. Pero la humanidad ha tenido una historia milenaria en que esto era decisivo. La persistencia de lo que ha sido «siempre» su condición no queda abolida enteramente por las situaciones en que vivimos hoy. El día y la noche, la vigilia y el sueño, por muy confundidos y borrosos que hayan llegado a ser en nuestro mundo, no han desaparecido del todo y se mantienen como una condición que no ha perdido vigencia, aunque esté quebrantada y modificada a cada paso por las técnicas y los usos actuales.

El hecho es que la vida empieza y termina muchas veces, se suspende y se reanuda, con una variación que empieza con la elemental y decisiva de cada día, y se va articulando en fases o etapas diferentes, que empiezan por parecer simples cambios o pausas, y descubren pronto su condición más grave de fases diversas, no equivalentes; en suma, edades. Esto hace que nos sintamos a cierta altura, con un camino transcurrido y otro posible, inseguro, de dudosa duración y probabilidad.

Desde la niñez hasta la juventud los cambios son tales que su sentido va evolucionando sin cesar. Hay un momento de aparente estabilidad, algo así como un rellano en que la vida parece haberse estabilizado y fijado. Pero pronto se ve que esto es ilusorio: la vida sigue, cambia sin cesar, altera su figura y su horizonte, nos obliga a replantearla una vez y otra. La madurez engendra una ilusión de estabilidad que pronto se va desvaneciendo; a medida que los años transcurren, se hace más evidente el cambio de horizonte.

El horizonte de las posibilidades es durante algún tiempo ilimitado; se sabe que no se podrá hacer todo, pero sí en principio cualquier cosa. A medida que la vida va siendo real, es decir, se va realizando, surge la conciencia de sus límites. Hay una cuenta creciente de lo que «ya no» podremos hacer.

Esto introduce una variación importante: hay que hacer una selección; dentro de lo meramente posible queda lo probable o improbable, lo deseable, lo difícil, lo que se va alejando. Al cabo del tiempo queda un núcleo irrenunciable en el deseo con diversos grados de probabilidad.

Las condiciones efectivas, físicas, económicas, sociales, modifican decisivamente este horizonte. La vida imaginada va experimentando variaciones que afectan al grado de deseo, a la verosimilitud, a la frontera entre lo posible y lo imposible.

El horizonte de las posibilidades es enormemente variable según la época, el país en que se vive, las condiciones personales y no menos la capacidad de imaginar y desear. Si se pudieran medir las cosas humanas, asombraría ver las inmensas diferencias que hay en aquello que los hombres cuentan como posibilidades de sus vidas personales, que podrán realizarse o no; y estas diferencias afectan primariamente al pueblo al que se pertenece, a la condición social, a las distintas edades coexistentes, a la formación individual y a lo más importante de todo: el grado y el uso de la imaginación.

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