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Küng o el Narcisismo

A mí Hans Küng, al que admiro por tantos motivos, no deja de sorprenderme y, lo reconozco, de inquietarme. ¿Cómo puede afirmarse, como lo hizo en declaraciones a este diario, que este Papa no es un hombre de diálogo cuando sabemos que no ha hecho otra cosa en todo su pontificado? ¿Cómo puede uno autoproclamarse sin sonrojo «oposición legal a Su Santidad»? ¿Cómo puede sostenerse sin faltar a la verdad que cada vez haya menos reemplazo en el sacerdocio cuando las cifras nos muestran justo lo contrario? ¿Cómo se nos puede querer vender como «moderno» lo que ya se discutió en tiempos de Lutero y después en el siglo XIX? ¿Cómo puede compararse la figura del obispo a la del «gobernador romano» sin soltar una carcajada? ¿Se imaginan ustedes, por ejemplo, al arzobispo Cañizares de gobernador romano?

Küng es, en cualquier caso, un teólogo importante del siglo pasado. Un teólogo que, sin duda, habrá sembrado dudas en muchos creyentes sin arrojarles a cambio ninguna luz, pero que también habrá hecho aportaciones positivas a la teología cristiana. No seré yo quien le discuta o lo ensalce -me falta preparación-, aunque sí creo que se equivoca en su percepción de la realidad. La Iglesia católica quizás sea muy reaccionaria, como él sostiene o como también lo hacen esos otros teólogos españoles llamados «progresistas», pero es un hecho que esa Iglesia tan reaccionaria ha conseguido llenar los templos todas las semanas, algunos hasta extremos inconcebibles en un país totalmente secularizado como España. Puede ser que la católica sea una Iglesia muy cerrada pero, como recordaba en una carta al director el señor Bosch de la Peña, el Papa, con su mensaje «no tengáis miedo», ha abierto las puertas y ventanas eclesiásticas de par en par. A mí me da la sensación de que estos señores teólogos, desde su olímpico pedestal, no son capaces de ver la verdadera fe del pueblo y, desde su particular soberbia, elevan a categoría sus anécdotas personales, como si todos estuviésemos pendiente de su ombligo teologal.

Reconozco un cierto cansancio por esta teología «progresista», pues, ¿cuál es esa «verdad» tan interesante que nos ofrecen? Yo no veo ninguna; a lo sumo una apelación indeterminada a «los pobres» y, en el fondo, una animadversión infantil y enfermiza hacia el Santo Padre al que consideran «el símbolo de una Iglesia que tras su rutilante fachada está anquilosada y decrépita». No hace falta ser seguidor de Freud para vislumbrar lo que se esconde tras determinadas actitudes. Leyendo estas memorias de Küng, de repente aparecen trazos deliciosos por su ingenuo narcisismo que le delatan, llegando al colmo de lo imaginable cuando afirma que no tuvo conciencia de haberse fijado en el concilio en el obispo auxiliar y luego arzobispo Wojtyla «mientras que tengo serios motivos para suponer que, aunque sin haberme hablado nunca, él en mí sí debió reparar como el teólogo más joven del concilio conocido, con mi tupé rubio y el traje negro en lugar de la usual sotana» (página 549). Con todos sus defectos, sigo quedándome con la Iglesia de Cristo que con esta otra de tupé, camisa y corbata.

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