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La tradición como contracultura

Es un lugar común que no se puede hacer nada creador sin la tradición. Eugenio d Ors decía, refiriéndose a la literatura, «lo que no es tradición es plagio». Y en el plano individual, en frase del filósofo alemán Nicolai Hartmann «nadie empieza con sus propias ideas». Se podrían citar innumerables opiniones al respecto como la famosa del economista Keynes de que, a la larga, todos somos herederos de algún economista difunto, que alguien retocó cambiando la palabra economista por la palabra filósofo. Siendo esto cierto, hace mucho tiempo que sucede lo contrario en el campo de la cultura en general. En el arte y en la literatura el credo dominante es la oposición a la tradición, habiéndose impuesto el prurito de la originalidad consciente y de la innovación por la innovación, equivalente al del cambio por el cambio en lo social.

Puesto que en la cultura cada momento todo se interrelaciona, esa actitud se traduce en los demás ámbitos de la vida en sans cullotisme, en un adanismo muy escasamente o nada creador. Así no hay estilos sino, a lo sumo, modas, casi siempre tan fugaces que la mayoría de las veces ni siquiera son modas, sino ocurrencias más o menos extravagantes que buscan el éxito mediante el «escándalo» moral, intelectual o estético, equivalente a las «liberaciones» en la vida social. «La cultura de lo efímero». No es raro que la política actual adolezca escandalosamente de estilo y que en ella, generalmente en manos de gente joven, demasiado inexperta y advenediza, la confusión sea cada vez mayor. Lo cual es muy grave, porque en esta época la política ha desplazado a su par dialéctico que la delimita, la religión, privatizándola en el mejor de los casos y, si se mira bien a la misma cultura al convertirse la política en una de sus fuentes principales invirtiendo la relación natural, con lo que está en todas partes. La política determina incluso la conciencia, las ideas acerca del bien y del mal. Es lo que se llama politización. La politización es la degeneración totalitaria de la política y de la cultura. Se ha llegado a ella interpretando la democratización como racionalización, concediéndosele al Estado la autorización para entremeterse en todo. Y como el Estado es lo Político, politiza todos los ámbitos de la vida. Casi todos los días hace algo que se opone a la tradición, a los usos, a las formas y a las maneras, a las costumbres, en definitiva a las creencias que constituyen y configuran lo social, creando una nueva moralidad y una nueva cultura de cuño estatal. Se desintegran así las sociedades, un fenómeno bastante visible, pero el estatismo aparece como liberador. Sin embargo, opera en contra de la libertad. Esta no es una propiedad del Estado sino del hombre concreto, por lo que constituye una necesidad lo Político a fin de proteger las libertades, no para liberar a los hombres de sí mismos, de sus libertades, que enraízan en las tradiciones de la conducta.

Lo Político adoptó en la época moderna la figura del Estado. Y como el Estado es una forma política artificial, una máquina de poder, es antitradicional por definición. Su antitradicionalismo estuvo relativamente contenido hasta que la revolución francesa lo revolvió contra la Nación histórica politizando la Nación.

Hasta entonces, las naciones eran simplemente unidades diferenciadas que formaban parte de la tradición europea común, que incluye, por supuesto, una tradición de la política. Pero al politizarse fundiéndose con el Estado, que es de suyo particularista, para consolidar la unidad política y aumentar la potencia nacional, los Estados nacionales resultantes empezaron a pervertir las propias tradiciones, «las tradiciones patrias», al tratarlas como culturas separadas, particulares, inoculando en ellas el nacionalismo sirviéndose muy principalmente de la historia, ciencia desde entonces en auge. Se llegó así en el siglo XIX a la oposición entre las Grandes Potencias nacionales que constituye el origen próximo de los desastres del siglo XX y del estatismo de nuestros días.

Frente a la prevaleciente cultura estatista, que es por definición nihilista, la auténtica tradición europea puede ser todavía una poderosa contracultura.

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