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Concordia
Recuerdo que cuando, hace muchos años, le dieron el Premio Nobel a Camus, le escribí felicitándolo y le decía que aunque muchas veces no había estado de acuerdo con él, me había sentido en concordia. Si se mira bien, el desacuerdo, que es inevitable y con frecuencia necesario, supone la concordia y se nutre sustancialmente de ella. Es una cuestión de jerarquía: la concordia es lo más importante, el suelo común en el cual descansan el acuerdo o el desacuerdo.
La propensión al negativismo hace que se oscurezca esto, que es evidente. Solamente sobre una amplia base de coincidencia son posibles e inteligibles las divergencias, las discrepancias.
Basta un simple reflexión para comprobar esto. Recuérdese cualquier disputa, por enconada que haya sido, de otros tiempos. Nos es imposible tomar partido. Probablemente ninguno de los contendientes tenía razón, por lo menos razón suficiente -concepto que se suele olvidar-. Pero no es esto lo decisivo; más bien se trata de que no compartimos los supuestos que hacían posible aquella divergencia. Nos sentimos ajenos a lo debatido, disputado, en aquella ocasión; nos movemos a otro nivel, sobre otro fondo de creencias; la antigua contraposición nos resulta difícil de entender; hemos ido más allá de ella, hemos alcanzado un nivel desde el cual la contraposición parece superable, conciliable. No podemos darle la razón a ninguno de los contendientes, porque es menester elevarse a otro nivel desde el cual resultan ambos necesarios y a la vez insuficientes. El no poder tomar partido significa haber alcanzado una altura desde la cual se contempla aquel conjunto y a la vez se descubre el suelo común que envolvía todo aquello.
En esto consiste el único sentido en que es verdadero el concepto de progreso. Primero fue una idea plausible, se pensó que el hombre camina hacia adelante, con posibles paradas, estancamientos, retrocesos. Después se convirtió en una creencia automática, se dio por supuesto que la humanidad avanza sin más. Hoy admitimos la posibilidad del progreso, pero estamos convencidos de que no es seguro, inevitable, automático. Hay que desearlo, justificarlo, realizarlo en cada caso.
Estamos libres frente a esa posibilidad, que nos parece en principio tan deseable como insegura. Lo que originariamente fue una idea, discutible como todas, se había convertido en una creencia en la cual ha vivido instalada gran parte de la humanidad durante bastante tiempo, hasta que los acontecimientos la han quebrantado de una manera decisiva. Ha vuelto a ser lo que justificadamente era: una idea que en cada caso hay que formular, proponer, justificar.
Hay el peligro de abandonar lo que resultó difícilmente admisible por un exceso de confianza. En vista de que el progreso no es seguro, está amenazado por muchos factores, se puede caer en la desconfianza respecto a su posibilidad. Esta existe y es preciosa, pero como posibilidad; lo engañoso es la creencia en su certeza, en su automatismo. Requiere un esfuerzo intelectual, porque hay que imaginar las cosas en su concreción, en el nivel en que realmente acontecen en cada momento; y otro esfuerzo de voluntad, la decisión de intentar que se realice efectivamente. El darse cuenta de que no es automático, y por tanto inevitable, nos lleva a la exigencia de esforzarnos por conseguirlo.
En el fondo se trata de evitar toda inercia mental, el dar por supuesto que las cosas funcionan por sí solas en un sentido o en otro. La libertad es la manera real en que acontecen las cosas, y esto requiere una decisión, un esfuerzo, una continuidad de propósito. El determinismo es falso; las cosas acontecen porque han sido primero imaginadas, luego defendidas, realizadas, rectificadas. En suma, dependen de la libertad, y están expuestas al abandono de ésta, a la posible renuncia a mantenerlas y defenderlas.
Casi todas las calamidades de la historia han tenido este origen: el abandono de las posibilidades inseguras, la rendición frente a lo indeseable pero que parece inevitable.
Resignación pasiva en muchos casos; complicidad en otros; dimisión de la actitud propia frente a lo que parece dominante, acaso insuperable. Si se recuerda la historia europea del siglo XX, que acaba de terminar, se puede ver cómo se han ido sucediendo oleadas de error, de injustificación, porque se ha cedido a su amenaza, a su aspecto triunfante, y no se ha intentado la resistencia; y, lo que es más, la afirmación de posiciones más justas y verdaderas, que eran posibles pero requerían un esfuerzo, cierta audacia, algunos riesgos y sacrificios.
Casi todos los males del siglo pasado, que no son pocos, nos parecen evitables. Hubiera bastado cierta resistencia, la afirmación de lo que ya en su momento parecía mejor. Hoy lo vemos claramente, pero en cada fase de la historia las cosas no realizadas aparecen en su esencial inseguridad. La cuestión es primariamente intelectual: ver las cosas tales como son, con el halo de posibilidad y los riesgos que la acompañan. El siglo que acaba de terminar ha visto repetidas dimisiones frente a posturas que se afirmaban sin títulos suficientes, que eran perfectamente combatibles, a las que no era difícil resistir. Muchas veces se imponen cosas que parecen rechazables sin que sea menester recurrir a la fuerza; su mero enunciado insolente, agresivo, basta para que se acepten con una pasividad que al cabo del tiempo asombra. El desconocimiento de la historia, incluso de la reciente, es sumamente peligroso; la memoria puede librar de errores gravísimos en los que no es menester caer.
He usado la palabra insolencia; creo que explica muchas cosas; hay muchas gentes que no resisten a ella, que se entregan sin lucha. Pienso que la actitud correcta debe ser precisamente la contraria: la insolencia, ya por sí misma, debe suscitar la repulsa; por lo pronto, el examen atento, que suele ser suficiente para descartarla; en segundo lugar, la reflexión, el intento de superación, de ir más allá. Los planteamientos insolentes casi siempre son, además, falsos. Basta con un ligero examen, tal vez una consideración de su enunciado, para mostrar su invalidez. En política especialmente resulta esto claro; hay movimientos que consisten en series de planteamientos agresivos e injustificados; usan el método de la imposición. Basta con la atención a lo que dicen, el simple repensar sus enunciados, para descubrir su falta de justificación, probablemente su evidente error. La fuerza de algunos movimientos se debe a la debilidad, sobre todo mental, de los que aceptan la imposición verbal e insolente sin pararse un momento a repensarla y descalificarla.
Dime quién trata de imponerse verbalmente y te diré quién carece de razón, quién será probablemente eliminado en una votación serena.
Del director
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