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La Constitución europea
Durante el puente de la Constitución, Barcelona fue el escenario de la llamada "Convención de cristianos por Europa", coordinada por la organización "e-cristians" y la Asociación Católica de Propagandistas. A su término se aprobó un manifiesto en el que, con claridad y energía, se postula la necesidad de que la nueva Constitución europea, cuyo borrador fue recientemente presentado por Valéry Giscard d'Estaing, incorpore a su texto una referencia a las raíces cristianas del Viejo Continente como una de las señas de identidad de la Unión, que ahora se dispone a efectuar su más importante ampliación.
Para alguien que no haya seguido de cerca el proceso de elaboración de este borrador, esta petición puede parecer una pura obviedad. Pero los tiempos que corren obligan, parafraseando a Dürrenmatt, a luchar por la evidencia. La sola idea de mencionar en la futura Constitución el nombre de Dios ya abrió un debate con posiciones difícilmente conciliables: los unos invocaban nuestra común historia milenaria y la realidad cultural de Europa, hija del pensamiento griego, el Derecho romano, las culturas germánica y escandinava y las aportaciones de los pueblos celtas y eslavos; todo este conjunto fue, de hecho, armonizado y promovido gracias a la tradición judeocristiana.
Los otros, en cambio, arguyeron que invocar a Dios sería tanto como marginar a quienes, agnósticos o ateos, no tienen menos título de europeidad que los creyentes; además, hicieron hincapié en la laicidad de los Estados de Europa, donde apenas quedan ya muestras de confusión entre el orden civil y el religioso. Como se ve, el problema, así planteado, no tiene solución: alguien, en cualquiera de las opciones, se podrá considerar maltratado. No hay una posición neutral, pues la abstención de citar a Dios no es tal abstención, sino alineamiento con una de las posiciones en discordia.
La posición de los cristianos, en especial de la Iglesia católica, es reclamar que la Constitución europea reconozca las raíces cristianas de Europa, que han informado algunos de los principales valores morales "que hoy pertenecen al tesoro cultural propio de este Continente (...): la dignidad de la persona; el valor sagrado de la vida humana; el papel central de la familia fundada en el matrimonio; la importancia de la educación; la libertad de pensamiento, de palabra y de profesión de las propias convicciones y de la propia religión; la tutela legal de las personas y los grupos; la colaboración de todos con vistas al bien común; el trabajo considerado como bien personal y social; y el poder político entendido como servicio, sometido a la ley y a la razón, y limitado por los derechos de la persona y de los pueblos", según recientes palabras de Juan Pablo II.
Ese tesoro cultural propio, de cuyo valor universal estamos persuadidos los europeos y de cuya capacidad civilizadora y promotora de la paz entre los pueblos nadie duda, tiene, en efecto, un cuño cristiano profundo. Hoy, sin embargo, existen quienes asumen los resultados pero se obstinan en olvidar sus causas, pese a la evidencia de que este olvido es fuente de infelicidad, de despotismo, de intolerancia y de violencias de todo orden. La melancólica reflexión de Norberto Bobbio, cuando vino a decir que los Derechos Humanos podrán ser universalmente aceptados, siempre que no se pregunte por qué, es una buena expresión del estado actual de esta cuestión.
Algunas manifestaciones contrarias a toda mención al hecho religioso en general y al cristianismo en particular en la futura Constitución europea pretenden, como ocurre con los masones, fundarse en la aconfesionalidad de los Estados. Pero un Estado aconfesional no quiere decir un Estado antirreligioso.
Si la Constitución que ahora se prepara ignorase la realidad cristiana de Europa, no sólo cerraría los ojos a una evidencia innegable, sino que además se colocaría frente a una gran parte de ciudadanos del Viejo Continente que encuentran el sentido de la vida y del mundo precisamente en Dios y en Jesucristo. Es claro que podemos y debemos convivir todos los europeos, creyentes o no, en nuestra casa común; pero las posiciones no son simétricas: mientras el reconocimiento explícito de las raíces cristianas de Europa no implica vulneración de la libertad de conciencia de nadie, su silenciamiento daría la razón al cardenal de París, monseñor Lustiger cuando dijo que, de seguir las cosas así, dentro de poco será muy difícil explicar a los niños por qué Europa está sembrada de campanarios.
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