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Cristianismo y No violencia

Dicen que la primera víctima de todas las guerras es la verdad. No es extraño, pues la mentira es un arma poderosa y la propaganda, un efectivo instrumento bélico. Las guerras también se libran en el ámbito de las conciencias y hay quienes no dudan en incluir a la mentira entre las artes de la persuasión. En España, la primera víctima que se ha cobrado la guerra de Iraq es la libertad, al menos la de los simpatizantes, militantes y dirigentes del Partido Popular, el más votado por los españoles, el que ostenta legítimamente la mayoría absoluta y el que sustenta al Gobierno legítimo de todos los españoles. Nada de esto queda invalidado por el hecho de que su actitud hacia la guerra, unida a una fuerte manipulación de los hechos y a una intensa propaganda ideológica, haya provocado un notable rechazo ciudadano.

Un sector del movimiento pacifista, para ser más exactos el habitual grupo de la extrema izquierda violenta y antisistema, se está adueñando de todo él y está imponiendo sus consignas y sus estrategias. Los hechos son conocidos. Agresiones físicas y verbales, coacciones, asaltos a sedes del PP, violaciones del derecho a la libertad de expresión son las manifestaciones de una agresividad y un odio que se encontraban latentes. Curiosa forma ésta de defender la paz a pedradas e injurias. Nada de esto le es imputable directamente a la oposición socialista. No cabe quizá decir lo mismo de la comunista. Pero, sentada sin restricciones la licitud del ejercicio del derecho de manifestación, quienes comparten cabecera y convocatoria asumen también una responsabilidad compartida. La mejor de no tener que lamentar compañías indeseables es evitarlas. Por lo demás, la violencia física suele seguir a la verbal con inexorable docilidad. Los asaltos a sedes y las agresiones a dirigentes del PP no son sino la consecuencia natural de las injurias que se exhiben en algunas pancartas. Llamar asesinos a aquellos de quienes se discrepa es método totalitario y criminal. No cabe negar la buena voluntad de muchos manifestantes, acaso la mayoría, pero tampoco cabe negar sin faltar a la verdad que lo que allí prevalece más que el pacifismo es el odio al capitalismo, al liberalismo, a la civilización occidental, especialmente angloamericana, y al Gobierno de España, y la agitación de banderas republicanas, comunistas y anarquistas. Quienes acompañan a esa marabunta y no le ponen coto se hacen responsables políticos de sus desmanes. Aquí parecen invertirse los papeles y los «belicistas», con mayor o menor fortuna, dialogan y argumentan, y una parte de los «pacifistas» agreden y coaccionan.

Si no me equivoco, todo procede en gran medida de la arrogancia de quienes se erigen en conciencia moral y destierran a los discrepantes a las tinieblas de la inmoralidad. Claro que estamos ante un debate moral. Incluso cabría admitir que la evidencia parece poner los mejores argumentos del lado de la oposición a la guerra. Pero no es lícito negar la existencia de razones morales en el otro lado. No hacerlo así es puro dogmatismo totalitario. Por lo demás, el conocimiento de los hechos decisivos para la evaluación moral de la guerra es muy difícil. Nos movemos más bien por motivos de confianza hacia países y dirigentes o incluso por prejuicios. Precisamente por eso, es preciso recurrir a la terapia correcta: inteligencia frente a cerrazón, hechos frente a medias verdades, tolerancia frente a dogmatismo, y modestia frente a arrogancia. En suma, libertad frente a totalitarismo. De momento, lo que ha generado esta catástrofe bélica en España es un renacimiento del odio a la libertad.

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