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Los fascistas son los otros
Ser un progre en toda regla dentro de una sociedad tan dictatorialmente progre como la nuestra equivale a una doble negación: es «no» pensar que uno pertenece a un grupo al que las personas poderosas de esa sociedad dan gracias a Dios de «no» pertenecer. Los progres -progres de barbas canas, barbas de fox-terrier de pelo duro-, gritan que vuelve el fascismo, que, como se sabe, son siempre los otros.
¡Los otros! El resultado de la situación triangular presentada por Sartre a puertas cerradas es el jaque mate a los tres participantes: ninguno de los tres puede liberarse, pero ninguno de los tres puede resignarse. Entonces Sartre, que vive de vender frases de camiseta, vende su frase más famosa: «El infierno son los otros.» Es la época en que Tom Wolfe se queda solo llamando la atención sobre un fenómeno inexplicado de la astronomía moderna: el de la tenebrosa noche del fascismo cerniéndose siempre sobre los Estados Unidos, pero tomando tierra únicamente en Europa.
Hay un reproche que Sloterdijk, el de las subversivas normas para el parque humano, hace a Habermas, el del «patriotismo constitucional» que un día deslumbró a nuestra derecha pochola y ágrafa. Sloterdijk ve en Habermas al padre de la versión social-liberal de la dictadura de la virtud («asociada con el arribismo académico y periodístico») y le reprocha que su lema, el lema del gran ético del discurso de Alemania, sea los fascistas son siempre los otros.
«El otro es fascista», titula Pemán su observación de que el «fascismo» es la primera idea política que se concede como un cargo honorífico y gratuito, sin intervención del candidato. El fascismo, dice, es un casino cuyas listas administran los del casino de enfrente. «Pero, ¿cómo sabe uno si pertenece o no a una sociedad en la que no se paga cuota, ni le hacen a uno firmar nada, ni se lleva lista de socios? Le dicen a uno que es socio, ¿y cómo lo desmiente uno?»
Visto así, «fascista» no es ni un sustantivo ni un adjetivo. Es un pronombre. Un pronombre demostrativo, como «éste», «aquel», «el otro». Y los pronombres, se insiste, los manejan los demás. Uno puede vigilar sus adjetivos y sus sustantivos. Pero los pronombres vienen de fuera y hay que resignarse a recibirlos. «Fascista» vale tanto como decir «el otro».
Antes de la invención del «fascismo», las calificaciones políticas se hacían de dentro a fuera del individuo, es decir, que las hacía el propio interesado. Pero el «fascismo», subraya Pemán, es una calificación que no se conjuga en primera persona, sino en segunda o tercera. «Fulano es un fascista» no constituye una declaración política que hace el interesado. Es un diagnóstico que le hace una persona desde fuera, como si le asegurara: «Usted es diabético o escrufuloso o linfático. Usted no lo sabe, pero lo es...» Así es como han sido fascistas siempre los americanos. Pobres americanos. Del «fascismo social» de los 30 al «fascismo liberal» de los 60, pasando por el «fascismo del lenguaje» de los 90 hasta llegar al «fascismo imperial» del momento. Porque «fascista» no es una cosa que se es, sino que se encuentra uno siendo, y ahora quienes otorgan los nombramientos de «fascista» son los muertos vivientes del sesentayochismo de la tercera edad, cuyo mundo moral se divide entre los intrínsecamente decentes -ellos- y los intrínsecamente abominables, que, naturalmente, son siempre los demás.
Ocurre, concluye Pemán, que los demócratas son, por definición, los dueños de las democracias. Y como son los dueños, cuando quieren la empujan como un carrito de ruedas, y se la llevan... y entonces el otro se encuentra con que es «fascista», como se encuentra cualquiera con que es soltero cuando la novia dice que no.
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