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El genoma espiritual

El viernes pasado, Viernes Santo, metido en un atasco mientras intentaba llegar a Cotos para ascender una vez más, con mi amigo Luis Fraga, la montaña de Peñalara, escuché en la radio al arzobispo de Valladolid pronunciar el Sermón de las Siete Palabras. Iba a cambiar de emisora cuando, de repente, me quedé como enganchado ante algo que dijo y que me impresionó. Hacía tres años que una noticia había sacudido al mundo: un instituto de investigación había completado el mapa del genoma humano. Y alzó su voz el prelado: «Yo os digo que otro mapa completó Cristo al exclamar antes de morir Todo se ha cumplido: el del destino humano», destino humano que quedó perfeccionado con la resurrección. Pensé que eso resultaba incomprensible desde el dictado de la razón pero que, en cambio, parecía claro desde el prisma de la fe. ¿Y por qué no unir las dos?, me dije: la fe, no frente sino junto a la razón. Me parecía una tarea un poco audaz -¡aceptar el misterio!- pero quizá tuviese razón el arzobispo cuando proclamaba que sólo desde el misterio podía descifrarse el mapa espiritual de la Humanidad.

En la Universidad había estudiado a Pascal. Sus Pensamientos los leí de arriba abajo en esas cuidadas ediciones amarillas de «Classiques Garnier». Recuerdo especialmente «La miseria del hombre sin Dios», aunque entonces -eso creía- yo no necesitaba a Dios para nada. Hace poco cayó en mis manos un libro -«Algunas razones para creer»- de los periodistas italianos Vittorio Messori y Michele Brambilla, que me devolvió, releído y reverdecido, al «impertinente» Pascal: «Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna, pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo». Reconozco que soy un poco obsesivo y que no he hecho otra cosa, en estos días ya pasados, que darle vueltas y vueltas a eso del misterio, a las preguntas clave de cualquier filosofía o de cualquier religión -quién soy yo, de dónde vengo y adónde voy. Al fin y al cabo, ¿acaso no estábamos en Semana Santa, época propicia para pensar en todo eso? Además, tuve la feliz idea de llevar a mis hijas pequeñas a ver una procesión, y contemplando a Jesús el Pobre en la calles atestadas de un público devoto, meditando sobre el horror de la guerra y pensando en las barbaridades que pueden llegar a justificarse con un libro sagrado en las manos, me he vuelto a acercar a la palabra que no nació con voluntad de libro sino como revelación de la Verdad, que está contenida en los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan y que recogen, al pie de la letra, la palabra de Dios. Y en esos libros evangélicos, donde se encuentra la escritura sagrada antigua ordenada de forma definitiva para la eternidad, creo que está la clave del genoma espiritual de la humanidad al que se refería el arzobispo vallisoletano. La palabra evangélica es la única que puede tomarse en su integridad, sin cambiar una letra, sin modificar un punto ni una coma, y hacerla nuestra. Y... ¡ah, el misterio! ¿Y si, además de hacerla nuestra, fuese cierto que es expresión de la Verdad?

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