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Consenso

El consenso, por su propia naturaleza, es poco visible; si es completo, resulta enteramente invisible. Lo que se ve, lo que aparece, lo que tiene relieve; en suma, lo que parece existir es lo parcial, discrepante, que no tiene vigencia ni alcanza mayoría.

Esto produce una visión falsa de la realidad, que se impone si se resbala sobre las cosas y no se tiene una atención vigilante a lo que significan. Se podría decir, forzando un poco las cosas, que las apariencias están en razón inversa de la realidad.

Las creencias ampliamente compartidas, que se aceptan sin violencia, sin que apenas sea necesario formularlas, carecen de relieve y visibilidad. Se está en ellas sin más, casi sin advertirlo. En cambio, las posiciones minoritarias, nutridas de discrepancia, que se afirman con esfuerzo, acaso con violencia, por individuos o grupos de escaso volumen, parecen existir y ser importantes. El horizonte de lo público, de lo que invade los medios de comunicación hasta parecer lo único existente, es precisamente lo incapaz de alcanzar el asentimiento de las mayorías.

Digo el asentimiento, porque rara vez necesita afirmarse de un modo explícito, y en esa medida no consta particularmente. Es difícil ver cuál es el subsuelo en que se apoya la vida de la mayoría de los hombres, aquello que apenas se formula, sino que está ahí y actúa silenciosamente. Sobre ese fondo general de asentimiento casi inexpreso, que elude la percepción, aparecen islotes de disidencia que se formulan con energía, con frecuente violencia, y parecen la verdadera realidad.

Este hecho desfigura la perspectiva justa, la que correspondería a los diversos grados de realidad e importancia. Lo que no es compartido por los grandes conjuntos humanos, lo que no consigue establecerse normalmente y ser el fondo de la vida colectiva, es lo que aparece con relieve, acaso con un extraño exclusivismo.

Esto perturba indeciblemente la percepción de la realidad. Particularmente los medios de comunicación, con un influjo actual inmenso, proporcionan una imagen cuyo volumen es inverso al grado de realidad que las cosas poseen.

Hay innumerables cosas que no logran convencer, que no son aceptadas por la mayoría de las personas que componen una sociedad, que tropiezan con una resistencia pasiva, que es la simple no aceptación, el desinterés, la indiferencia. Su carácter relativamente «excepcional» es lo que les da una aparente importancia, lo que hace que ocupen una extraña porción del horizonte visual. «La naturaleza gusta de esconderse», decían los filósofos presocráticos; la verdadera realidad suele disimularse y pasar inadvertida.

Hay épocas en las que muchas convicciones son compartidas por grandes mayorías, que viven instaladas en ellas sin siquiera afirmarlas; apenas son perceptibles, hay que buscarlas en el subsuelo de las formas de vida. Durante muchos siglos esto ha sido lo habitual y ha habido lo que podríamos llamar una duradera solidez de las formas de instalación en la vida. Esto se ha quebrantado en diferentes ocasiones, con restablecimientos pasajeros del antiguo equilibrio, cada vez menos probable por la multiplicación de comentarios discordantes, de críticas de todo lo vigente, por el prestigio de la innovación y el cambio.

Es cierto que la inercia dominante durante largos períodos ha provocado la perduración de lo que Feijoo llamaba los «errores arraigados», lo que hizo necesaria y salvadora la irrupción de la crítica, del examen de lo injustificadamente aceptado de manera inerte. Esa actitud salvadora ha tenido el peligro de convertirse en un prurito de discrepancia, que ha conducido a la inestabilidad que ha dominado en grandes porciones de la historia europea desde el siglo XVIII.

La multiplicación de los puntos de vista, el hecho de que casi toda opinión ha sido publicada y difundida, la paralela ausencia de crítica respecto de todo ello, todo esto ha introducido un elemento de inestabilidad en la vida europea de los tres últimos siglos.

Ha predominado en ellos la estimación de la innovación, del cambio, de la rectificación de las posturas dominantes; esto ha sido un evidente motor de perfección, de creatividad. El precio que se ha pagado ha sido la estimación indebida del cambio por sí mismo, lo que ha llevado al abandono de certidumbres justificadas, de instalaciones que hacían posible el desarrollo en continuidad.

La publicidad ha sido un factor decisivo. Durante mucho tiempo, los hombres de ciencia y de pensamiento trabajaban en silencio, casi desconocidos; muy de tarde en tarde aparecían para manifestar algún descubrimiento, alguna teoría recién ensayada, algún camino entreabierto. Hoy lo frecuente es que estas personas hagan manifestaciones espectaculares con extraña frecuencia. Sorprende el grado de notoriedad que han alcanzado profesiones que solían trabajar silenciosamente sin ser apenas mencionadas. Es cierto que el número de descubrimientos de todo tipo en las disciplinas actuales es impresionante, pero tal vez la publicidad que alcanzan supera su importancia y la desfigura.

El increíble número de cultivadores de esas disciplinas es un factor decisivo; la intervención de lo que podríamos llamar su «cotización» ha influido extraordinariamente en la situación actual.

Hay una tarea que parece urgente: coordinar la innovación, el crecimiento, la acumulación de descubrimientos, con la estabilidad que permite una visión ordenada y serena de las cosas. No es fácil hacerlo. El mero crecimiento de todo ello, la participación de tantas personas en lo que solía ser patrimonio de muy pocas, ha alterado las condiciones del trabajo en las disciplinas intelectuales. No es caprichosa la situación actual, pero reclama una vigilancia constante para que no se pierda la conciencia de los requisitos del ejercicio de esas actividades y del prestigio que debe acompañarlas.

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