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Stalin vive

Cincuenta años después de su muerte, Stalin vive. Por lo que se ve, también se logra la inmortalidad a través de la muerte ajena. El crimen político, como vía hacia la inmortalidad histórica. El panteón de la historia no repele a los monstruos. Stalin gozó del triunfo en la vida y lo goza después de su muerte. Su victoria consistió en hacer reales las peores pesadillas de Lenin. Primero aliado, se convirtió luego en vencedor del nazismo. Pero acaso su mayor victoria fue la derrota que infligió a su propio pueblo. También salió vencedor en Yalta, junto a los defensores de la libertad, eso sí, adulterando y pervirtiendo el sentido genuino de la democracia y tomando su nombre en vano. Después de su muerte, proyectó su sombra siniestra sobre la guerra fría.

Pero no quedó ahí su triunfo. Vive hoy en todos los países sometidos a las satrapías comunistas de nuestro tiempo, como China, Cuba, Corea del Norte y tantas otras. Vive también en nuestro País Vasco, en ETA, cuya naturaleza no es fascista sino estalinista. Venció también en la batalla de la propaganda, pues aunque hoy pocos le disputan su condición criminal, la comparación con Hitler sigue siendo odiosa. Baste mencionar el desigual destino que han merecido sus respectivos símbolos. Por no hablar de la actitud de tantos intelectuales occidentales que justificaron sus crímenes, los minimizaron o simplemente miraron hacia otro lado. Su victoria también afectó al ámbito de las conciencias críticas. Desde entonces los mismos crímenes cambian de valoración según las opiniones de sus autores y «matar» es una palabra ambivalente.

Acaso su más perdurable triunfo se haya cebado con las mentalidades y los tópicos. Stalin vive en la multitud de sus jóvenes renuevos, en un conjunto de residuos «benignos» que apenas difuminan las huellas de donde proceden. No matan los cuerpos pero aspiran a suprimir ideas y conciencias. Respetan la vida pero destruyen la libertad de la palabra. Vive en las mentalidades y acciones que se plasman en manifiestos y libelos injuriosos y en falsas acusaciones, en las voces e insultos de quienes no dejan hablar a los que no piensan (perdón por el eufemismo) como ellos, en las actitudes de negación y vejación del discrepante, en los desprecios y atentados contra la democracia representativa. Vive en las vidas de quienes piensan que la verdad política y la justicia se encierran en los límites de una ideología o de un partido. Y vive también en el renacido antisemitismo y en toda forma de odio a la libertad y al capitalismo, y en la devoción a las concentraciones masivas que pretenden suplantar a la voluntad popular. También desliza su influjo en las palabras de quienes lo definen como una personalidad compleja y contradictoria, cuando acaso fue un prodigio de linealidad y coherencia. Ha dejado su profunda huella en los estalinistas de todos los partidos, pero especialmente en los de la izquierda radical y en los comunistas, a pesar de camuflajes y reconversiones más o menos sinceras. Vive en todas las actitudes que nacen de la suplantación de la aspiración a la verdad por las mentiras de la ideología, en quienes denigran a los dirigentes, por supuesto falibles, de las democracias, y simpatizan y toleran los desmanes de los tiranos, siempre que sean los de su bando, sobrevive en esos sutiles discernidores de tiranías. No faltan quienes aborrecen sus crímenes pero imitan sus actitudes.

Cincuenta años después de su muerte, y a pesar de las necrológicas y las condenas, vive y goza de buena salud. Su descendencia ha sido numerosa; su semilla, fértil. Acaso haya que concluir que el mal ejerce un poderoso hechizo, una irresistible fascinación.

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