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Demasiado serios

Temo que estemos amenazados por un viento de seriedad inoportuna. Creo que es esencial tomar en serio las cosas que lo merecen; pero no tomar una actitud seria invariablemente y ante todo. No sé si se usa ya una expresión frecuente cuando yo era joven: seriedad del burro. Esa seriedad permanente y a propósito de todo.

Empecé a leer ABC el año 1919. Por aquel entonces escribía con frecuencia un autor que firmaba Melitón González; creo que se llamaba Pablo Parellada, y que era militar; no estoy muy seguro. Escribió un artículo, acaso una serie, con el título «Para lo mejor del mundo no tenemos nombre. Pobrezas del rico castellano». Partía de la palabra «girl», que le parecía atractiva, y echaba de menos equivalentes españoles. Muchacha o chica no le producían entusiasmo; rapaza o zagala, decía, «huele a sidra».

Casi nadie se atreve ahora a escribir así y sobre tales cuestiones. Parece que no tienen importancia, que no merecen atención. Esto ha empobrecido los periódicos, en buena medida también los libros. Apenas hay humoristas; las caricaturas que publican los periódicos son el lugar en que casi todo el humor se ha refugiado; un excelente ejemplo es Mingote, que aplica estos principios a diario; ABC ha tenido suerte: antes que él dibujó y comentó en sus páginas durante muchos años Xaudaró, que tenía también gran ingenio. Los dibujos de Mingote son un refugio y un alivio; los buscamos con avidez cada día, y nos asombra su ingenio cotidiano.

Durante los diez primeros años de su publicación, «La Codorniz» fue una delicia; mi mujer y yo la comprábamos cada semana y nos divertíamos con su humor fresco, inocente, incansable. Luego empezó a politizarse un poco y perder su libertad y su gracia; una consecuencia de ello ha sido que por dos veces se han hecho antologías de esa publicación, con poca fortuna y escasa gracia. No figuraban en ellas multitud de artículos y dibujos que se me han quedado en la memoria al cabo de unos sesenta años.

Admiro el ingenio; cuando es cotidiano me parece asombroso. Creo que, por otra parte, ejerce un influjo benéfico sobre los lectores, acaso sobre la sociedad entera. En épocas difíciles «La Codorniz» era un remanso de paz, alegría y libertad, algo que no abundaba. Recuerdo que Mihura, uno de sus fundadores y mejores colaboradores, reprochó a quien lo había sucedido el olvido de aquellos principios originarios. Pienso que tenía razón y que el cambio de actitud nos privó de un fermento de alegría e inocencia que influía benéficamente sobre los lectores.

La prueba del valor que tuvo la primera etapa de «La Codorniz» es que todavía recuerdo multitud de artículos, dibujos y hasta meros chistes de los años cuarenta. En una época dura y con pocos atractivos acudíamos a ella como una reserva de humor, ingenio, alegría y hasta inocencia.

Siempre he creído que la inocencia es, con la ingenuidad, la única actitud verdaderamente creadora. Si se repasara desde este punto de vista la obra de los grandes creadores, se vería hasta qué punto han conservado siempre esas actitudes.

No están de moda; más bien se las rehúye, parecen una deficiencia, una pérdida de importancia. Conviene reparar en las palabras que se usan; importante es lo que importa; pero ¿importan de verdad muchas cosas que se consideran importantes porque se presentan como tales? Si las analizamos, si miramos su efecto sobre nosotros, descubrimos que nos importan muy poco, acaso nada. No basta con atribuirse importancia para tenerla; no es suficiente el gesto acartonado, hosco, para que nuestra atención se fije, se interese; es mejor que se distienda, que se abra con placer o alegría.

Incluso el humor deliberado y buscado como tal, diríamos profesionalmente, en caricaturistas o escritores que pretenden humor, es con frecuencia agrio, carente de alegría. Por fortuna se conservan algunos remansos que nos parecen preciosos; pero son minoritarios, no frecuentes, y no existen publicaciones que consistan precisamente en esa actitud. Esto quiere decir que el volumen de esa vena de inocencia, alegría e ingenio desinteresado no es gran cosa.

Las publicaciones dominadas por el propósito político carecen absolutamente de ese hilo de humor, tan refrescante y salvador. Hasta cierto momento han existido escritores dedicados exclusivamente a eso, al buen humor y el ingenio; recuerdo a Juan Pérez Zúñiga, cuyo libro más difundido se tituló «Viajes morrocotudos en busca del Trifinus melancólicus». Después de viajes hilarantes, lo encuentran en una pescadería de la calle de Jacometrezo: era el percebe.

Recuerdo una de sus frases disparatadas; los viajeros sobrevuelan un campo de batalla y ven «los cadáveres aún vivos de millares de difuntos próximos a exhalar el ay postrero». En esa frase confluyen el disparate y la burla de la retórica.

¿Qué se puede hacer? No es fácil recobrar el temple que hacía posible todo esto; haría falta gran denuedo para intentarlo, verdadero ingenio para realizarlo. Tal vez ayudaría el revivir, releer los textos que nos divirtieron hace años, reavivar así la capacidad de reír o sonreír; habría que restaurar el prestigio de lo divertido, que es más bien perseguido y evitado.

Ahora contamos con un recurso admirable, entonces inexistente: la televisión. Sería un instrumento fabuloso para lo divertido, lo incitante, lo gracioso. Casi nunca se la usa para estos fines. A veces la enciendo por las noches, con la esperanza de encontrar una modesta dosis de diversión; este deseo rara vez se satisface; no se aprovechan posibilidades que hubieran parecido maravillosas a las gentes que se limitaban a escribir o dibujar en otros tiempos. Me preocupa el uso desacertado o simplemente pobre que se hace de recursos verdaderamente extraordinarios, asombrosos, que hubieran hecho las delicias de los hombres de otro tiempo. Esto puede hacerse siempre; pero hay que desearlo, inventarlo, necesitarlo, aprovechar los recursos para llevarlo a cabo; tomar posesión de tantas posibilidades que se quedan en eso porque no se las aprovecha o realiza, por falta de imaginación y exceso de seriedad intempestiva. La seriedad debe reservarse para los asuntos que lo merecen; para la vida cotidiana y corriente es mejor volver los ojos a la jovialidad, la forma más fácil y accesible de algo tan importante como la alegría.

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