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La paradoja democrática
La caída de la tiranía en Iraq ha entrañado, entre otros efectos, la recuperación de los ritos religiosos de la mayoría chií, largo tiempo prohibidos, y, también, la amenaza del islamismo radical derivado de su eventual carácter mayoritario. Esos chiíes vociferantes que exigen la salida inmediata de los aliados no deberían olvidar que han estado sometidos durante decenios y que han carecido de la fuerza o del valor necesarios para acabar con el régimen de Sadam Husein. Reaparece el viejo sofisma de la paradoja democrática: la posibilidad de que la democracia sea destruida democráticamente por la voluntad de la mayoría de los ciudadanos. Es lo que sucedió, entre otros lugares, en Argelia. Pocas cosas reconfortan tanto a los enemigos de la democracia como estos casos de suicidio democrático consentido, de transición a la tiranía por la vía electoral. Nada les regocija tanto como la posibilidad de que las urnas se llenen de votos antidemocráticos. No dejan con ello de ser consecuentes. También los hiperdemócratas que identifican la moralidad con la voluntad de la mayoría tienen que rendirse a esta dictadura de los grandes números, a este abuso de la estadística (Borges). Si la mayoría siempre tiene razón, también la tendrá cuando opte por la tiranía. Otra cosa sería adherirse a alguna forma de funesto elitismo. La mayoría adquiere así una especie de infalible e inapelable condición oracular.
Pero se trata de una pura falacia. En el caso de que la mayoría optara realmente por un sistema antidemocrático, cosa en absoluto imposible ya que la democracia sólo brota allí donde los hombres aman la libertad, no sería más democrático acatar esa voluntad que no hacerlo. La democracia sería entonces, en cualquier caso, imposible. Cuando la legitimidad se extingue, la pura fuerza suplanta al Derecho. Da igual que sea la fuerza de la mayoría que la de la minoría, si ambas son ilegítimas. Pero la democracia no consiste en el despotismo de la mayoría sino en un sistema de limitación del poder y de garantía de los derechos. Si la mayoría renuncia a la democracia, la resistencia a su opresión no es antidemocrática por minoritaria que pueda ser. La derecha y la izquierda radicales se dan aquí, como tantas veces, la mano. El odio a la libertad hermana mucho. No se puede destruir la libertad en nombre de la libertad. Si la mayoría opta por la tiranía, no puede hacerlo en nombre de la democracia. Las cadenas no dejan de serlo por muchos que sean quienes las reclamen. Los esclavos voluntarios y felices no dejan de ser esclavos. Resistirse a la opresión de la mayoría nunca es antidemocrático. No es lícito utilizar la libertad de los más para abolir la libertad de todos. La democracia no es la tiranía de la mayoría sino la defensa de la libertad de cada uno. Vale más la voz de un hombre libre que el griterío de una muchedumbre de esclavos fanáticos. Por lo demás, la libertad es un valor fundamental, pero nada garantiza el buen uso que se haga de ella, salvo la moralidad y la responsabilidad. La libertad no se identifica con el bien sino con la condición de la posibilidad del bien y del mal.
No hay paradoja democrática. Sólo afecta a quienes defienden una concepción equivocada y radical de la democracia que la identifica con el imperio mecánico de las mayorías. Pero eso no es democracia sino tiranía de la mayoría. Si la mayoría de un pueblo desea la tiranía, es casi seguro que logrará implantarla, pero nunca tendrá derecho a hacerlo en el nombre de la libertad y de la democracia.
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